Es lunes por la mañana y el AVE directo a Madrid rebosa de tipos con aburrido traje azul que se hipnotizan ante sus laptops como si estuvieran escribiendo su último recurso a un alcaide malvado. Aunque en realidad lo único que hacen es fatigar vulgares hojas Excel… Yo voy de otro rollo: Dr. Feelgood a tope en el Ipod para cargarme de swing y poder abordar el día más largo; el día en que Millesimé declarará al mejor cocinero joven de España. Soy votante de esta lista, “Chef Millesime by Cruzcampo Gran Reserva”, que por cierto viene muy a cuento en la actual coyuntura. Manuel Quintanero, el leader de la idea, una vez más, ha sabido captar las necesidades de la gastronomía española de seguir generando fenómenos, en este caso de rabioso futuro, que es a lo que estamos. Cuando llego al Villarreal, Miren, la sinuosa vanguardia de la organización, ya lo tiene todo a punto, “comme toujours”. La historia pinta fenomenal.
Todos los participantes en la pugna -Marcos Morán (Casa Gerardo, Asturias), Ricard Camarena (Arrop, Valencia), los gemelos Torres (Dos Cielos, Barcelona), Eneko Atxa (Azurmendi, Vizcaya), Xosé Cannas (Pepe Vieira, Pontevedra), Fernando del Cerro (Casa José, Madrid), Alejandro Sánchez (Alejandro, Almería), Jesús Ramiro (Zarabanda, Valladolid), Julio Fernández Quintero (Abantal, Sevilla), David Yarnoz (El Molino de Urdániz, Navarra), José Carlos García (Café de París, Málaga) y Pablo González (La Cabaña, Murcia)- están a los mandos de sus respectivas cocinas en los boxes que se apiñan en los salones, ofreciendo a los más puntuales resplandores de su cocina como agua de gazpacho, capuchino de alcachofas, raviolis de foie gras… La Cruzcampo, con sus complejidades aromáticas, sus tostados y un indefinible glamour, se cuela desde las barras entre todo dando luz y color a una mañana plomiza que acabará en lluvia.
La venganza de Marcos Morán

Aunque le pregunto a Rafael Ansón discretamente quién es el ganador, no saco nada en limpio. Bueno, sí, una Cruzcampo al vuelo que acaba de situarme en el entorno. Pero no debo esperar demasiado -aprovecho para pasar revista rápida a los chefs y a sus elaboraciones, lo que me certifica de nuevo que, gane quien gane, el porvenir de la cocina contemporánea española está asegurado- para saber por fin el vencedor: Marcos Morán. ¡Bien! Averiguo a continuación que las diferencias entre los votos han sido cuánticas, porque, como decía, estamos ante una generación que ha sabido integrar en su trabajo la brillantez y la solidez en equitativa armonía, dos de las características necesarias para fabricar historia.
