Pasito a pasito y con pies de plomo. Así ha discurrido la trayectoria profesional del cocinero burgalés Ricardo Temiño hasta culminar en noviembre de 2024 con la concesión de la estrella Michelin a su restaurante homónimo de la capital castellana, lo que le convierte en el segundo comedor de la ciudad con este reconocimiento, después de que hace un par de años lo consiguiera el televisivo Miguel Cobos en Cobo Evolución.
Empezó siendo casi un niño en el restaurante de sus padres, hizo un stage en el legendario Paul Bocusse y luego ejerció durante nueve años en el Landa burgalés, trabajo que compaginó con viajes a sitios tan dispares como Londres, Bruselas, Oporto o Tokio. En 2014, al cumplir los 30, dio por cerrada su etapa de formación y se lanzó a la aventura de poner en pie su propio restaurante, La Fábrica, junto a su pareja y socia Cristina Lázaro.
Consagrado a la cocina tradicional, La Fábrica se convirtió en una de las direcciones de referencia de una ciudad tan clásica como la suya. Asentado el proyecto, en 2022 tocaba el siguiente movimiento: el traslado a un hostal del siglo XIX restaurado en pleno centro. Pocos meses después, con el soporte del músculo financiero que daba llenar día sí y día también un espacio con capacidad para casi cien comensales, llegó la apuesta definitiva por un gastronómico, ubicado en el mismo local y compartiendo cocina con la casa madre. Y, en menos de un año, llegó el florón.

La filosofía gastronómica de Temiño se sustenta sobre dos pilares fundamentales. El primero, reivindicar Burgos como enclave fundamental del Camino de Santiago, inspirándose en los intercambios culturales, las aportaciones, las simbiosis y las diferentes visiones de los peregrinos, lo que se traduce en una cocina de vocación viajera. Y el segundo, consecuencia directa del anterior, no poniéndose ningún límite en cuanto a los productos a utilizar, sin importar su origen, en una clara antítesis del concepto kilómetro 0: todo vale siempre y cuando incluya algún guiño a Burgos. El nombre de los dos menús degustación que ofrece no podían, por ende, ser otros que Camino (14 pases, 90 €) y Camino Largo (18, 110).
El servicio arranca en la bodega, donde se custodian las 400 referencias de que dispone la casa. Allí el chef recibe a los comensales y departe un ratito con ellos, mientras toman a modo de aperitivo un pincho de lechazo asado (con añadido casquero incluido) y unos extraordinarios pimientos chocolate asados y confitados con un vermú casero.

De ahí al comedor con capacidad para una veintena de personas y repleto de figuritas de hipopótamos, animal que, vaya usted a saber por qué, fascina al cocinero. El muy canónico pâté en croûte es un guiño a su paso por Bocusse, en el que la finísima masa hojaldrada contrasta con la potencia del relleno (oreja, morro, foie, morcilla, orejones y pistacho).

Burgalesismo a tope en la secuencia De tapas por Burgos: esos dos emblemas de los bares de la ciudad que son el cojonudo y la cojonuda (morcilla y chorizo, respectivamente, con alegrías riojanas y huevo de codorniz) y una elegante versión de la cervantina olla podrida que rememora los orígenes de La Fábrica.
Mucho y reconfortante clasicismo en la tartaleta de bogavante con erizo y holandesa y pinchazo en el carpacho de vaca madurada con queso de los pisones regado con un aceite de trufa que anula todo lo demás. Por lo menos, es natural y no sintético, pero eso no quita para que sea una innecesaria concesión a la modernidad.

La gamba blanca con calabaza y huevas de trucha podría resultar, a priori, un plato excesivamente dulzón. Pero la aportación de un escabeche de la cucurbitácea, de jengibre y de citronela lo equilibran, le dan profundidad y lo convierten en uno de los momentos más brillantes del menú.

Muy mesetarios (con toques foráneos) los cuatro últimos pases salados. Envolvente hinojo a la brasa con beurre blanc de verdejo. Divertida sopa castellana en tres esferas (caldo de jamón, crema de ajo y yema) con teja de pan. Contundente bacalao a la antigua con sus callos, pilpil de su colágeno, kombu y un chín de caviar oscietra, como manda la moda. Y una impecable royal de cordero que demuestra la sólida formación técnica de cualquier cocinero. Acompañada, naturalmente, por ensalada.
Dos postres. Una muy refrescante sopa de mango con curry rojo y un clásico inmortal de la ciudad, casi tanto como la catedral o la morcilla, queso de Burgos con miel y nueces.
Muy recomendable el maridaje (45 €) que propone Lázaro, con vinos de la zona diferentes, inesperados, originales y sorprendentes, incluidos algunos de microproductores desconocidos que embotellan en exclusiva para el restaurante y que el equipo de sala, al que se nota sumamente implicado en el proyecto, presenta con el mismo entusiasmo que los platos.