No soy tan tonto como para creerme que tengo algo que decir. Así y todo y desoyendo el consejo de Heidegger, les voy a contar una historia de cocina y de amistad también. La de un nutrido grupo de bizarros comedores obsesos de la buena mesa que, encaminados a la gala Michelin, se enrocaron en La Roca. Es una crónica de una comida feliz que, en el meditar de sus sensaciones y desoyéndome a mí mismo, me atreveré a colorear con algo de lo que quizás pudiera llamarse crítica gastronómica.
Hablar sobre los restaurantes de tres estrellas es, casi casi, de principio, estar obligado a la alabanza, porque ya de por sí el mérito no solo se le supone sino que realmente se tiene por haber cocinado la heroicidad de alcanzar semejante galardón. Sin embargo, es también cierto que se convierten en sospechosos habituales, y están siempre sometidos a una severa vigilancia general y continua, incluso con nocturnidad y alevosía. Uno más del puñado de pros y contras, tomas y dacas, también habituales, en todo éxito.
Por esta razón, y también por otras muchas, supongo yo, es por lo que los triplestars aprenden a nadar guardando la ropa desde chiquititos. Decidme si no por qué buscan el acomodo y la regularidad, evitan sobresaltos, pierden su osadía, juguetean timoratamente con el canalleo, se vuelven serios, se alejan del riesgo, pasan a mejor vida y se instalan en la zona de confort para que no haya el más mínimo disgusto, en el más amplio sentido de la palabra: ¿altísima confortfood?
Al fin y al cabo, cocinar no es más que un modo de contar las cosas y podría entenderse que los triestrellados lo que cuentan es que “soy la pera limonera, he alcanzado el cielo, me han santificado, me he angelizado/aburguesado y eso es todo amigos, que tengo, jesusito, jesusito, que quedarme como estoy”.
¿Todo? ¡No! Porque cuando más aquietado y sojuzgado anda uno, convencido en su escepticismo de que así son las cosas o así nos las han contado, el cielo empieza a desplomarse sobre nuestras cabezas: ¡broooommm! Y llega quien te saca de tu descreimiento contumaz a pedradas al cielo de la boca, tantas como platos tiene el menú de otoño de El Celler, y te reconvierte y revive: Cocina Recreación.
Tras semejante avalancha, yo decía y repetía, osadamente pues no retengo suficiente sapiencia como para eso, que había sido la mejor comida de la historia del restaurante, cuando en realidad lo que debí decir y digo ahora, es que lo es de MI historia en él. Rectificar es de sápidos, ser comedido de sabios.
Los aperitivos rememorativos de sus viajes y de sus inicios son lo que, a mi parecer, no están a la altura del resto, pues aún siendo buenos párvulos quedan muy justitos e infantiles ante la hecatombe subsiguiente. Lo cierto es que no se comen mi mundo.
La oliva en el olivo sigue colgando en el centro, pero su untuosidad y sabor es heladoramente superior, un segundo comienzo de excelsa aceituna “de barra” abrebocas.
Una vez reconfortados, instalados y asentados, cambiemos de tercio, ¡hala!, vamos a la playa a bañarnos en la mar serena, travesía mediterránea y pesca, yodo y salinidad emplatados uno tras otro cual tanda de olas y espuma. Una brisa marina se arremolina en torno a nuestra mesa redonda; afloran coloretes en nuestras mejillas y se respira mejor. Ángel se siente como en casa y Marta, lejos de ella, orgullosa, lo mira emerger de sus profundidades y abre de par en par sus ojos azules de tanto mirar al mar.
La primera estrella, de mar, llega a una perfección formal que asusta, ¡uuuh! y recuerda a esas carnes de marisco que salen íntegras y perfectas de sus cáscaras hasta de sus más recónditos huecos y que reproducen la identidad de toda muesca, bulto o protuberancia del caparazón del animal. Su sabor es también identitario del mejor marisco hecho crema o mousse y su oportunidad en el orden del servicio idónea. Ligera, amable y evocadora.
Pasamos así, al paso y pase, a mayores intensidades marinas con el mejillón escabechado que es un beso entregado al aire de albariño; una cucharada entrañable, elegante, ácida, alegre, vital y revitalizante de bocado y tentetieso. Y paseando por esa misma orilla, nos encontramos entre la salicornia y la ortiguilla que levantan el tenue sabor en crudo de un salmonete fileteado: tersa carne marinada, frescura de lima-vinagre y dulzura de higo chumbo que cura de todo mal y queja sin darle cuartos al pregonero del dulzor. Placeres de cuchara, pues así se sirven, que son preludio ideal de la royal de crustáceos reales que se corona con lenguaraces erizos en corona de espinas. Un conocido habitual de la casa que ha ido evolucionando yema a yema hasta su perfecto bisque de hoy, envolvente, reconfortante y fortificante.