Transcurre la tarde indolentemente entre conversaciones gastronómicas en la terraza del Estado Puro. Coincido allí con Yanet, asesora del I Curso de Experto en Periodismo Gastronómico y Nutricional, que se clausuró la pasada semana en la Complutense y en el que tuve el placer de intervenir charlando sobre el rock como actitud creativa en la cocina contemporánea. Esto me recuerda, por cierto, que tras la conferencia fuimos a tomar unas cañas al Café del Círculo y… comprobé allí una de las diferencias fundamentales entre las idiosincrasias madrileña y barcelonesa: al ir a aparcar en la calle de atrás, unas barreras de plástico nos lo impidieron (se estaban esperando camiones para un rodaje); tras hablar con el segurata al cargo y explicarle que la cosa iba sólo de 10 minutos con mucha espuma, apartó las cintas y nos dejó aparcar. ¿Alguien se imagina este «deal» tan humano en la modernamente desalmada Barcelona? En fin…
Volviendo a Millesimé. Podréis imaginar como fue la noche de aquel día tan largo: larguísima. 12 platos, de los 12 cocineros participantes en el concurso Cruzcampo, uno detrás de otro hasta el colapso sápido. Fiesta, risas, sensaciones y una oportunidad única de hollar la panorámica de la cocina española más emergente en la comodidad deliciosa del Urban…
El glamour de Ramon Freixa
Deberían pasar un par de días anónimos para regresar al fragor de los colores madrileños. ¿Color? Ramon Freixa. Una entrada epifánica al safari gastronómico que ya no abandonaría hasta cinco días más tarde. Ramon dirige este restaurante ecléctico y glamouroso que ya pasa por ser uno de los hits en el Madrid culinario de vanguardia. Razones para estos asertos no faltan. Freixa, con una cocina y una sala más amplias y preparadas que lo que tenía en Barcelona, ha trabajado duro y, sin perder los centelleantes chispazos lúdicos y desenfadados de su filosofía coquinaria, los ha dotado de una mayor enjundia, de un mayor peso. El local se esconde en los bajos -con exquisita terraza interior- del hotel Selenza, un señorial edificio del XIX divertidamente restaurado en plena zona «high» del barrio de Salamanca. Perfecto para Ramon. Un «boutique» lleno de guiños decorativos, trampantojos, detalles abarrocados… Y con un servicio contemporáneamente personalizado. Filosofía que se expresa también en el restaurante, claro. Espejos rococó en el techo, cortinajes de terciopelo, mural en trompe l’oeil, mosaicos paganos… Y sensación de exclusividad queda, suave, mullida. En esta atmósfera selecta se cuelan las elaboraciones de Freixa, todas con el punto justo de sorpresa, con el rigor también de la madurez. Despliegue de panes (los de su padre, Josep Maria) y de snacks para empezar: aceituna gordal con vermouth; esponja de cacao y aceituna negra; torrija soufflé; pan con brandada; cake de plátano con dátil y bacon; endivia con nuez al Roquefort. Bien. Pero lo mejor estaba por llegar: «big duck» (jugosa hamburguesa de pato con Idiazabal, cebolla confitada y helado de mostaza verde); «el mar» (ostra a la plancha con corazón de lechuga, sutil y casi invisible tortita de camarones, tartare de rubio sobre milhojas de patata y caldo gallego de almejas); espárragos de todo tipo, en múltiples cocciones, con carnes de ave y crema aterciopelada de espárragos blancos con germinados y rúcula; sanpedro sobre vainas al dente y piel de tortilla; salmonetes asados con guisantes y habitas y torrija de brioche al laurel con anchoa; contundente oca con peras y salsifís; quesos cocinados y… «dulce espera» (display de petit fours). ¡Sarabá! Polifónica visión de la modernidad y la tradición tocada por el inevitable guiño freixiano.

Zorzal o el feeling madrileño
Difícil elección de restaurante para el mediodía siguiente. Sin embargo, una noche de descanso «pijo» en Claudio Coello es capaz de regenerar el cuerpo más cargado. Y así, ebrio de nuevas heroicidades gastronómicas, me cito con Juanma Bellver y Alberto Lucchini. Zorzal, amigos. El nuevo Zorzal, para ser más exactos. Porque, geográficamente, estamos en el antiguo Zaranda de Fernando Pérez Arellano, que se ha trasladado a Mallorca induciendo la recolocación del viejo Zorzal de San Bernardino aquí. Dirigiendo el festival, Sergio Mayor (sala) y Javier Lafuente (fogones). Cocina de caña, agarrada a la tradición pero tocada de una concepción refinada en las cocciones. Es decir: placer directo garantizado. Sí: samosa en pepitoria; croquetas de jamón ibérico; buñuelos de bacalao (faltos de crujiente); ligero pero sabroso arroz mantecado con colmenillas y estrictos espárragos verdes; elegante y onírica raya a la reuniere con alcaparras y alcachofas asadas; monumental presa ibérica adobada con patatas salteadas y -excesivo- jugo de morrón; babá al ron y mórbidas torrijas de brioche caramelizadas con helado de tomillo. Una potente descarga de feeling madrileño, aunque faltasen incunables de la casa como el cocido en dos vuelcos o los callos a la madrileña. En realidad, cuando uno se pone… Desde un par de mesas más allá, Isabel Aires, en capilla matrimonial, me recuerda una cita que tenemos en Barcelona alrededor de una botella de ron… Pero esto será otro viaje.
