A 50 años del golpe, II. Por fuera de nuestra en casa en Avenida Grecia pasaba un microbús al que mi mamá nos hacía subir a mi hermano y a mí, muy temprano los sábados en la mañana. Le pedía al chofer que nos dejará unos cuantos kilómetros más adelante, en el paradero de Avenida Matta con Arturo Prat, donde nos estaría esperando mi abuela. En la mitad del trayecto pasábamos por el Estadio Nacional, en ese tiempo convertido en un campo de concentración y tortura de prisioneros políticos de la dictadura que comenzaba.
Cómo íbamos sentados adelante, al lado del chofer, veíamos muchísima gente haciendo fila afuera del estadio, que eran familiares de los presos intentando saber algo de sus padres, hijos o hermanos. Yo, de 5 años y sin entender nada de lo que pasaba, le decía a mi hermano que seguramente iba a jugar Colo Colo (el club de futbol más popular de Chile) porque estaba repleto de gente. Mi hermano, 4 años mayor y que algo intuía ya, me apretaba la mano y me decía que mejor mirara para otro lado.
La dictadura nos cambió a todos los chilenos, qué duda cabe de aquello. Cambió la forma de relacionamos entre nosotros mismos y con nuestras comidas, como cambió la forma en que abastecíamos nuestras despensas.
Desde el 11 de septiembre de 1973 y hasta 1987, en distintos grados siempre hubo toque de queda en Chile, lo que significó el cierre definitivo de bares y restaurantes que por décadas estuvieron presente en el tejido social del país. Por muchos años, la comida, el encuentro y la celebración siempre fue puertas adentro en la casa familiar.
El nuevo modelo económico provocó, por ejemplo, la consagración y masificación de un nuevo tipo de comercio. La clase media dejaba poco a poco de abastecerse en los comercios de barrios (carnicerías, panaderías, botillerías o almacenes) y acudía a los supermercados, la primera semilla del mall, que se instalaban con fuerza en la sociedad.
A los conocidos supermercados Unicoop y Almac de Santiago, que expandían sus operaciones, se sumaban otros como Jumbo y Marmentini Letelier, y el supermercado Las Brisas, original de Temuco, empezaba a abrir locales en las ciudades grandes del sur del país.

Los supermercados fueron cambiando poco a poco la dieta acostumbrada. Apareció con fuerza el arroz y los fideos secos, lo que abarató el costo de la comida familiar que antes era de tres platos y ahora se empezaba a ser de un solo plato. Gradualmente se cocinaba menos los guisos que siempre estuvieron presentes en la cocina chilena, para ir llegando a un plato de carbohidratos que en el mejor de los casos iba acompañado de alguna proteína animal. Las empanadas del fin de semana se empezaron a comprar en las fábricas de empanadas que comenzaron a proliferar al menos por Santiago; en la provincia se mantuvo unos años la costumbre de cocinarlas en casa. Producto de la cesantía, el avance de la pobreza y la escasez de recursos (en especial durante la crisis económica del 82) muchas mujeres salieron a trabajar en carros para ofrecer las típicas sopaipillas, empanadas fritas o sanguches por el centro de Santiago.
No recuerdo bien el año, pero en un momento también a comienzos de los 80 empezamos a ver algunas verduras congeladas y un nuevo acompañamiento estrella que trae a la papa de vuelta, las papas duquesa, guarnición obligada de los fines de semana en un Chile que seguía mutando.
Si bien el pisco se bebía masivamente desde mediados del XIX, ahora se hacía mezclado con Coca-Cola, como una combinación perfecta, en vaso largo, con hielo y una rodaja de limón, emulando al internacional cuba libre hecho con ron.
Se recuerda en Santiago una boite de aquellos años llamada La Sirena, en la esquina de Irarrázaval con Vicuña Mackenna, en la que asiduos de la época reseñan que partió la moda de la recordada ‘linterna con 4 pilas’; una botella de pisco con 4 botellas individuales de Coca-Cola pedida a la mesa.
La industrialización de los procesos productivos hizo que hubiera una gran cantidad de cervezas que se bebían principalmente en las fuentes de soda. En los mesones se veían la Condor y la Royal Guard, entre otras. Nació la moda de mezclar la de barril con Fanta, que se llamó fanschop y se bebe hasta el día de hoy.
Las fuentes de soda pudieron sobrevivir al toque de queda, ya que sus peak de clientes se concentraban al almuerzo y en la tarde. En ellas se consagraron sanguches como el chacarero (carne magra de vaca joven a la plancha, con tomate laminado, porotos verdes y ají verde), las fricandelas (especie de hamburguesa más aliñada) y el lomito de chancho cocido por horas y mantenido en su espeso caldo.
