Siete mesas en una abertura del mercado, una diminuta cocina a la vista, cuatro chicos que se afanan en que todo el condumio esté listo para los servicios del mediodía, dos camareras revisando detalles y una barista. De fondo, el runrún de los vendedores, y la gente que acude al persa. Así es Demo, el restaurante de Pedro Chavarría, que trabajó en la cocina de Boragó) que propone una cocina sin más pretensiones que dar bien de comer, en un pequeño local al interior de La Curtiembre, la galería de arte que se encuentra justo al centro del histórico Persa Víctor Manuel.
El persa es como llamamos en Chile a los mercados en los que se vende de todo: antigüedades, lámparas, muebles, revistas antiguas, estampillas, libros inimaginables, ropa, y un sinfín de productos de colección, habitualmente usado. El más popular es Bío Bío y está ubicado en el histórico barrio Matadero, que desde 1847 albergó al matadero de Santiago. Es un barrio obrero a la vera del matadero, que generó ocupaciones, como la del matarife, el herrero o el miliquero (recolector de grasa), y se rodeó de fábricas textiles, de vidrio, farmacéuticas, mueblerías, etc. El crecimiento demográfico y los problemas sanitarios asociados al matadero generaron nuevos ordenamientos urbanos, que obligaron al traslado en la década de los 70. En esos galpones desocupados, se establecieron mercados informales que dieron vida a los persa.

Salgo de mi última visita con una sonrisa. No ha sido la mejor de las cuatro comidas que llevo este año, pero la cocina de este pequeño restaurante abierto en enero de 2021 es de las que ilusiona. Es actual, mira de frente a los clientes estableciendo una relación comercial fluida en un barrio periférico, es divertida, respetuosa con el producto, dinámica y democrática.
El trabajo de Pedro marca diferencias. Lleva técnica y estética a un barrio en el que sería impensable encontrar este tipo de ofertas. Es un tipo con criterio. En este proyecto,100% personal aunque detrás también está Raquel Faure, su mujer, se atreve con todo. Acertará más o menos, pero siempre encuentras un sello propio. No replica platos, crea, y eso vale también para su pequeña carta de vinos, en la que maneja rarezas y pequeñas joyitas del universo vitivinícola chileno, como el chardonnay Clos Des Fous, de Malleco, aromático y floral.

La fórmula es sencilla. Un menú con dos opciones que permite elegir entrada, fondo y postre, e incluye pan de masa madre, dips, algún abre boca sorpresa, además de café de Singular Coffee Roaster. Demo solo abre sábados y domingos a mediodía y el menú nunca se repite. El precio es fijo y rond los 18 dólares sin bebida.
Este último menú empieza con un tártaro de almejas, luche (lechuga de mar) y pepino que es pura frescura. El mar está muy presente en Demo, a pesar de la dificultad para adquirir el género en Santiago. El terminal pesquero, muy cerca del restaurante, es un lugar esquivo para los pequeños emprendedores que, a pesar de pagar bien, no pueden justificar volumen.
Es temporada de bonito o monito como le llaman en Chile (Sarda chiliensis chiliensis), primo del atún de carne grasa y firme que crece en las costas del norte. Apareció en el menú en forma de nigiri, aderezado con un vinagre de arroz sutil, nada empalagoso. Muy elegante y fundente. Probé también la otra entrada fría, una berenjena con ajo blanco y nueces que toca revisar. De fondo, arroz cremoso de hongos, intenso y profundo, aunque un poquito subido de sal.

No importa, la lectura está por encima de los detalles en una cocina que muestra algunos caminos y que se hace preguntas: bajar costos de alquiler apostando por barrios alternativos, dar mayor acceso a la buena comida, descentralizar la escena santiaguina, vivir mejor siendo cocinero, divertirse cocinando…
Pedro ha roto moldes, planteando un modelo de negocio que funciona dos días, en un barrio complicado, lejos del polo natural de los consumidores gastronómicos santiaguinos. No ha sido fácil, pero ha conseguido aguantar y ya se plantea crecer.