Los resplandores de Sudestada

En todo caso, la velocidad gastronómica de crucero que ya hemos asumido como inevitable nos obliga a más. ¡No hay que bajar el promedio! De esta suerte, nos presentamos a las 10 en punto de la noche en el nuevo Sudestada. Sin hostias. Un toque de barra chequeando el estado de salud del Equipo Navazos nos lleva suavemente hasta la mesa, donde no tardarán en aparecer las policromas y exóticas estridencias que propulsa Estanis desde un universo interior de vertiginosa trepidación. Asia se dispara en todos los frentes aquí; viajamos sin control en un roller coaster tiroteado de fogonazos y centrifugaciones, de estallidos y resonancias, de refulgencias e introspecciones. Es grande, Sudestada. Una aventura real y estremecedora: ensalada de oreja de cerdo con hinojo y pack choi; alitas de pollo rellenas de cerdo, setas y pollo con ensalada de pollo y pomelo; samosas de curry rojo con garbanzos y agridulce de tamarindo; dumplings de Singapur rellenos de cerdo y verduras; sopa ácida de langostinos (tom yum); lumpiang frito de calamar y pollo de corral (especialidad filipina); arroz vietnamita salteado con gambas y cerdo (com rang); jugoso cerdo salteado con aroma a lemongrass (lon xao sa); brocheta indonesia de cordero a la bbq; curry rojo ácido de hamachi con chiles dulces y picantes… Un viaje alucinante, vamos. Aunque lo más fuerte llega con la cuenta: 35 euros por persona. Sin palabras.
El hotel Orfila, un lujazo
Todavía resuenan los ecos de la Ciudad Prohibida y de los oscuros e inextricables hutongs cuando llego al hotel Orfila, una de las más convincentes razones para emprender la jornada que estoy revisitando aquí. Palabras mayores. Esmeralda Capel ya me lo había advertido. Se quedó corta. Noble palacete del XIX, miembro de Relais & Chateaux y con innumerables premios internacionales (Mejor Hotel con Encanto de Europa 2008, por ejemplo), este establecimiento discreto, recoleto, refinado y distinguido es el paradigma perfecto de cómo se puede aunar en sinergia exponencial la atmósfera señorial y lujosa con el servicio contemporáneamente elegante. Vivir en el siglo XIX (todos los muebles y detalles son auténticos de la época) con el último confort. He aquí la ecuación despejada. La noche, disfrutando de las caricias del tupido hilo que me envuelve, pasa fugaz y da lugar a un nuevo y brillante día en la capital.
