Tristancho está triste, ¿qué tendrá Tristancho? De sus ojos se escapan lagrimones de pistacho que antes de tocar la vieja tierra se trocan en rechonchos bellotos. Cual Squonk escapado del imaginarium extremaduro, atrapado y llorón, vaga sin rumbo pero con fin por sus extremas dehesas, angustiado por su ser o no ser, mientras en sus oídos suenan las notas de su armoniosa y campechana suite ibérica y en su acuosa y presa mirada se imprime la impresión que contemplarlas causa.

Alimento del alma para él, comida de gloria para los hermosos cochinos belloteros que, de higos a brevas, habitan y conviven, como su familia que también son, ese onírico lugar fantástico, El País de Quercus, donde ambos disfrutan. Cada uno como lo que es.
Son guarros despampanantes que se pisan su propio papo en su continuo papear, que corretean al trote cochinero de acá para allá, pastando y aplastando la fresca y verde hierba con su negra pezuña de fina caña. Su morro es largo y afilado casi tanto como sus intimidantes incisivos, su tamaño descomunal, su edad añeja, su capa gris oscura, su pelo ralo. Malandan cojitrancos con el tumbao y la chulería de sus tres montaneras entre encinas y alcornoques de troncos descorchados cual botellas desnudas de etiqueta.
Sabios los tres, hombre, animal y árbol, zánganos y desnudos como los hijos de la tierra, se juntan noctivagos alrededor de la Roca del Amador, ibéricos de luna, para aullarle, gruñirle y callar cuando llena se pone. Allí él los acompaña e interroga y les pregunta por sus amoríos y sus largos orgasmos, para así seguir aprendiendo y acumulando historias que luego, reconvertidas por su insondable y mágica fabulación, les recuenta durante mil y dos noches.
Porque él es un contador que todo lo cuenta, cuenta cuentos y fantasías, vivencias y realidades, cerdos y árboles, familiares y amigos, chorizos y salchichones, palabras y gestos, pensamientos y vanidades, costillas de adán y sus secretos, inmanencias y trascendencias. Sí, todo cuenta menos el dinero.
Vive entrambos mundos, el real de La Dehesa y el ficticio de Quercus, indiferenciados, saltando de uno al otro ininterrumpida e irremediablemente, de sol a lunes, de luna a solas, en el claroscuro, en el solysombra taurino, confundido como se funde la grasa infiltrada del secreto al amor de la lumbre, a voces, a chorreones, pregonero de su extremo duro. ¡Ah, la puta realidad, que malita que es!
Realité, crudité, liberté. Esclava liberté, c´est la vie, la vie en verde. De la que gozan en Family Plot desde su casa, «La Tatona», para manejar desde allí las piaras autóctonas y los clubes de egipcios visitantes que, como nosotros esta vez, nos dejamos caer por allá curiosones, turistones desnortados, a hocicar y husmear en su entorno y sus sanmartines. A mantecarnos en colorao y ponernos guarros, hasta las manitas, de hasta sus andares mondongueros que, con la parsimonia y sapiencia del lugar, apañan matanceras y lozanas hijas pilladas con las manos en la grasa, hasta el codo, por nuestra incordiante presencia.
Lucía un gran sol sobre la gran Lucía y demás anfitriones que trajinaban por la nave matarile de Las Navas, ensangrentaos y destripaos de tanta brega, asombrados tan sólo por el Bello Dolfo, el colgador que cuelga en tó lo alto lo que comen los señores, morcillitas y morcones. Tienen migas, las dan y las toman, esta pareja crumble y adláteres, tantas que Robert Crumb lo hubiera flipao inmortalizándola en sus escasas pero imborrables y comiqueras tiras bucólicas. Personajes animados por la fuerza y el esfuerzo de vivir la vida entre matanzas, así o asao, en sus ibéricas carnes. Y que vuelven a tener por delante las albas páginas en blanco del album donde reescribirse. ¡Carne diem!