Terminan los entrantes (perdón por lo inadecuado del término) entrándole a la brioche de tartufo, pellizco de panadería y tierra, tierno aroma. Así se completa esta fase admirablemente texturizada llenando la boca de sentimiento de glamour y alto standing. Plena correspondencia con la estancia en una gran casa. Cuchita asiente: así debe ser, esto sí que es recibir.
También como intermedio entremares, una flor, de cebolla; una caricia, de queso Comté; y un adiós de nueces que regocijan antes de volver a salir al mar.
Ya de vuelta, atendiendo a la ostra, lo primero que digo es que me sorprendió y gustó su presentación en tallat, ya que la saca del ostracismo habitual en la que viene estando encerrada y condenada esta bivalva. Y si a ello le sumamos el que cada bocado se presenta aderezado de diferente guisa pero sobrepuestos todos ellos en común en salsa de hinojo, hemos de concluir que es un acierto imaginativo y un juego sabroso que da solución inteligente al imposible de ofrecer entre tan longo menú las cinco ostras enteras y verdaderas que corresponderían en ley a cada comensal. Se diferencian y aprecian los distintos resultados de cada ingrediente añadido (champiñón, anémona,..) y queda satisfecho más allá de lo esperado el placer de contar con este producto en mesa.
Menudo cacao maravillao se montó con el siguiente productazo, la cigala, que se salseaba en doble grasa: la cruda de aceite a la vainilla y la tostada de la manquequita, tocadas ambas por una nota verde y resinosa de la medicinal artemisa. Una alta complejidad de sabores mezclados con excelente resultado, mediante una textura licuada, grasa y fresca que envolvía el mordisco de la carne de la cigala sin tapar su condición de centro de atención del plato. Gustó grandemente.
Y tras la finura, la sutileza: angulas con trufa. Benditas ilusiones, aunque unas pocas fueran. Sensualidad en vena bucal. Un apretado puñado de lo uno y unas finas láminas de lo otro entremezcladas y entretenidas cuales espaguetis a la crema. Provocación para nuestra gula insatisfecha que sólo pedía más y más y mucho más. Dos eran, dos, los iconos del plato, uno el común denominador común. Un iniciático camino ya ollado que siempre lleva al éxtasis gustativo, un certero disparo homicida que mata porque no cabe fallo pero que, para la ocasión, las artesanales manos de Joan habían cargado explosivamente para hacer estallar nuestras cabezas. ¡Buuummm!
La Caballa llega al galope en su carne azul de mar, apretada por el buen trato y atemperada con las judías del tiempo que en el ganxet cuentan por semanas, amalgama original y sorpresiva que confunde las contundencias que le son propias con tanta distinción.
La sepioneta blanca quería tocar el cielo, el de nuestro paladar, y se asía a él sin remilgos, sin pegas, sin apenas resistencia elástica, para pasar a ser mordida y ennegrecer nuestras lenguas endemoniadas desde entonces por el negro arroz. El reconocimiento de sabores auténticos de tejido, interiores y tinta armonizaba con el japonismo de las lías de sake y los aditamentos contiguos que en forma de dados, nube y granos, lo acompañaron a mayor gloria, honor y homenaje al gusto tradicional.
Ya desde su aparición, la golosa gamba roja, en su carne y en su jugo encabezado, hizo estragos entre los subidos ánimos de los mesohabientes. Bella estética de subido bermellón. Gran calibre de cuerpo y alta calidad de alma. Se sirve con pan de plancton incorporado para que con él se sopee sin necesidad de romper las buenas antiguas maneras; crujen cuatro patitas, las algas en velouté aligeran el bocado y la plácida acidez del vinagre de arroz alegra el peso del intenso sabor de los jugos de las cabezas. Marta pide un tuper-lebrillo que llevarle al cabesita junior que ya pregunta por ella/s.
Y de cabeza nos trajo a continuación la de la merluza. De ella extrajeron sus meninges y nos las pusieron en bandeja: cococha, moflete y lengua pilpileadas as usual, ligada en la excelsa untuosidad que caracteriza esta receta ajopicosa según mantenemos en nuestra memoria gustativa, pero recreada y sublimada por su perfecta ligazón con la diversidad de las texturas de cada parte y la encurtida simpatía de las verduritas.
Para seguir, el rodaballo bayo: ¡vaya con él! Y con su piel empaquetada en envoltura de escondidas espardenyas y salsa montada y emulsionada con sus colágenos. De origen cierto, de sabor de la media intensidad que le es propia, de meloso fondo claroscuro con toque de asado/brasa. Dificultad de expresar en palabras escritas la sibarítica preparación y efecto. Silencio general, miradas cómplices, ojos entrecerrados, cejas arqueadas. Admiración muda y enigmática sonrisa monalisa: renacimiento. Cocina Recreación ¡Bocatto di cardinale! Yo lo destacaría ciertamente.
Añorados al instante, apenados pero enamorados, dejamos la mar marinados, mareados, desnortados meramente. Say hello and wave goodbye. Así cantábamos, así así, que yo lo viví, pero sin tiempo para la queja ni la remembranza. Un brillante futuro aún estaba por venir. Si hubiésemos llorado por no comer más el mar, los lagrimones nos hubieran impedido saborear lo terrenal.
