Volver o la extraña flor del olivo

Un Comino

Volver a un restaurante que me hizo feliz siempre me depara unas horas de desasosiego. Se van alternando la excitación por el recuerdo de aquellos momentos especiales y el miedo a la decepción en la nueva visita.

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Bagá, el pequeño-gran restaurante de Pedro Sánchez en Jaén, el islote culinario en el océano de olivos, me reprodujo anteayer todas esas sensaciones una vez más, hasta el punto que bromeé con el cocinero antes de sentarme anunciándole que venía a pegarle un palo, que ya estaba bien de ser el nuevo niño bonito de la cocina española, de que todo el mundo se deshiciera en elogios hacia él, que estaba muy sobrevalorado porque en realidad por ahí casi todo está rancio y aburrido y que lo suyo solo es el soplo de un vientecillo de novedad.

La sonrisa socarrona y acogedora de Pedrito –no confundir nunca con el otro Pedro Sánchez, por favor– y las palmadas en el hombro para que yo tomara asiento ponían las cosas en su justo término de parte y parte. El miedo a sentirse defraudado se volatiliza en quince minutos. Desde los primeros bocados uno se ve obligado a mascullar frases de admiración con palabras que quedan feas por escrito y a asumir que lo ha vuelto a conseguir con otro pase que sorprende en su sencillez o en su rebeldía.

La singularidad de su cocina se explica, según yo lo veo, en los pares de opuestos en los que se asienta porque son generadores de una gran energía. Pedro es un cocinero hecho y derecho que ya ha superado los cuarenta años, pero exhibe una creatividad intacta, a veces casi virginal, porque si bien lleva toda la vida en el oficio hasta hace apenas cinco años había cocinado lo de otros o para otros, sin mostrar ni desarrollar a fondo su pensamiento propio. El intérprete se ha vuelto compositor a una edad a la que a otros ya se les ha agotado la capacidad de crear. Al tiempo, esa creatividad no se expresa como una fuerza juvenil desbocada, insolente e imperfecta, sino como una precisa, plena de templanza y pulida por el tiempo.

Una pequeña sacristía

Pedrito ha convertido Bagá en una pequeña sacristía del producto de su querido Jaén y son muchos los colegas que le miran ya como un referente en el compromiso con las gentes y las viandas de su territorio, pero al mismo tiempo huye de toda liturgia militante o reduccionista y no duda en servir mantequilla de carbón para acompañar su plato de picaña madurada o montar una pera con espuma de piel de anguilas o usar coco para hacer un ajoblanco, anatemas para muchos cocineros de ‘terroir’ que se autolimitan al producto circundante como expresión de autenticidad y pureza.

En sus platos se suceden momentos de un claro afrancesamiento elegante y controlado con otros de reivindicación de la cocina popular jienense. El buñuelo de morcilla en caldera comparte cartel con los guisantes del Maresme, que aparecen sobre una crema de mazorca de maíz asada y de nuevo mantequilla, negra esta vez. Hay momentos en los que podría pensarse, por la filosofía de sencillez y contención en el montaje de algunas de sus propuestas, que además de en Francia pasó buena parte de su vida en Japón.

Se puede ser el cocinero icónico de los productores de aceite de Jaén y exhibir un planteamiento libérrimo de la cocina, del modelo de su pequeño negocio –que le permite, como él dice, no tener que hacer croquetas ni ensaladilla para poder mantenerlo a flote– y de su vida.

La misma emoción

Cuando soy capaz de recordar sin esfuerzo los platos de un restaurante al que vuelvo, de retenerlos con precisión sápida en mi cabeza, sé que estoy ante una gran cocina. Si los que ya he comido anteriormente vuelven a despertar la misma emoción que la primera vez es que estoy viviendo uno de esos momentos que explican y justifican la afición a la comida. Uno va a los restaurantes para encontrarse con días así.

Si una remolacha cocinada en juego de ciruelas pasas y vinagre de rosas vuelve a mostrarse atrevida, sensual y delicada como aquel primer día o un escabeche de perdiz transforma la dulzura cremosa de unas quisquillas de Motril en algo distinto a cada una de sus partes se hace muy difícil pegarle al cocinero el palo que le anunciaba antes de sentarme a comer.

Y si entre los nuevos platos aparece un milhojas de raíz de apio de textura crujiente y casi etérea, cuyas delicadísimas notas anisadas dan sentido culinario a la presencia de la trufa negra, tantas veces mera ‘vedette’, el día se redondea.

Dicen que el polen del olivo no fecunda nunca una flor del mismo árbol ni de otro de su misma especie si están próximos. Vuela empujado por el viento y fecunda otros olivos situados a cientos de kilómetros. En Al Andalus a esa flor la llamaban bagá. ¿Será que pólenes lejanos han fecundado culinariamente ese pequeño restaurante que curiosamente llaman Bagá.