No me resulta fácil hablar de Andoni; y no me lo resulta porque en su filosofía y su cocina, una especie de «santísima dualidad» que se antoja tan enigmática en sus flirteos internos como la clásica «trinidad cristiana», habitan argumentos tan trenzados y complejos como los del Jekyll y el Hyde stevensonianos. Como en la famosa novela, nada en realidad es lo que parece obvio. En Aduriz advertimos ahí detrás que, alambicadamente, la naturaleza se sintetiza intelectualmente y que la reflexión y el análisis culto se sustentan en premisas naturales.
Una paradoja, al igual que en el relato, que no lo es, sin embargo. Porque las fronteras, los límites, los miembros de la ecuación los ha desdibujado también Andoni en el libérrimo proceso de búsqueda de una cartografía sensorial que «anhela los extremos confines», por usar palabras de Atxaga.

Con toda esta carga metagastronómica parece normal que haya quienes abominen de Mugaritz. Como hay quien dice que Kafka era un mal narrador. Yo, con la lealtad del niño, me sigo emocionando con las vigorosas patatas caolín o con la violenta exactitud de la cocción del rodaballo. Unas porque me divierten y aun me regalan jugosidades paganas; el otro porque me lleva a esencias imaginadas, numinosamente dunsanianas.

Yo adivino en los descabellados fritos de las quisquillas una sutileza religiosa, mística, que se lanza más allá del gusto por la perfección. Giro y giro en un torbellino fuera del continuum con el salsifí liofilizado con huevas de merluza y amaranto, en un viaje híbrido con fogonazos de las cavernas y destellos de ciencia ficción. Algoritmos en dos direcciones. Una cocina cuya abstracción obliga a mirar más allá de los colores. Entiendo a quienes buscan el placer directo -yo también, a menudo-, pero en ocasiones me gusta regocijarme en bifurcadas transgresiones sinápticas.

En el cogollo tibio embebido en salmuera de vainilla aliñado con vinagre balsámico y piel de leche de «casherío», intuyo armonías y contrastes moviéndose entre la erudita locura y la entusiasta cordura. En la radicalidad del cardo rojo y «sus simetrías», como crípticamente quiere aclarar la carta, hallo lo primigenio enroscado eróticamente con lo sofisticado, lo seductor. El amor, certificó Alberoni, es sólo posible en la diversidad. El constante vaivén entre antagonismos o no. El mundo jovial y elástico del equívoco adquiere aquí, en Mugaritz, tintes de exótico naturalismo sinestésico (en matices más sutiles que las propuestas en este sentido más tecnofrívolas de Blumenthal).

El carpaccio con queso es un ejemplo. Lo que ocurre es que no va de carne, sino de sandía. El solomillo de pato yodado va incluso más allá, aunque sápidamente me parezca menos interesante. Pero quién habla de direccionalidad cuando el rollercoaster se ríe de la gravedad. Andoni es por otra parte el hipérbaton perfecto. Véase su escalope de foie gras. Y nada importa si va o no va con semillas y hojas. No es el rollo. Porque Aduriz nos muestra la inconsistencia de la linealidad cuando se atreve a quitarle al foie el «gras» y dejarnos una textura improbable, que a la postre debe ser la expresión perdida de Platón.
Y todavía más jolgorio y vértigo con la pastilla de jabón exactamente interpretada desde el cerdo y sus brillantes pompas de miel y avena…

En tiempos convulsos de ensalzamiento juvenil de croquetas, fricandó y pochas, cantemos sin temor a lo desconocido. Avancemos alegres y soleados por las «escondidas sendas» que nos han de conducir, irremediablemente, al horizonte siempre lejano de la felicidad intuida.
Mugaritz no es un mal puerto de partida.
Nota: Para maridar la visita virtual a Mugaritz de Xavier Agulló, es interesante leer el artículo Veni, vidi, vici vino, de Thomas Terstof, donde relata su crónica personal sobre los vinos que se probaron durante la cena en el templo de Andoni Luis Aduriz.