Para llegar a Rocío Tapas y Sushi hay que escarbar en el callejero de Málaga. Antes, en su primer local, la referencia era la playa al oeste de la ciudad. Hubo un segundo que trepó en línea recta hacia el interior; el tercero, con el mismo color malva en la fachada que los anteriores, ni siquiera sabe que las olas existen a pesar de que en su barra haya mucho mar. A veces los restaurantes sensacionales son un garito solitario, una equis de extrarradio.
“Antes estaba a 200 metros de mi casa, luego a 600, ahora a 700”, cuenta Juan Bautista -rostro pulido, barba al quite, timbre de comentarista radiofónico- sin dejar de disponer tarros y salseras ante la tabla de corte. Esa es la única dirección que les importa a él y a su mujer, María José Mezcúa, quien atiende la sala. “¿Mudarnos al centro? Jamás se nos ha pasado por la cabeza”, dice ella. En su convicción se atisba también orgullo: han conseguido que quien quiera sentarse en su restaurante japonés tenga que entrenarse en los mapas para hacerlo. Ellos se quedan en el barrio.
Mientras preparan el servicio con el comedor aún vacío, los tenderos del mercadillo de La Luz comienzan a recoger su despliegue colorista de ropa interior, las cajas de fruta y de flores; tintinean los primeros quintos de cerveza y siguen formándose colas en las numerosas panaderías que rodean el restaurante. No dejan de entrar en él proveedores cargados de buenas noticias: ostras Gillardeau, salmonetes de calendario, alfonsiños, bolos, erizos, langostinos onubenses. Juan los dispone; los catorce cuchillos japoneses que ahora cierran filas tras él atestiguan el trabajo que les queda por delante.
Cuando en una hora Rocío Tapas y Sushi comience a recibir comensales -familiares, vecinos y comerciantes de la zona, parejas que no han dudado en cruzar Málaga para escuchar las sugerencias del día de Juan- esa materia prima saldrá en forma de bocados aliñados sin rubor y niguiris puristas sobre la barra del restaurante.
El comienzo: de las tapas de manchego a los niguiris
Los cuchillos no son los únicos que observan lo que este cocinero vocacional, curtido en restaurantes como los ya desaparecidos Mesana (una estrella Michelin bajo la dirección de Ramón Freixa) en el que ejerció de jefe de cocina o el primer Antonio Martín de Málaga, pergeña en la barra. Un bastón colgado en la pared guarda tanto silencio como lo hacía su dueño: el itamae Masao Kikuchi.
Y, realmente, con él es con quien comienza la historia.

Juan, María José y Kikuchi coincidieron en el hotel Guadalpín de Marbella, aunque maniobraban cada uno en sus distintos restaurantes. Kikuchi era el alma de Taro, una de las primeras cocinas japonesas de la provincia. Por aquel entonces ya acariciaba los 70 años, una edad que pronto comenzó a hacer tantos estragos en su cuerpo como el caso Malaya los hacía en la ciudad. Los cierres se sucedieron y el hotel fue uno de ellos. Kikuchi enfermó. Juan y María José no dudaron en acoger en su casa a aquel hombre menudo y contenido como un buen arbusto.
Cuando mejoró, y para agradecérselo, quiso trabajar en el bar de tapas que la pareja había abierto en Málaga y así lo hizo hasta su muerte en 2022. En todo ese tiempo no dejaron de cuidar de él. Y de este acuerdo tácito nacido de las entrañas, surgió una cocina en la que raciones de queso manchego, de croquetas o de pimientos de piquillo con rabo de toro convivieron un tiempo con recetas japonesas y piezas de sushi como no se habían visto en la ciudad.
El hombre sin pasado
El japonés era amigo del silencio. Atisbarle desde el comedor del restaurante, algo que sucedía en contadas ocasiones, devolvía un semblante severo que abarcaba hasta los movimientos de sus manos. Sus ojos parecían ver a través, como si ni siquiera nos percibiera en una sala abarrotada. Era un hombre, pero también un enigma. Lo era para quienes pisábamos el local con un ansia inaudita; también para Juan y María José.
Pasaron años hasta que la pareja supo del pasado de Kikuchi y no porque él les relatara su historia o introdujera anécdotas entre corte y corte de pescado. Ni una palabra sobre su responsabilidad en la introducción del sushi en España, ni un comentario acerca de que fuera el elegido para servir al emperador Hirohito en el Palacio Imperial, nada sobre las cocinas que fundó en Alaska y en Hawái -donde también escribió en una gaceta-, ni siquiera sobre Dubái o sus años en Madrid con aquel Tokio Taro que abrió en 1983 -en el que precisamente se formó Ricardo Sanz- y cuyo cierre fue un lamento.