Inmersión en Coque

Relajado y ávido de más impactos, me dirijo, con Juanma, hacia el sur de Madrid. Porque más allá de los grises e infinitos polígonos nos espera Coque. Mario Sandoval. Y su hermano Diego, que nos pasa a la espectacular bodega, de suelo transparente, que deja ver, debajo, una selección de las más de 1.300 referencias que posee este restaurante familiar convertido hoy en promesa de vanguardia creativa. La bodega posee todos los sueños posibles, incluido un Chateau d’Yquem de 1925, la única botella en el mundo de esta añada improbable. Su precio -afinado cada cierto tiempo en la bodega original, cuando se recorcha y se hace una microcata- no es de este mundo. Acaso tampoco lo es su afamado cochinillo (ejemplo palmario de melosidades y «cracks» en el límite), de granja propia, sacrificado con 17 días, alimentado sólo de leche materna, cruce de Pietrain y Jean Dalas y elaborado en un horno de leña, a 220º durante dos horas y media, que ha escrito leyenda. Pero la mesa llama desde arriba y no hay tiempo que perder. ¡Hay que mantener el promedio! Mario, que se encuentra en fase de inflexión, trabajando diversas técnicas y elaboraciones actuales, se está empezando a preparar para darle más singularidad y personalidad a su cocina, llena de sensibilidad pero todavía con demasiados referentes. Y así comienza la gran parada: roca marina (al nitrógeno líquido) con percebes y algas osmotizadas en caldo de jamón; sopa de almendra con foie gras, cereza y perlas de palo cortado; gnocchi líquidos de habitas y setas regados por un caldo de codillos que, a través de los agujeros del plato, cae en un recipiente inferior donde se mezcla, esta vez con más potencia, con setas y guisantes; cromatismo de verduras y brotes autóctonos (crecidos por el propio Coque en su semillero) engrasado con queso manchego; coulant de huevo poché con patata, rabo de buey, zanahoria y trufa; atún a la brasa con huevas de bacalao y crujiente de especias; tartare de pato con mostaza antigua y perlas de pepino; corteza nitro de melocotón de viña en texturas… Un repaso a las técnicas más expresivas y plásticas aplicadas al paisaje de temporada.
El eje Asia-Venezuela de Yataki
Es media tarde. A estas alturas, la pregunta es si cabe una cena. Y en un arranque de gallardía, se contesta afirmativamente. Y allá vamos. Una cosa frugal, suave, testimonial, nos decimos con displicencia. Yataki, una propuesta enloquecida entre Oriente y Venezuela, patria esta última de Emiliano, el tipo que maneja con desparpajo transversalidades culinarias insólitas en este pequeño establecimiento. La fiesta ya se intuye con una primera aproximación a la heterodoxia rampante del local consistente en tataki de atún con mayonesa de curry, chutney de mango y tamarindo. La folie ya no cederá. Croquetas picantes de cangrejo y Emmental con salsa tártara. Ceviche de salmón, nachos y guacamole, a comer como un bocata. ¿Y el líquido del freno? Se fue, se fue… Bajando y acelerando: chopitos a la andaluza con hojas cítricas; sushi de caballa con sorpresivo arroz «socarraet»; sashimi de buey gallego, crema de queso y efervescentes huevos de cangrejo macerados con miel; «causa asiática» (puré de patata, pulpo con tomate y salsa rosa, chile chipotle); mórbido y sensual brownie casero con helado de vainilla… Y ya se acabó el curioso El Fundamentalista 2008, un fresco pero intenso Syrah rosado creado por Víctor de la Serna… Lo tomamos como una «señal» y, brillantes de placeres estereofónicamente «crossing», salimos del Yataki, que, veo, se anuncia humildemente como sushi bar, aunque ahora ya soy un creyente de todas las otras maravillas que oculta su carta…
En busca de la barra más canalla
Una noche más, el hotel Orfila se transforma en mano de santo y me despide, la mañana siguiente, fresco y preparado para seguir transitando la inacabable culinaria madrileña. Hoy, este mediodía, Juanma me va a hacer un regalo que no olvidaré. Me va a llevar, con la excusa tácita de buscar la mejor ensaladilla rusa de la capital -que yo atribuyo de entrada a El Quinto Vino-, a algunas de las mejores barras canallas de la ciudad. El tiempo apremia y la primera parada debe ser importante: Casa Santoña. Anchoas y sardinas. A pelo. Morbosas ambas. Gruesas. Delicadas. Bien está lo que bien comienza.
De Alcalá al infinito. J5. Atmósfera y estética taurina para uno de los «musts» del canalleo tapero madrileño. Familiares de José «Joselito» Gómez, se impone el Gran Reserva como catalizador de sus más preciadas especialidades, las huevas y la mojama de atún. Y las croquetas. Y las anchoas. Y, desde luego, los bacalaos, que se preparan de mil formas distintas.
