Pero, y perdón por la inmodestia, para aquellos que lleguen aún más tarde que yo, les diré que la Cocina Japonesa es impresionante. Sí, de perogrullo. ¡Menudo descubrimiento! Lo sé. Pero es que acabo de vivirla en mis carnes, en vivo y en directo y estoy franca, severa y profundamente impresionado. Tras ocho intensos días de virtual buceo junto a sus pescados, leguas subterráneas en compañía de sus vegetales y tubérculos y largos paseos por sus huertos y frutales en conyunta con sus ganados, puedo decir con un poco de conocimiento, algo más de cuanto hasta ahora había oído, leído, probado y sabido sobre su mundo gastronómico, que mi sapiencia era de chichinabo. Y mira que le había puesto empeño a la cuestión.
Estas gentes de ojos rasgados tienen también rasgados los bolsillos de sus vestiduras de tanto gastar sus yenes en llenarse la barriga. El número y variedad de establecimientos de Tokio que toca las cosas del comer es inabarcable, tanto en lo salado como en lo dulce. No digamos ya en lo umami. ¡Mama mía!.
Sean cuales sean las causas (falta de espacio, lejanía de sus hogares de trabajo, exceso de horas de curro, etc.) el hecho cierto y verdadero es que comen y cenan fuera de casa, les gusta y lo hacen desde jóvenes, aprendiendo a conocer y admirar una profesión que ocupa un lugar preeminente en la vida y economía de un país que la trata con enorme respeto, al tenerla como una de sus principales tradiciones a mantener, apoyar, fomentar y enseñar fuera de sus fronteras. La Cocina Japonesa hace espiritualmente patria y sabe vender, materialmente, su país.
Respeto es pues la palabra que primero me viene a la pluma al escribir sobre gastronomía nipona. Vuelvo a pedir disculpas por mi osadía y falta de tal virtud, esta vez con la debida reverencia corporal. Respeto por la tradición culinaria, por su recetario, por sus técnicas, por sus maneras, por el aprendizaje, por el maestro, por la antigüedad y la experiencia, por el cliente, por los productos y, por supuesto, por sus sabores puros y originales, básicos y primigenios, con simples, sutiles y perfectamente medidas alteraciones, adiciones o combinaciones.
El sistema organizativo y de funcionamiento del negocio de la restauración que divide los establecimientos por la forma de cocinar (sushi, tempura, teppanyaki, yakitori, kushiage, sukiyake), por producto (fugu, unagi), estilo, procedencia u origen (kaiseki, shojin, izakaya, de Kioto, Osaka, cocinas foráneas), facilita una máxima especialización. El mantenimiento continuado de unas mismas recetas contribuye a su perfecta ejecución. El uso permanente de los mismos productos conlleva el extremo conocimiento de todas sus características previas (conformación, frescura, textura, …), durante su tratamiento y cocinación (comportamiento y reacción), y lógicamente a posteriori, sobre su sabor y la sutileza o nivel de intensidad que se le desea dar y mantener a la hora de combinar los de los diversos productos que compongan cada plato.
Si a ello añadimos el escaso número de comensales que los locales permiten y los cocineros desean, su gestión habitualmente familiar y la ejecución directa y a la vista por parte del maestro y propietario tanto de la preparación como de la elección del menú, el resultado es, para mí, una fórmula mágica tremendamente atractiva y placentera para el cliente gastró. Aquél al que gusta de conocer más y que se lo pasa como dios viendo cómo se preparan o cocinan sus platos mientras se tiene la oportunidad y el privilegio de ser atendido directamente por el cocinero y charlar con él e incluso con los demás desconocidos comensales presentes en la facilidad que para ello conceden las barras sentadas y lo recogido y casero que tan escaso espacio del lugar proporciona.
Así, los consumidores, los clientes, los paisanos en general, se educan en el conocimiento y comprensión del arte de cocinar y de comer y tienen la oportunidad de, si les place y convence, pasar a engrosar las filas de los amantes de la gastronomía, la dedicación como escribo siempre, más gustosa del mundo y de la que además en Japón se puede hasta abusar al ser de fácil digestión, sana y poco engordable, aunque, eso sí, la buena, de cara, carísima.