Así que de sopetón pasamos a la mamífera tierra por donde corretea el lechal cordero. De tierra en tierra sin ponerla de por medio: de la del campo a la del adobe del horno. Vuelta a la leña, al humo, a los rastros de los rastrojos ardientes, al lleno olvido del vacío, a la plena autenticidad reconvertida en tetralogía de su carne, su casquería y su agüilla enjundiosa: tosta deslenguada, panacea descerebrada, tuétano descarnado en jugo desglasado (¡oh consomé!) y barriga desencallada (¡ah, el guiso!). Con el asado de siempre, recio y simple, se recupera esa impagable textura de la carne tierna, hebrosa, frágil y masticable del bebé cordero, otrora perdida en bobas bolsas vacías de realidad. Tierra, fuego, aire y agua. Cuatro elementos para cuatro pases. Póquer ovino, la casa juega y gana. Bancarrota de los comensales.
Aquí @jechanove, insurgente e inconsulto, castellano y orgulloso, de un púber brinco corderil, se subió al gueridon y entonó, desde tal escenario y para deleite del respetable, el onomatopéyico balar de la castellana raza churra. Aplausos, vítores y bises precedieron a su corto vuelo de vuelta a mesa, dificultoso pero premonitorio.
Y es que una bandada colombina sobrevolaba ya nuestra estancia y venía a posarse sobre nuestras cerámicas blancas, ensombreciéndolas primero y tatuándolas después. ¿Quién dijo que al pichón se le había acabado el vuelo? Ahí, ante nuestras aromatizadas narices, estaba la prueba de que se puede campear tras ser dado por desplumado. Solomillos pechugones soasados y rojizos, crudos pero cocinados, calientes y en tensión, hacían gloriosa conjunción con el tuberculoso puré y la densa chococream. Mientras, las otras carnes, despiezadas y deshuesadas, civeteaban y se bañaban en otro oscuro pero brillante fondo de caza y carcasa de mayor intensidad, ligero amargor y campechano sabor: perfecto ¡Menudo revuelo!
Para rematar la salada faena y antes de que pudiéramos echar a correr para gritar a los cuatro vientos nuestro resalao contento, corriendo llegó la liebre y se nos pusieron las orejas tiesas: royal a la royal, reina de reyes, sangre de su sangre, roja y oscura, músculo y ligazón, morder y absorber, sabor campero-montuno, aires de madrugada y galgo, escopeta y tiro, olores de retamas silvestres, intensidad intrincada pero golosa. Esa es la gran cocina: domesticar esos graves sabores, hacerlos elegantes, apetecibles y refinados, saber sacar la finura de donde sólo hay, de inicio, aspereza y dureza. Por ella muero.
Se necesita afinar mucho la nariz, mucho, para saber interiorizar cuanto se nos había venido encima, por eso Jordi te propone, sutil indirecta, comer la propia napia, unir sentidos, vista, gusto y olfato, para reseteArte y limpiarte todo ello al tiempo, de golpe y porrazo, por narices, preparando el terreno y la sensibilidad para introducirte de buen humor y talante en la senda helada e inquietante de su bosque otoñal, húmedo, frío, herbáceo, silvestre y acuoso. Puro témpano, olografía transmutable. ¡Tiembla el comensal, que viene el lobo feroz!
Pero, como en las pelis, el bien, al final, triunfa, por eso el final cut se presenta en forma de bola de cristal, de esas que mueves y nieva en su interior, y donde todo es dulzor meloso, triple crema mortal de necesidad para envolver con papel de regalo de navidad los cítricos de la temporada. No pude evitar que a mí viniera mi propia imagen junto al arbolito entregándoselo a mi madre por eso, por Navidad. Querer es poder, dicen.
Pero es que ya no podíamos sino orar por nosotros y pedir clemencia a nuestro celador encelado, a nuestro emborrachador privado, clemencia pituitaria urbi et orbe, Pitu, pisha, ¡¡¡s’il vous plaît, bitte, onegai, prego, si us plau, por favor!!! No voy a extenderme más pues no sabría explicarme, explicarles ni explicarlo, perdón por mi incapacidad inútil e inane; sólo diré, para tratar de poner remedio, lo siguiente: jamás en mi vida he sido dado de beber así, once in a lifetime.
Fue un día de esos, un día lento, pasado por vino, también por agua de lluvia, en Girona, allá arriba, al norte del presente de la restauración, donde se encuentra el que probablemente, para muchos, sea el mejor restaurante del mundo y en el que, para unos pocos, sea probablemente su mejor momento. Mi recomendación: maten toda esa probabilidad y vayan a su encuentro, ¡ya están tardando!, es único.
Y único no solo significa extraordinario y fuera de lo común, sino que también y principalmente dícese de lo que hay uno y un solo ejemplar. ¿Hay quien dé más?