Más allá de que el ganador, al que muy pocos recuerdan, resultase ser el catalán David García, el salmantino Fran Vicente fue una de las estrellas indiscutibles de la segunda edición del reality show televisivo Top Chef, emitida en 2014.
Por aquel entonces, Vicente ejercía como jefe de cocina en el restaurante Coque de los hermanos Sandoval. Curiosamente, al contrario que otros cocineros que participaron en el programa y tras él apostaron firmemente por la alta gastronomía (léase Begoña Rodrigo, en La Salita de Valencia; Javi Estévez en La Tasquería madrileña, o Miguel Cobo, en Cobo Stratos de Burgos, todos reconocidos con estrella Michelin), en los años posteriores, Fran ha ido dejándola de lado paulatinamente.
Tras su salida de Coque, pasó durante un tiempo por Quique Dacosta en Denia para regresar a Madrid y darle un giro copernicano a su carrera poniendo en pie El Sainete, una cervecería en la que apostaba por una apabullante oferta de cervezas acompañadas por platillos informales y tradicionales reinterpretados desde un prisma moderno.

Actualmente, mientras le da vueltas en la cabeza a la posible idea de montar algún día un ambicioso proyecto personal, ejerce como asesor e ideólogo del restaurante Élkar, ubicado en la planta 33 de Torre Emperador Castellana (donde estuvo el fallido Espacio 33), que, con sus 160 metros de altura, presume de ser el restaurante más alto de España y cuyas vistas en 360 grados de Madrid son para quedarse más ojiplático que un personaje de manga.
Para desarrollar la propuesta gastronómica, el chef ha tenido que hacer auténtico encaje de bolillos, porque Élkar es varios restaurantes en uno. Entre semana, sobre todo a mediodía, es una mesa del poder de manual, con ejecutivos y diplomáticos encorbatados. Las noches son más para parejas. Y los fines de semana no faltan familias y turistas ávidos de disfrutar de las panorámicas.
Así las cosas, Vicente ha tirado por la vía de en medio para complacer a públicos tan dispares, decantándose por una muy reconocible cocina mediterránea de producto con ligeras concesiones a la contemporaneidad, sin alharacas ni estridencias.

No puede faltar para arrancar la omnipresente ensaladilla, en este caso de ventresca de atún con salmón marinado. Bien, aunque discutible para algunos la presencia de cebolla. Menos discutible la navaja de la ría con un delicado escabeche de azafrán que potencia al bivalvo sin eclipsarlo.

Tonificante el guiso de guisantes del Maresme con cocochas al pilpil, en una combinación infalible. Tan infalible como el huevo a baja temperatura con parmentier y setas (congeladas), que no inventa precisamente la pólvora pero que, bien ejecutado, no defrauda nunca.

Impecable de punto la ventresca de atún rojo con berenjena ahumada y jugo de pimientos rojos asados (a modo de dashi japonés) que precede a dos guiños al madrileñismo. El primero, un muy sabroso taco de pechuga de pularda en pepitoria con huevo de corral y almendra tostada que evoca las casas de comidas castizas de toda la vida. Y el segundo, unos melosos callos con pata y morro a los que sólo les falta (por aquello de complacer a públicos tan diferentes) un par de puntos de picante.

Muy divertido para rematar el postre Chocolates y brandy Fundador, un juego de texturas y técnicas que, en el paladar, nos rememora esos bombones de licor que causaban furor en las bandejas navideñas familiares de los años 80.
Bodega tirando a tradicional pero en la que los más inquietos también pueden encontrar cosas como La Barajuela o un vino de paraje de la Sierra de Gredos. Y un servicio que, a fuer de veteranía, es capaz de diferenciar entre la atención (o la discreción) que requieren unas mesas y otras.
P.D. En la Torre Emperador donde se encuentra el restaurante tienen su sede varias embajadas (Canadá, Australia, Países Bajos, Reino Unido), por lo que para acceder es necesario pasar unos, a veces, engorrosos trámites de seguridad y esperar que una hostess nos recoja y acompañe. La paciencia tiene su recompensa en forma de unas vistas impagables y una comida reconfortante.