En ocasiones como ésta asalta la duda. ¿Qué hacer? Sumarse a la legión de escribidores, amigos, aficionados y recién llegados que no escatimarán en elogios ante el cuerpo presente de un gran hombre o dejarlo estar y no sumarse al coro que repite frases más o menos hechas que elogian lo gran persona que fue fulano. Hoy he resuelto el dilema bastante rápido. Apenas unos segundos desde que la noticia –esta vez nada inesperada– ha llegado a mis oídos. Ha fallecido Irizar, el maestro, que dicen algunos de los mejores que aprendieron de esfuerzo, humildad y respeto a las personas, así fuera en la fortaleza de su madurez temprana o en los últimos tiempos en los que recogía la sabiduría de vuelta de todo, esa que solo se puede alcanzar a las puertas del ocaso.
Y he pensado en guardar mi tema previo para este artículo de hoy dejarlo para cuando sea, si sigue siendo relevante, y ponerme a la obra de contar algo no tan original, no tan diferente a lo que escribirán tantos otros, sin ápice de protagonismo personal, porque ni viví, ni crecí junto a él y le conocí de refilón, pero que sumado a otras voces quizás consiga ese efecto ‘ochote’ de raíz, pureza y solemnidad que tanto se merece Luis Irizar. Pienso en que tampoco conocí a Darwin ni a Chaves Nogales ni a Bill Evans. Una cosa no quita la otra. Así que esa no va a ser la circunstancia que me limite. Y aquí estoy, a ver si soy capaz de alumbrar algún rinconcillo de su vida o de su obra al que aún no hayan llegado los faroles de tantísimos –espero y deseo– en esta hora de su muerte.
Todo el mundo habla hoy de sus alumnos más rutilantes, de los jóvenes setenteros que bajo su inspiración y la de la ‘nouvelle cuisine’, que andaba poniendo patas arriba la herencia histórica de Auguste Escoffier, iniciaron una transformación de la cocina de este país que dejó para siempre de ser la del hambre. Me refiero, obviamente, al trabajo de los geniales Pedro Subijana y Juan Mari Arzak y de todos sus compañeros, los que no solo imaginaron sino hicieron realidad aquello que llamaron la nueva cocina vasca.
También los jóvenes
Pero también debemos hablar de los jóvenes, de las generaciones que ahora empiezan a llegar a lo más alto y que se educaron treinta años más tarde en la escuela de Irizar bajo su doctrina irrenunciable de respetar el producto y la tradición heredada como base de partida para cualquier descubrimiento o creatividad. Me refiero a cocineros como Luis Alberto Lera, Igor Arregi, Sergio Bastard o David Yarnoz, por citar solo a algunos de los más destacados en las últimas cuatro generaciones.
Luis Irizar nació en La Habana, hijo de padres republicanos exiliados, y antes de regresar a su amada Gipuzkoa, cocinó para Bob Dylan, Clasus Kay y Manolo Santana, entre otros muchos, y ocupó el puesto de subchef en el hotel Hilton de Londres, donde agasajó a presidentes de varios países, miembros de la realeza británica, premios Nobel o a la flor y nata de la sociedad británica. Después, comenzó a desandar el camino de vuelta y fue el primer guipuzcoano en ganar una estrella Michelin en su restaurante Gurtze-Berri de Oiartzun en 1975.
Siempre estuvo a su lado Virginia Alzugaray, su esposa y sostén de todo el artefacto vital necesario para que Luis tuviera que preocuparse solo de cocinar y enseñar. Hace unos meses ella jugó de delantera en vez de zaguera y se fue a preparar el sitio en la posteridad. Todos sabíamos que era cuestión de poco tiempo porque a Luis no le compensaba estar en este lado del espejo sin ella. Hicieron las cosas bien. Cerraron la escuela un poco antes, prepararon las cosas y se dispusieron a cambiar de aires como habían hecho otras veces. Luis no era de tremenduras ni de romper muchos platos, aunque alguna cosa dejó dicha antes del Instagram, como aquella: «no digo yo que no sea compatible el arte de la decoración con el contenido del plato, pero sin servir óleos de pintura en vez de comida».