La Niña, un buen restaurante que necesita entender para quién cocina

Andrés Orellana traslada su restaurante La Niña al otro extremo de Miraflores, ofreciendo una cocina creativa y actual, bien resuelta. Lo hace en un local necesitado de una reflexión añadida que les ayude a encontrar su cliente

Ignacio Medina

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Reencuentro La Niña ocupando el esquinazo que siempre fue referencia del café Gianfranco, trasladado dese antes de la pandemia junto a la Huaca Pucllana (solo ha cambiado de local; el café, cosecha y elaboración, todavía vive un tiempo que nunca fue mejor). La Niña dejó Francisco de Paula, donde había vivido entre vacilaciones, para reabrir con una aventura de pizzas de por medio en este nuevo espacio, amplio, luminoso y por lo que veo poco aprovechado.

 

Puede que no hayan sabido contarlo o tal vez ocurrió algo que se me escapa; el caso es que el eco de su cocina no parece haber llegado al cliente. Como bien, pero como solo, y me extraña; esta cocina merece más eco, del mismo modo que el restaurante está necesitado de una reflexión añadida. Para empezar sobre los corsés que se han autoimpuesto en el uso del espacio, que llevan a hablar de los límites del propio negocio.

Vista delo comedor de La Niña. Foto, La Niña.
Vista del comedor de La Niña. Foto, La Niña.

Casi la mitad del local corresponde a la parte delantera de las instalaciones, entre la barra del comedor principal y la calle. Tiene como veinte mesas y una decoración diferente, más casual e informal, pero no han definido una propuesta para ella (una carta de aperitivos, cafés, bollería y pizzas no es una propuesta si nada le dice al cliente que está a su disposición y le invita a entrar). Lo que parece un café como lo fue Gianfranco, no abre, o no aparenta estar abierto en horario diferenciado al del restaurante para servir lo suyo: cafés, bollería o desayunos en un horario, sánguches o tragos en otro… Parece elemental, pero no sucede; los misterios de la hostelería limeña son insondables… y contagiosos.

 

Mi relación con su cocina va tomando forma por fases. La primera, cuando leo el contenido del menú degustación, que titulan ‘Un viaje atemporal’, es de duda: ceviche, tiradito, sivinche, anticucho, jalea norteña, carapulcra… El instinto manda en la primera reacción: ¿Otra vez? ¿Otro compendio de lugares comunes? ¿Otro restaurante para el turista gastronómico? ¿Otra renuncia al cliente local?

Anticucho de corazón de cordero. Foto, 7Caníbales.
Anticucho de corazón de cordero. Foto, 7Caníbales.

La segunda reacción es de sorpresa. Conforme avanzan los platos encuentro propuestas interesantes, ejercicios culinarios bien esbozados y algunos platos arriesgados y logrados (según para qué público) como el anticucho de cordero: corazón de cordero en estado puro, apenas pasado por la plancha de un solo lado, laminado fino, adobado en ají panca, exultante en su crudeza, primitivo y provocador. Un bocado ancestral, logrado, estimulante y llamativo reservado para unos pocos. No pregunté por la alternativa; siempre hay un plan B para las preparaciones extremas.

 

Entiendo que Andrés Orellana y su equipo han creado una oferta culinaria más pensada para un comensal que llega de lejos que para un público local, en busca hoy más de lo extraño que de lo propio. El boom de la cocina peruana clonó las ideas de los restaurantes (todavía lo hace) a tal punto que la reiteración de platos llevó al hartazgo. La historia se repite: crearon un menú y desarrollaron su cocina pensando en un público que no es el suyo. Empezaron tejiendo una trama identitaria que articulara su cocina y acabaron cayendo en la trampa identitaria. Buscan enganchar al público local con una cocina a la que apenas acude.

 

Ostra con tumbo y kefir. Foto, 7Caníbales.
Ostra con tumbo y kefir. Foto, 7Caníbales.

Me gustaría ver esta cocina expresarse de forma libre, sin etiquetas, y no encontrar una lograda preparación, como las almejas con crujiente de algas, que me parecen el mejor plato del menú, marcado con el apodo de tiradito. Son almejas crudas, troceadas, condimentadas con un leve toque de limón mandarina (un cítrico más sutil y menos invasivo) y crema de copoazú. Controla la acidez, que aquí deja de ser instrumental para vestirse con los ropajes de un compañero de viaje llamado a agregar complejidad, sin aniquilar la naturaleza de la almeja. Las cubren con una lámina crujiente de algas, liviana y sutil. Me gusta tanto como me sorprende el nombre; no puedo dejar de darle vueltas mientras la como, buscando algún parecido real con un tiradito. Si seguimos así llamaremos tiradito al sashimi y lomo saltado al entrecot con patatas y ensalada.

 

Las ostras de Casma con leche de tigre de tumbo y kéfir parten de la misma idea que las almejas, pero acaban con el paso cambiado. En primer lugar, un tema de nomenclatura: no son ostras sino ostiones (Crassostrea, pariente del géneroOstreae), que no son lo mismo, aunque la concha que los rodea alimenta la presunción. Confundir las dos especies equivale a mezclar papas y camotes. Anuncian ostras (no solo ellos) y en su lugar aparece el ostión, un molusco de carne densa y textura pastosa, falto del filo incisivo y afilado que exhibe la ostra. El equívoco0 trastoca el plato por sí solo.

Concha on rösti de yuca. Foto, 7Caníbales.
Concha on rösti de yuca. Foto, 7Caníbales.

Hay otra leche de tigre, que se anuncia de almejas, luchando con una lengua de erizo en una receta en la que ambos salen perdiendo, y una causa preparada con una nueva variedad de papa andina de color morado con más sabor de lo habitual pero también con excesiva textura; la falta de agua de la papa andina necesita ser compensada de alguna manera, y eso no ha sucedido.

 

El sivinche de camarones -en realidad un tartar cubierto con una espuma de hierbas andinas, condimentado con una salsa de cabezas de camarón y chicha de guiñapo- es un buen plato, atrevido y radical como el anticucho de cordero y, como este, bien resuelto. El menú crece desde ahí con una divertida concha instalada sobre un logrado rösti de yuca que alimenta la duda. ¿Quién es el protagonista del plato? ¿La concha o el rösti? Finalmente la carapulcra de cuy, ahora sí una preparación sin dudas identitarias y algunas notas que hacen diferencias: el reflejo dulce de un guindón, el estímulo campestre del hinojo confitado, la serena suavidad de la mashua, y como remate un cuy que cumple con lo esperado, carne tierna y piel liviana y crujiente.

La barra divide el restaurante de la zona cfasual. Foto, La Niña.
La barra separa el restaurante de la zona casual. Foto, La Niña.

Me gustó lo que vi y buena parte de lo que comí. Ahora espero que la cocina de Andrés Orellana sea capaz de volar libre, sin tener que demostrar su peruanidad, y en el camino llegue a entender para que público trabaja.

 

El servicio es bueno, disfruto la propuesta de vinos, y el comedor es agradable. Lo sería más si no fuera por la música de percusión que lo inunda hasta complicar la relación con el mesero; en algún momento, los timbales no me dejaron escuchar la comida.

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