Estamos sólo a medio camino. Porque ahora toca un restaurante especializado en paella, el Samm, alejado de los circuitos y, digamos, de cierto culto. El lugar, cuando llegamos, está a reventar. Las paellas lucen, finas y anchas, en las mesas que se agolpan tanto en el comedor como en la carpa que, al parecer, han puesto para poder dar cabida a todos los parroquianos. Pero nosotros vamos a otra cosa: a ensaladilla rusa. Y, cierto, cierto, ésta es munificente. Con un núcleo de patata chafada, una primera corona de huevo duro en grandes trozos, mahonesa generosa y, topeando todo el conjunto, un magnánimo mar de atún. Cañosa, pletórica, suculenta. Una de las imprescindibles, sin duda.
Pero todavía queda El Almirez, última etapa de esta senda bellaca que nos ha llevado de una parte a la otra de la urbe en busca del santo grial en ración. Aquí, en El Almirez, se nota la raza en viendo la obscena cantidad de botellas de Salon vacías que se amontonan al final de la barra. No parece que se anden con tonterías, no… Mejillones en escabeche de la casa, refinadísimas rabas, exquisitas croquetas… Y, naturalmente, porque a esto hemos venido, la rusa. Otro rollo: con pimiento. Ahí entramos en un nuevo mundo. La ensaladilla se sirve muy integrada, muy mezclada, aunque el «touch» del pimiento marca demasiado, a mi parecer, la sensación final, que se me antoja desequilibrada…
Cena fashion en La Moraleja
En todo caso, esta «blitzkrieg» tapera la consideramos, Juanma y yo, un mero aperitivo para una futura cena todavía en la incertidumbre. Es entonces cuando aparece la idea de probar el nuevo Atelier d’Enrich, versión ligera del pretencioso restaurante Heinrich, un local de corte fashion que da la bienvenida a la urbanización de La Moraleja. Un brutal Finca Sandoval será el guía que nos paseará por las distintas raciones -unas más acertadas que otras- que conforman la carta. Platos como el «fish & chips», sin interés más allá de la galería, desfilan en la mesa con otros, como la salvaje tostada con tuétano, mantequilla y aceite de oliva (grasa con grasa con grasa en un crescendo pornográfico), la hamburguesa de rabo de toro, el tartare o el carpaccio de presa ibérica. Bueno, nada del otro mundo pero correcto en su categoría…
La última ensaladilla
El tour de la ensaladilla, no obstante, estaba falto, según Juanma, de la de La Taberna de Pedro, un local con pinta de bar de barrio que, sin embargo, está dirigido por un hombre, Pedro, que practicó la alta cocina en restaurantes como Viridiana o Príncipe de Viana. Poca broma, pues. Su rusa, «malgré tout», no me pareció la mejor. Bien integrada en conjunto, lleva, a mi juicio, demasiada verdura, lo que la aparta del punto opulento al que, en esta receta, profeso devoción… A despecho de ello, celebramos con alborozo el salmorejo, las precisas lentejas, las albóndigas… e incluso el gin tonic, cuya liturgia trufamos con comentarios sobre las últimas recetas «trendie» -la copa fregada con menta, con una rama de romero, con una infusión de regaliz…
Trufas imposibles y verduras radicales
Unas horas después, en Ortega y Gasset. Estoy esperando a Juanma frente a Gold Gourmet, la tienda delikatessen de Luis Pacheco. ¿Os he hablado de Luis? Um… Lo cierto es que, hace unos meses, durante Madrid Fusión, tuve la ocasión de intimar con él y… ¡una trufa blanca del Piamonte de casi 400 gramos! Luis fue el ganador de la subasta de aquella trufa macanuda.

