La leyenda del Shanghay

Daniel Guerrero nos cuenta del Shanghay en Bucaramanga (Santander). Una casa de comidas sin carta. Una comida sin precios. El rumor dice que a la hora de pasar la cuenta, las cocineras se asoman por una ventanita de la cocina y cobran ‘según marrano’, es decir, según las pintas de cada comensal.

Daniel Guerrero

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¿El secreto? Pregúnten a doña Mercedes, si se portan bien y quiere, se lo cuenta.

Me habían hablado de una casita llamada Shanghay en Bucaramanga, Santander. Shanghay así, sin i latina ni tilde como la ortodoxia geopolítica exigiría. Una casa de comidas regentada originalmente por dos hermanas. Una casa sin carta. Una comida sin precios. El rumor dice que a la hora de pasar la cuenta, las cocineras se asoman por una ventanita de la cocina y cobran ‘según marrano’, es decir, según las pintas de cada comensal. Las habladurías también dicen que se come pantagruélica y obscenamente bien. El ya desafortunadamente desaparecido cocinero y crítico gastronómico escocés, aunque nacionalizado colombiano por méritos propios, Kendon MacDonald Smith, escribió en un par de ocasiones sobre el Shanghay. Pero la gota que colmó mi curiosidad es que la leyenda ya dura 82 años, la tercera generación asomándose tras una cortinilla.

Fachada del Shangay. Foto, Daniel Guerrero.
El luminoso verde que alumbró el cambio de nombre del Shangay y los detalles de la oferta. Foto, Daniel Guerrero.

Sol de justicia en la capital de Santander. Cuatro almas hambrientas en busca de la famosa casita. Aquí sí es, aquí no es. Las dudas se despejan ante un pequeño cartel de neón verde que reza Shanghay junto a otro gran cartel que afirma su antigüedad, advierte de su horario y especifica escuetamente los seis platos que llegarán a la mesa. La ubicación y la entrada que nos recibe no le cuadra a uno de mis acompañantes. Un dato que más tarde confirmaríamos: la pandemia y la falta de empatía de los arrendadores de la mítica casita las dejaron en la calle. El Shanghay estuvo en coma inducido durante algunos meses.

 

La fortuna y los paseos por el barrio lograron ubicar los fogones en una nueva casa que, si bien no destilaba el romanticismo de la anterior, cumplía con un cierto aire clandestino. Lo reciben a uno rejas, puertas y un cristo bendiciendo el negocio. El espacio es enorme y la decoración espartana. Los muebles centenarios de la anterior casita quedan dispersos.

Un crucifijo preside el comedor. Foto, Daniel Guerrero.
Un crucifijo preside el comedor. Foto, Daniel Guerrero.

Acomodados en una gigantesca mesa para cuatro, brindamos con Hipinto, la famosísima gaseosa local, y unas cervezas frías, y quedamos expectantes a las serias indicaciones de doña Mercedes, única alma en el comedor. “¿Comida para cuatro?” “Para cuatro, sí señora”. Nosotros siempre vigilantes y mirando de reojo la famosa ventanita. A partir de aquí, les confirmo la magnitud de la leyenda.

 

En la mesa aparecen platillos de yuca frita y otros de cebollitas ocañeras encurtidas, típicas de la región. Deliciosas.

 

-¿Doña, tiene ají?

 

-Ají no, mi hijito, pero sí una salsita picante que hacemos en la casa.

 

La salsita aparece en un antiquísimo juego de cuenquito y platillo con el viejísimo logotipo del Banco Davivienda. La cucharita plástica no es impedimento para gozarse el néctar color rojo sangre y seguir sumergiéndola como adictos, cubriendo la amarillenta y crujiente yuca antes de cada mordisco. ¿El secreto? Pregúntenle a doña Mercedes, si se portan bien y ella quiere, se lo cuenta.

Pollo sudado, uno de los seis platos del Shangay. Foto, Daniel Guerrero.
Pollo sudado, uno de los seis platos del Shangay. Foto, Daniel Guerrero.

