Alrededor del mercado de Atarazanas, en el centro de Málaga, un enjambre foráneo zumba descompasado sobre las mesas que se apilan en la acera y a las que no dejan de llegar raciones desde los puestos del interior. Señoras de corte y confección se hacen un hueco con su carro de la compra y se cruzan con matrimonios con mochila al pecho y jóvenes rubios y pelirrojos, pálidos y esbeltos; altos, muy altos. En la cercana terraza de La Malagueña siguen con los churros aunque haya pasado la hora del desayuno, y en Paco José hace rato que han comenzado a tostar almendras y a freír patatas que parece que vayan a reventar su escaparate.
También en el restaurante Palodú llevan horas los fuegos encendidos. Antes prendían a cuatro kilómetros de este nudo de calles de sensorialidad extrema, en la zona universitaria de la ciudad (Teatinos), un entorno en el que los menús degustación de Cristina Cánovas y Diego Aguilar eran, cuanto menos, una rara avis.

Allí comenzaron tímidamente con una escasa veintena de años, sus ahorros y un préstamo bancario bajo el brazo. Arrancaron con una carta de tapas de tinte internacional apta para todos los públicos. Mandaba el barrio. Después pisaron el acelerador: “Al estar a las afueras nuestro cliente potencial era el de allí. Poco a poco dimos el paso a quitar las tapas y las medias raciones, a cambiar los platos, hasta llegar a los menús degustación. Nos arriesgamos mucho”, explica Cánovas en su nuevo local, una apuesta por la ubicación, por la amplitud y por un diseño más neutro y refinado.
“Tuvimos que dar muchas explicaciones al cambiar la cocina en Teatinos. A los vecinos no les importaba el producto, de dónde lo habíamos traído, quién estaba detrás: solo se fijaban en el precio. Pero no era ético para nosotros hacer ese tipo de comida. No era nuestra filosofía”.
Perdieron clientela; ganaron otra. Se convirtieron en ese lugar al que todo buen amigo dirige cuando un visitante le pregunta dónde comer en Málaga. “Aún así, sentíamos que no nos estaban escuchando en la ciudad”, se lamenta. El golpe de gracia se lo dio el Ayuntamiento, cuando les ordenó quitar la terraza por la queja de un vecino en una ciudad en la que las terrazas se rifan y que en otras calles la institución permite que se apilen como piezas de Lego. Costó cuadrar las cuentas. La cocina, afortunadamente, seguía latiendo.
Ellos, como el palodú (la raíz leñosa y dulce de la planta de regaliz que da nombre a su restaurante y que han mordisqueado varias generaciones), resistieron la dentellada pública que casi les deja sin jugo buscando una nueva ubicación.
Misma esencia, mayor libertad
Ahora el ave cambia de nido, pero con ella también viajan su ostra con un finísimo ajoblanco ahumado, su ortiguilla -lamentablemente, ahora codium- con papada ibérica o las albóndigas de cordero. Han inaugurado con un menú degustación continuista compuesto por los sabores que han marcado su trayectoria. “Queríamos traer al centro lo que hacíamos en Teatinos, comenzar por ahí. Seguiremos trabajando en nuevos platos, pero ahora queríamos que fueran valorados los que ya teníamos”, cuentan.

La novedad es que ahora sus dos menús -13 pases (75 euros) y 16 pases (90 euros)- apenas tendrán reflejo en papel: cambiarán frecuentemente según el mercado y sus ganas de jugar. “Nos dará más libertad y al comensal la oportunidad de volver y de encontrarse con una propuesta diferente cada vez”.
En sus bases, siempre una cocina sensata con no más de tres elementos en el plato. Un hilo conductor sin florituras marcado por caldos, salsas, escabeches e infusiones que abrazan, con mayor o menor sutileza, un producto cuidado al extremo tanto en su selección -temporada, cercanía, productores vocacionales- como en su cocción.
Es el caso del memorable salmonete a la plancha, jugoso al extremo, acompañado por un gazpachuelo de sus espinas o del calamar a la pimienta y setas, en la que una salsa tradicionalmente utilizada para acompañar platos de carne sirve para alzar una pieza de textura delicada y mimada en la robata. En su fondo, el caldo del jarrete de cerdo ibérico que es otro de sus clásicos desde la etapa final en Teatinos.

Ocurre igual con los platos protagonizados con vegetales: es ya un imprescindible su pilpil de miel que durante su trayectoria ha flirteado con muchos de sus platos y que en esta ocasión acompaña a un sencillo (y sabroso) puerro al dente, o con el jugo de las hojas verdes y los tallos de acelgas que finiquita otra de sus recetas identitarias como es el de pencas con pequeños cortes de oreja como signos de admiración.

Buena parte del recetario llama a la Málaga que ahora vuelve a darles la bienvenida. No en vano, los snacks que inauguran el viaje lo protagonizan una tartaleta de trigo, cebolla y boquerón, un profiterol de pringá y un zoqué malagueño, lo que no deja de ser una de los cientos de formas -quizá más propia-, en las que se llama al gazpacho en algunos pueblos de la provincia. “No hay nada que rescatar en cuanto a la gastronomía malagueña, solo hay que recordarla”, comenta Diego, descendiente de una familia de hosteleros de la localidad de Campillos.
Un refugio en el centro
Esta pareja, formada en la Escuela de Hostelería La Cónsula, con un currículo marcado por su paso por el Tragabuches de Benito Gómez, Mugaritz, Calima de Dani García, El Lago (donde se conocieron) o Tickets de Albert Adriá (donde rechazaron un contrato por echar de menos su Málaga natal) lleva trabajando más de diez años en que su cocina hable su idioma. La llaman cocina dual. La razón es tan sencilla como que uno más uno son dos, pero al principio el resultado de esa suma parecía no cuadrar. “Cuando terminaban de comer se acercaban a la pecera en la que estaba yo trabajando y preguntaban por el chef para felicitarle. Yo les daba las gracias, pero insistían en el chef. Soy la mayor admiradora de Diego, pero somos dos”, ratifica Cristina.
Fluyen tanto en la cocina, ahora totalmente a la vista, como sobre la barra para cuatro comensales que corona uno de los dos comedores que componen el nuevo local diseñado por el interiorista Paco Lago (artífice también, entre otros, de La Cosmo de Dani Carnero o Ta-Kumi de Álvaro Arbeloa). Culmina uno el plato del otro con un leve movimiento de pinza, de espátula. Nada sale sin la aprobación de ambos. Tampoco sin la de Ana Cánovas, hermana de Cristina, jefa de sala también formada en La Cónsula, que lleva con ellos desde el principio y que comparte la misma energía apasionada de la pareja. Domina al equipo y la carta de vinos que aquí tiene la oportunidad de crecer y de seguir explorando nuevos territorios, siempre con la venia de Jerez.

Los ibéricos de Dehesa de los Monteros, las verduras de La DespensaD’lujo y de Calma Eladio, el aceite que elabora el padre de Diego y que se suma al de Castillo de Canena, el pan -buen pan que tuestan en robata- de Ana La Fantástica, los pescados y las carnes que les proveen los puestos de Natalia Soler y Medina del cercanísimo mercado de Atarazanas se han mudado con ellos al centro de Málaga, donde sí, ahora sí, se está generando un recorrido gastronómico de fondo, de fondos. La de Palodú, junto con la de Kaleja, la de Cávala o la de Beluga, es una cocina refugio en ese céntrico cruce de callejuelas en las que no se hace el silencio ni de madrugada. Una cocina tranquila en la que son los platos los únicos que hablan.