“No sabíamos quién era Kikuchi. Para nosotros era nuestro colega del hotel, alguien que por circunstancias de la vida necesitó ayuda”, cuenta Juan mientras señala con un giro de barbilla el bastón. Sus manos palmean agua, moldean arroz y disponen encima cortes de jurel que ha marinado en vinagre negro, de una delicadísima anguila del Ebro fresca cocinada a baja temperatura, de pez limón con miso y piel de yuzu seca o de ventresca de atún rojo al que añade un revitalizante brochazo de salsa de anguila y shichimi togarashi.“Pasó tiempo hasta que conocimos su pasado. Y no por él, sino por la prensa”.
La estupefacción no cambió nada. “Era muy humilde, como buen japonés. Estaba por encima de lo que había hecho y así se ganó el cariño de toda la familia”, relata la pareja. “Mis hijas siempre decían que tenían tres abuelos. Se criaron con Kikuchi en casa”, añade María José emocionada en una de sus visitas a la barra.
“Práctica, práctica, práctica”… y silencio
Una llamada de su hermana Inma desde la cocina arranca a Juan de la barra. La vaporera ha cumplido. El cocinero deposita el arroz en el hangiri y lo despereza con su mezcla de vinagre, azúcar y sal. Arranca un ventilador y separa los granos despreocupadamente con una cuchara de madera. “Debe quedar brillante y sabroso, suelto pero pegajoso, estar al dente y esponjoso a la vez, dulce y ácido”. El arroz concilia antónimos y hasta a los matrimonios desavenidos. “Todo es práctica, práctica, práctica”. Él lo sabe: “Kikuchi tardó 6 años en decirme que me había salido perfecto”.
Si algo tuvo claro Juan con el primer cambio de local, es que quería una cocina mayor para poder trabajar más cerca del maestro. Su amigo se negó rotundamente a participar. “Me dejó tirado. Pensó que con el traslado queríamos hacer más dinero, cuando no era así. El dinero viene y se va: lo que yo quería era tener un mejor espacio para aprender de él. Intentamos explicárselo, pero no lo comprendía”. Algo después de inaugurar su segunda dirección, en una noche de comedor abarrotado, apareció canas en alto con su bolsa de arroz sin mediar palabra. Se puso el uniforme y comenzó a cocinar como si aquel lapso de tiempo hubiera durado lo que un sorbo de agua. No se volvió a hablar del asunto. Kikuchi había entendido.
Así, de ese codo con codo silencioso entre oriente y occidente, la carta de Rocío Tapas y Sushi se fue transformando. Las tapas, incluso unas gozosas costillitas de cerdo a la soja, se rindieron a la invasión -sin hecatombe- de Japón, lo que dio lugar a una barra auténtica que hoy, aun sin el maestro, sigue latiendo a golpe de enseñanzas y de producto.

El barrio de La Luz se ha rendido a la siesta. Una pareja de trabajadores llega cuando los postres ya han sustituido a los peces. Aquí hacen sus propios mochis y endulzan azukis, pero mandan los clásicos: tanto su torrija como su crème brûlée (a la que llaman Gloria, receta materna) resisten desde los inicios el Pearl Harbor japonés. Los dos hombres se sientan en la barra y la comanda queda clara: “Lo que quiera Juan”. Y Juan se pone a ello mientras María José les sirve el champán que sabe que les gusta sin que tengan que abrir la boca.
En las buenas casas sobran las palabras. El bastón de Kikuchi es un recordatorio de ello. Si se le pregunta al de Rocío Tapas y Sushi por cuál es la gran lección que le dio su maestro en cocina, no lo duda: “La sencillez. Pero no solo en cocina. En la vida”.