En los vinos se empezó a masificar el gusto por el cabernet sauvignon y el sauvignon blanc. Recuerdo, surgiendo una especie de locura por las botellas de Gato Blanco o Gato Negro, envueltas en esos años en papel celofán. Traían un pequeño gatito plástico colgado en la botella (de color blanco o negro según la cepa) que eran peleados por los chicos de la mesa, como con la cara de diablo metálica que traía la botella de Casillero del Diablo de viña Concha y Toro atada con una cinta roja. Otro vino muy cotizado era Las Encinas de Viña San Pedro, un vino ajerezado muy pedido para las comidas con mariscos.
Los drive In, famosos en Santiago fueron una breve locura (importada seguramente de Estados Unidos) que se transformó en moda; locales que atendían parejas y familias completas que preferían comer en el auto, en una especie de bandeja que se adosaba en las ventanas en la que se dejaban los alimentos. Seguramente, la moda estaba impulsada por los autocines, frecuentes en esa época.
También hubo un boom de comida china. Aunque la comida china (cantonesa) ya estaba presente en Chile y sobre todo en Santiago, la oferta aumentó de manera exponencial desde finales de los 70 y en los 80, pasando los wantanes y arrollados primaveras a ser los predilectos en los aperitivos, como la carne mongola con arroz chaufa entre los fondos.
Un hito muy importante en la gastronomía fue la llegada en los 70 del chef suizo René Acklin, fruto de una cooperación promovida por la ONU y la OIT para la formación técnica en Chile de estudiantes en gastronomía. Rene Acklin, proveniente de la prestigiosa escuela hotelera de Lausanne se quedaría en Chile y sentó las bases de la primera escuela de cocina profesional que se formaría en Chile, en la que una generación de estudiantes tuvo la oportunidad de dar sus primeros pasos en el mundo del conocimiento gastronómico. Ese impulso fue clave para que años después Chile recibiera las primeras visitas de cocineros reconocidos, como el argentino Gato Dumas, y pudieran desarrollarse talentos nacionales como el recordado Carlos Monge o el siempre vital y actual Guillermo Rodríguez, pieza clave en la rearticulación gastronómica una vez llegada la democracia.
Con todas las restricciones de la época, en lo bohemio brillaban las parrilladas bailables, nuevo concepto que consistía salir a comer, beber y bailar preferentemente cumbia. A finales de los 70 se flexibiliza el toque de queda y las nuevas generaciones querían salir a divertirse, aunque fuera por un rato. Desde ese momento, los músicos de orquestas tropicales (que por años estuvieron sin trabajo) ven la oportunidad de un nuevo espacio laboral. La parrillada tradicional, servida en una pequeña parrilla a carbón, hacía honor al gusto por los interiores -chunchules, prietas (morcillas), ubre o longanizas- que venían con algunos cortes entonces novedosos como el asiento, el asado de tira y el lomo liso o vetado. El Chancho con Chaleco, Los Adobes de Argomedo y Los Buenos Muchachos de la calle Cumming eran los principales oferentes de la capital. Todos permanecen activos en distintos formatos.

Como toda dictadura tiene resistencia, también la hubo en forma de contracultura. La gran cantidad de peñas folclóricas (muchas clandestinas) que proliferaron por todo Chile fueron espacios vivos donde la música, la literatura, la danza, el teatro se mantuvieron a salvo como espacios de creación. A mi juicio, el punto más alto lo alcanzó el recordado Café del Cerro en el barrio Bellavista, que prácticamente fue la gran trinchera desde donde se resistió, dando un escenario a los artistas nuevos y acogiendo a los que poco a poco volvían del exilio.
Quizás la emoción que mejor resume el vivir en dictadura es el miedo. Miedo a todo y a todos. La incertidumbre sobre el futuro permeaba clases sociales y rangos etarios.
Y uno de los miedos que más se repiten era el miedo al hambre.
Chile retornó a la democracia con un 40% de la población en situación de pobreza. Los principales gritos en las manifestaciones populares contra la dictadura eran ‘Pan trabajo justicia y libertad’ y ‘A puro pan a puro té, así nos tiene Pinochet’. Daban cuenta de una pobreza que avanzaba con el hambre a cuestas. Una gran parte de la población se organizaba de manera colectiva en múltiples ollas comunes (olla comunitaria realizada por vecinos para dar comida a sus familias) repartidas a lo largo del país.
Resulta paradójico escribir sobre comer en Chile durante la dictadura con las feroces cifras de pobreza que nos dejó ese doloroso período.
El hambre en Chile durante la dictadura no da para escribir una columna, da para escribir varios libros.