Un cuento para el camino hacia el Restaurante Total
Volvía al Celler, otra vez. Privilegio pensé. Dimos una vuelta de reconocimiento, bajamos a las catacumbas bodegueras con los hermanos Roca&Rola. Allí en un rincón, en un estante olvidado pero impoluto, una urna encerraba una rara y pétrea piedra viva, roja y fría. Pregunté. Nadie supo. Un ¡pssst, pssst! salió de detrás de mil botellas. Me despisssté silbando bajito. Garganta profunda me habló. «Mas caído bien calvete. Te diré lo que muy pocos saben». Me contó. Esto es el relato de lo oído:
“Cuentan que allá por los setenta del pasado siglo un descendente e incandescente meteorito de reducidas dimensiones proveniente del espacio muy exterior vino a caer aquí en Taialá durante una veraniega noche estrellada de San Lorenzo. No hubo ruido, nadie vió, nada cambió. De momento.
Al día siguiente los tres hermanos de la vecina casa al lugar de aterrizaje, tras sus correrías mañaneras propias de la chavalería en vacaciones, volvían muertos de hambre para almorzar lo que aquel martes les hubieran hecho de comer. Iban alegres, confiados y felices pues para ellos ese momento del día era tan divertido como cualquier otro en que anduvieran con su pandilla urdiendo cualquier inocente o malévola gamberrada. Su madre les cocinaba de rechupete y la familia hacía de la cocina su hogar verdadero.

Al entrar por el patio trasero, junto a la leñera, se dieron de bruces con la curiosa, semienterrada, sucia y esférica roca foránea. Ni cortos ni perezosos e inconscientes de su procedencia, lanzándosela y pasándosela entre ellos, entraron en casa; la iaia les reprendió cariñosamente mientras los mandaba a lavarse las manos, les quitó ‘la pelota’ y la embarcó en la candela de la vieja cocina. Al poco, cuando apenas se habían sentado todos a la mesa y empezaban ya a relamerse del riquísimo sabor que el guiso de piés de cerdo que tocaba ese día dejaba en sus dedos, de repente estalló un fogonazo y el dichoso monolito sideral saltó por los aires fuera del fuego y vino a caer dentro del puchero. La estancia se iluminó entera, ¡flash!, un leve humillo les envolvió y un gratísimo aroma, desconocido hasta ahora e inolvidable a partir de entonces, les embargó. El padre hizo de tal, alzándose y arremangándose con parsimonia, metió la mano en el pote, cogió el pedrusco y lo dejó sobre la mesa, estaba frio a pesar de su ardiente color y el calor de la olla. La familia, aún atónita, se miró entre sí durante unos segundos, pero de inmediato volvieron a lo suyo, a chuperretear los huesecillos de aquellas manitas y los de sus propios y pegajosos dedos. ¡Nunca les habían sabido tan buenas, deliciosas y sabrosas! Fue ahora la madre quien cogió la piedra, la miró y remiró interrogante, se le iluminó la cara y dijo: «La guardaremos en honor a nuestro apellido, será nuestra roca mágica: La Roca de Los Roca. Pero no se lo digáis a nadie, niños, o se romperá el hechizo y además, nos tomarán por locos». Les guiñó un ojo y añadió: «Será nuestro secreto». No hubo ruido, nadie hablo, nada cambió. De momento.”
La familia siguió con su vida tal cual, cual roca viva, y los mozalbetes creciendo alrededor de esa cocina-bar-comedor, sala de estar y de jugar de la que sus padres habían hecho un negocio de restauración con base en esa culinaria tradicional catalana que bordaba la matriarca: Can Roca-Casa Roca. Esa casa que los rocanrolaba a todos ellos, los arrullaba, mecía y amaba con la certidumbre de una roca milenaria, llevándolos de la mano desde la cuna a la cuina. Así lo sentían todos, así, todos, en justa correspondencia, hicieron de Ella el actual Celler de Can Roca, trocando aquella casa de comidas en uno de los mejores restaurantes del mundo.
Y lo hicieron desde dentro con sus propias manos, de dentro a fuera, construyendo paso a paso este peñón interior de la gastronomía desde los fundamentales cimientos de la memoria y los fundamentos de fondos y esencias. Una Roca con la serena belleza de lo único, de lo que perdura.
Un establecimiento que viene del pasado pero que vive ya en el futuro. Su reto. Que ha traspasado la realidad de la actualidad espacio-temporal para pasear por ella como Pere por su casa: yendo y viniendo a su antojo. Al igual que lo hacen sus creaciones culinarias, sin veto, ignorando la afilada pureza de los límites. Alcanzando una especie de perfeccionamiento tecnológico, industrioso y futurista, que partiendo de la tradición pasa por la mano del artesano y del artista también. Un enfoque de la gastronomía aplicada que desborda las ideas preconcebidas, que rompe los prejuicios de lo que es y lo que debe ser. La mente abierta y despierta, la memoria presente, el trabajo constante, las manos hábiles y prestas en la masa, el control del proceso, la repetición de los gestos y los resultados, la experiencia como madre de la ciencia, el cálculo exacto, la intuición pronta y creativa, la reacción sabia e inmediata, el conocimiento acumulado, el uso de la técnica y la tecnología de la industria, lo nuevo. Un camino único hacia El Restaurante Total.
De esta guisa Can Roca se hizo Roca, se hizo isla. Pero las rocas no sienten dolor y las islas nunca lloran (aunque DK sea su perfume) pues carecen de emoción. Y los Roca lo saben: todo estaba escrito y así había de ser. Ya no quieren ser superhéroes. Por eso, para alcanzar su fin hay primero que devolver a la naturaleza del azar (esa gran olla podrida), el canto rodado que ésta había puesto en sus buenas manos de cabales cocineros de la Tierra. Rodar y rodar, ese era el rocambolesco destino del guijarro; ya no les era útil. ¿Lo había sido alguna vez?: ciertamente no, pero todos atendemos alguna vez a sagradas mentiras como ésta. Hora era de volver a la senda de los humanos, de deshacer el enrocamiento y volver a sentir la calidez de lo terrenal, del acercamiento al calor de los hombres, de hacer imperfectas las ejecuciones de sus recetas y salarlas con los intrínsecos defectillos de todo mortal cocinero, momento de buscar fallos y encontrarlos en el quehacer diario para así, paradójicamente, poner orden en el delicioso desorden de nuestro apetito. Así les habló su padre entonces: «Id pues vosotros, hijos míos, a llevar a cabo esta tarea de acercarse a la falla, la de Rosas, a dejar caer en su más honda y profunda sima La Roca para que siga su avatar, pues el tiempo que le fue concedido a nuestro lado ha alcanzado su fin. Id, sólo así podréis poner la mirada en vuestro extraordinario porvenir: buscar la sabiduría que permite ser feliz en el fuego y cocinar la felicidad».
¿Cabe recrear La Cocina desde la imperfección, desde la incertidumbre, cabe?. No sé, sin duda, no sé. Tengo frío.
Cuando dejé El Celler, La Roca aún seguía allí.
Con una pequeña ayuda de mis amigos Antonio Gamoneda y Paul Simon.