Jauregibarria, una cocina comprometida

Beñat Ormaetxea se muestra solvente en una cocina de clasicismo renovado protagonizado por la caza en Vizcaya

Raquel Castillo

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Un caserío con más de dos siglos de antigüedad acoge desde hace 27 años un restaurante distinto, singular. Lo es porque se sale de la norma de los vascos tradicionales, y lo es también porque refleja sin ambages la personalidad de su artífice. Beñat Ormaetxa es un zornotzarra de 47 años que siempre se ha mantenido fiel a sus principios, a su forma de ver la vida y la gastronomía.

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Beñat Ormaetxea

Puede que sea eso precisamente lo que le diferencia. El restaurante lleva su seño, su identidad, algo que no es impostado sino que surge de las raíces (de hecho uno de sus menús lleva precisamente ese nombre en euskera, erro, raíz). Su origen está en Amorbieta y su filosofía entronca con lo próximo, lo cercano, el producto vasco, la naturaleza que lo circunda.

Pero su cocina no es simple ni sencilla, por el contrario tiene mucho de técnica y mucho de clásica, ese clasicismo que reconcilia con el sabor, la finura y el conocimiento. Lo que nunca pasa de moda, más si adapta haciéndose contemporáneo.

El entorno natural

La bonita casona de 1803, en pleno jardín botánico de Amorebieta, es un entorno privilegiado en sí mismo. Está en medio del campo, entre prados, plantas y árboles. Una concesión que el ayuntamiento local sacó a concurso. Beñat no se lo pensó mucho, quizás porque siempre había deseado tener un restaurante en un lugar así.

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La sala

En estos años ha tenido que invertir, reformarlo y hacerse con una clientela. Hoy Jauregibarria es un espacio con diferentes ofertas gastronómicas que van desde un bar-cafetería con terraza, un bistró con un cambiante menú de martes a viernes (erro, raíz, seis platos por 55 euros de martes a viernes) que se transforma para grupos los fines de semana, y un restaurante gastronómico, Beñat Ormaetxea, con carta y dos menús degustación.

 

La vinculación con el lugar va más allá del verdor de los prados que se extienden tras los ventanales del restaurante, convirtiendo el paisaje en el mejor elemento decorativo. Porque el cocinero entiende el restaurante como un todo, unido al ecosistema natural pero también al cultural.  Es evidente en los productos que ofrece, las verduras y hortalizas de los baserris, los pescados de las lonjas de Ondarra, Bermeo o Santander, los huevos ecológicos, o la leche y el queso fresco del día de los pastores de la comarca del duranguesado.

 

Esa filosofía le lleva también a establecer una unión con artesanos vascos a la hora de la puesta en escena, el mobiliario del establecimiento, la vajilla, el cristal, los platos y recipientes en los que sirve los menús, porque busca un valor añadido que implica sostenibilidad y compromiso.

Discípulo de Martín Berasategui

Beñat Ormaetxea se formó en la escuela de hostelería de Leioa y cuando terminó hizo prácticas con Martín Bersategui. Eso le permitió conocer y aprender del gran maestro de cocineros españoles, que aglutina un importante número de cocineros de renombre que se han formado y trabajado con él a lo largo de los años.

 

Beñat fue uno de ellos, de manera que el chef de Lasarte le fichó para abrir el restaurante del Guggenheim en Bilbao. Después le mandó a Francia seis meses a que se formara en pastelería con André Mandion a Anglet. A su vuelta aún recaló un tiempo con Berasategui antes de pasar por el restaurante Aretxondo, del del grupo Andra Mari, donde permaneció durante nueve años.

 

Cumplida esa etapa profesional decidió que le había llegado el momento de volar por su cuenta. En 2007 vuelve a sus orígenes y funda Juregibarria.

La caza, su seña de identidad

Al cocinero de Amorebieta se le nota lo aprendido con Martín, esa escuela clásica tan necesaria en la cocina que pretenda ir un poco más allá. Sus platos denotan ese clasicismo atemporal que sabe evolucionar partiendo de la técnica culinaria, el producto y las armonías a la hora de trabajarlo.

Pichón asado de Jauregibarria
Pichón asado

Su cocina es clásica, sí, pero evolucionada, contemporánea en conceptos, y con querencia a los productos derivados de la caza. Una forma de cerrar el círculo con esa naturaleza que está en el centro del discurso culinario.

 

El restaurante gastronómico, el que lleva su nombre, consta de ocho mesas amplias y un reservado para cuatro personas. Existe la posibilidad de elegir a la carta o bien optar por alguno de los dos menús degustación (de 8 y 11 pases, incluyendo aperitivos y postres) que el cocinero vertebra según el mercado y su creatividad.

 

Se empieza con un aperitivo, un embutido de caza mayor que él mismo elabora artesanalmente, muy cárnico y con muy poca grasa. Para abrir boca también el buñuelo casero de conejo con su caldo, muy agradable, servido en un curioso soporte de metal y madera, creación artesana ad hoc, como la vajilla que aparece a lo largo del menú.

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Foie gras en taco, caramelo de mostaza, pure de manzana y enebro

El foie gras micuit en taco con crujiente de almendra, caramelo de mostaza, puré de manzana y eneldo, tiene ese toque clásico al que nos referimos. Un conjunto que funciona.

La degustación  (once pases en nuestro caso) prosigue con la ensalada de codorniz escabechada con brotes y encurtidos, de una acidez suave, texturas crujientes, y el ave muy jugosa, una ensalada de codorniz en versión líquida. El plato gusta al mismo nivel que el mejillón con curry de coco, gelé de vermut y aire cítrico, propuesta perfecta al inicio del menú por los múltiples matices (picantes, armargos, ácidos, yodados…) que incita a seguir comiendo.

La ligereza, una constante

A pesar de que son muchos los platos que desfilan por el menú no hay sensación de cansancio ni pesadez en las elaboraciones. Al contrario, es una cocina ligera, digestible. Quizás hay alguna excepción, como la beurre blanc que acompaña a un magnífico tartar de cigala, que además de la salsa francesa (demasiado grasa en este caso) acompaña un poco de caviar.

En verano no puede faltar el calamar (begi haundi, en vasco), de plena temporada. Lo ofrece en tallarín con su  golosa reducción encebollada y crujiente de tinta.

 

Vuelta a la caza que tanto le gusta al patrón de la casa con el ravioli (más bien raviolón) de pato sobre puré de hongos y su caldo. Plato fino, delicado, muy de la escuela berasateguiniana. Y con el pichón de Bresse (hay un uso y abuso de los platos con este ave en la alta cocina un tanto inexplicable) asado a la brasa con paté de sus interiores, bella presentación y ejecución canónica.

Ravioli de pato de Jauregibarria
Ravioli de pato

Aún hay un hueco para la carne de cordero lechal Km. 0 deshuesado con cremoso de chirivía, con su clásica demi-glace al que no se le pueden poner pegas.

En los postres, verdura

La tónica de la cocina mantiene el buen nivel hasta los postres. El cocinero de vasco intenta que esa parte del menú termine siempre con algo de verdura que le aporte frescor y haga que resulten más digeribles. De ahí su pre-postre melón, pepino, menta, que cumple con creces la idea prevista. Más en el terreno dulce, aunque comedido, el chocolate puro cuajado con salsa de naranja y helado de calabaza asada, sutilmente goloso para terminar.

Servicio amigable pero profesional y una bodega que cumple de sobra a la hora de armonizar el menú. Un restaurante con hechuras de alta cocina a un precio muy razonable, que oscila entre los 65 y los 80 euros a la carta.

 

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