Y cuando uno ya ha bajado la guardia y anda medio relajado y fresco, se despliega en la mesa un pantagruélico festín. Babette volvería a comprar lotería, Vatel moriría de viejo y Trimalción repudiaría las lenguas de flamenco. Frente a nosotros, cuatro platos hondos a rebosar de frijoles. Atención ortodoxos de la leguminosa “aquí se sirven en crema, con queso y sin arroz” nos canta Mercedes a la que, a estas alturas, ya tuteamos embobados. A saber: pasados de cocción, rotos pero no triturados. Con queso costeño rallado por encima, sin abusar. Cero arroz, contrariamente a lo que es costumbre en muchos lugares de Colombia cuando uno pide frijoles.

 

En un enorme plato lucen manitas de cerdo cortadas a un tamaño óptimo para el trajín de platos y regadas con un magistral hogao, el omnipresente sofrito colombiano, junto a un caldito de cocción perfecto para dejar los labios con colágeno del bueno entre mordisco y mordisco. Lo escolta otro plato del mismo tamaño con trozos de pollo sudado, papas hervidas y una salsa de esas de abrazar a la abuela con el ojo aguado. La anacrónica cama del ave son hojas de lechuga… pero hasta eso tiene su encanto. Cierra la bacanal una apoteósica sobrebarriga a la parrilla, crujiente por fuera y melosa por dentro, no apta para sensiblones de las grasitas generosas tostadas al extremo en la parrilla. En esta casa de comidas se huye de lo magro.

 

Aquí no hay postre señores. Más bien si quieren sobremesa con algún traguito.” Dejamos el trago para otro día y disfrutamos de la conversación con Mercedes. Debemos seguir desentrañando la leyenda.

Yucas fritas con cebollas ocañeras.
Yucas fritas con cebollas ocañeras. Foto, Daniel Guerrero.

¿Porqué Shanghay? En sus inicios, la anterior casa fundada por las hermanas Evelia y Rosa se llamó Teruel, pero con los años fue conocido popularmente como La Tusa, igual que una mazorca después de mordisqueada o desgranada, “entonces al restaurante se le empezó a llamar La Tusa, por los huequitos en la piel que tenía una de las hermanas” nos confiesa una ya dicharachera Mercedes.

 

Años más tarde, La Tusa resultó ser el mismo nombre que el de una casa de señoritas de moral distraída que quedaba en un cercano barrio de vida nocturna. Así que al restaurante no solo llamaban clientes para reservar, sino que empezaron a llamar esposas preguntando por sus maridos. “Salgo para La Tusa” anunciaban ellos, y las señoras bumanguesas no sabían si aquello era irse a almorzar o a retozar. Así que le pidieron ayuda a un cliente asiduo a sus frijoles y éste les propuso “innovar con un nombre muy moderno: Shanghay” recuerda Mercedes. “Creatividad extrema” opinamos con unanimidad en la mesa. Mandaron fabricar el cartel de neón y hasta la fecha.

El autor con
El autor con Doña Elsa en el comedor del Shangay.

Tras algunas confesiones más y una enjundiosa tertulia, nos atrevimos a preguntar por la legendaria ventana de la cocina y por el criterio del cobro ‘según marrano’ tras correr la cortina. Como en casi todas las leyendas, uno nunca acaba teniendo la total certeza sobre la verosimilitud de esa transmisión oral…

 

Pedimos la cuenta. Y doña Elsa, heredera de los saberes culinarios, de unos magnos fogones y de la famosa cortinilla, apareció en nuestra mesa. Compartió con extrema timidez algunas anécdotas más de este octogenario restaurante y se devolvió para la cocina a por nuestra factura. Mercedes nos advirtió que allí no había ni datáfono ni Nequi (sistema de pago por celular), ni más medio de pago que el efectivo. Y desapareció también para volver tras unos minutos con la famosa factura. Cuatro reglones escritos a mano, uno para los cuatro almuerzos y tres líneas más para las bebidas. El número de mesa y la fecha encabezan una hoja de cobro típica de los años ochenta. A pagar, 60.000 pesos colombianos por marrano (entre 13 y 14 dólares). Tremendamente buena relación calidad-cantidad. Se portaron muy bien con nosotros desde detrás de la cortinilla.

 

Nos despiden los vigilantes retratos enmarcados de doña Evelia y doña Rosa. Ojalá la siguiente generación logre alcanzar el siglo de antigüedad y el Shanghay pase de leyenda a mito.

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