Por la noche, unos cuantos conjurados asaltamos el Sacha y, blandiendo la magnatum sin reparos, ocupamos una de las pocas mesas disponibles. La comimos, la arrebatamos, la apasionamos, la exprimimos, mandolina en ristre, hasta la extenuación del champagne disponible en el local. La trabajamos con zamburiñas tibias, con pan y aceite, con tortilla de patata, con tartare de vaca vieja, con tocinillo del cielo… Hasta, en el paroxismo de la orgía, la sumergimos dentro de las copas de champagne… Al día siguiente, me contaba el propio Sacha, hubo que llevar la mandolina al afilador…
La temperatura es agradable en este atardecer madrileño, y camino a la última cena, en el coche, repasamos con Juanma las diversas bifurcaciones gastronómicas de los días pasados. Rememoramos también otra de esas cenas indiscutibles, de esas que forjan afición, que compartimos a principios de año… Fue en casa José, con Fernando del Cerro, un tipo que, traspasando todo tipo de límites, ha convertido Aranjuez en contenedor de uno de los establecimientos «verdes» más radicales de Europa. «No mercy» en Casa José. Las verduras desnudas como elemento transgresor insobornable. Su menú es extremo: pack choi con coliflor y sardina frita; tapenade de cornicabra; espinacas salteadas con mollejas; cigala y orejones; coles de Bruselas con trufa, patatas y castañas; lombarda con tosta de becada (¿qué ingrediente es más importante?), salmonete frito con pistachos; coles de invierno; zanahorias con helado de apio y remolacha; verduras crudas con tuétano; lasagna de tubérculos con crucíferos y jugo de cordero; repollo frito con vieira… Todo de producción propia. Todo presentado en una gloriosa sinceridad que nos lleva, a través de la aparente rudeza, hacia territorios sápidos y reflexivos de considerable complejidad. Fernando, seguramente, es uno de los cocineros más objetivamente vanguardistas y provocadores del panorama…
Rock & Chuletas
Hemos llegado. Viavélez. El restaurante de Paco Ron. Pero esta noche la cosa va de otro palo. «Rock & Chuletas». Nos hemos reunido aquí un grupo heterogéneo de gonzos del rock que buscamos la catarsis en la mezcla de los riffs más heroicos con los vinos menos plausibles. Voy de «prospect», con los cd’s que constituirán el grueso de mi ponencia, la cual espero me otorgue los votos del núcleo duro del grupo, que dirige Juanma, y me permita engrosar sus filas de forma oficial. En una mesa, el equipo de música. En la otra, las botellas apiñadas. «It’s a long ‘wine’ to the top if you wanna rock ‘n’ roll», camaradas. Densa la noche, compartida con ejecutivos de discográficas, managers, comerciantes musicales, músicos legendarios -allí estaba Sabino Méndez, el celebrado compositor de los Troglos y, actualmente, reputado escritor-, periodistas rockeros como el gran Mariskal Romero… Sonaron desde el «prohibido» Cocksucker blues de los Stones («Oh, where can I get my cock sucked? Where can I get my ass fucked? I may have no money, but I know where to put it every time»), famoso single compuesto por Jagger y Richards por obligación de su primera discográfica, la Decca, y que jamás se publicó, hasta el primer Gary Moore, Cactus, Burning o desgarrado gospel. Y el vino corriendo raudo entre las densas guitarras… Una noche mitológica, hermanos…
Al día siguiente Barcelona aguardaba, luminosa y perfilada, tras un golpe de AVE. Llegué justo para bajarme al 7 Puertas, donde Isabel Aires me esperaba, con Federico Oldenburg como MC, para festejar la aparición del ron Matusalem 23 años, una pieza de extraña suavidad y morosidad elaborada con vetustas soleras en Dominicana. Curiosa, por cierto, la desidia culinaria de este restaurante centenario, desoladoramente plasmada en recetas tan sencillas como los buñuelos o la paella…
Voy caminando por Colón mientras dejo que Barcelona me vaya envolviendo lentamente en su hechizo… Ahí dentro de mi cabeza sigue brillando Madrid… «Y como el chile traicionero; no lloro pero me acuerdo».