Si Cocina Hermanos Torres (Barcelona) no es la quintaesencia de un restaurante espectacular, es sin lugar a dudas un magnífico ejemplo de ello. Un espacio sin par que rodea de mesas (y clientes) el acto de cocinar, situando el foco en la hipnótica coreografía que dibuja en el espacio un ejército compuesto por casi medio centenar de cocineros y camareros convenientemente uniformados.
Unos con esa toque blanche que cada vez vemos menos, otros con vistosas botas deportivas rojas con tres estrellas Michelin blancas grabadas en el talón. Como en un tentador avispero, todos entran y salen del gran altar central donde se ultiman y emplatan las creaciones de Javier y Sergio Torres, dos chefs gemelos, empáticos y muy capaces que planearon unir definitivamente sus caminos una vez culminadas sus respectivas etapas de formación.

Su importancia la acreditan retratos de Alain Ducasse, Santi Santamaría, Frédy Girardet, Pedro Subijana, Philippe Rochat y más luminarias colgados en el cuarto de I+D. Sólo falta la fotografía de su abuela Catalina, que fue quien les descubrió la vocación y determinó que su hábitat sea hoy la cocina.
Sus guisos alimentaron la infancia y suministran aún hoy, desde el sentido recuerdo, el chute emocional que precisan nuestros protagonistas para afrontar mil y un proyectos como comunicadores y cocineros, ocupaciones en las que sobresalen.

Ahora son ellos quienes entretienen y satisfacen a sus propios comensales con un despliegue donde caben respeto a la raíz, técnica y puentes con culinarias tan remotas como la bahiana (en Brasil), origen e inspiración de su moqueca de mejillones, gambas y buey de mar, ahora lamentablemente desprovista de los fideos que obtenían al gelificar el caldo de cocción del mejillón infusionado en azafrán.
Conocimiento, estética, sabor, academicismo y enjundia se abrazan de hecho en platos brillantes donde lomos de salmonete de roca (del Mediterráneo) se bañan en una deliciosa meunière de ruibarbo que persigue y alcanza una acidez málica, no tan cítrica.
Cordero lechal de su propia finca extremeña
El cordero lechal, de su propia finca en Extremadura, se viste de fiesta con salsa de sus huesos, trazos verdes a base de las hierbas que sirven de alimento al ganado y el complemento de almendra, flor de lirio, ciruela encurtida y crema de ajo y anchoa que aporta salinidad, como si el animal hubiera pastado a los pies del Mont Saint-Michel.

Y estalla en el paladar la kokotxa de atún a la bordelesa, rematada con hueva de esturión. “Hemos cambiado la carne normal por la carne del mar para terminar el menú”, señala Sergio.
Deconstrucción, miniaturización, concentración
Antes de la referida traca final, los Torres juegan a deconstruir, miniaturizan y concentran, lo mismo la esencia del buen piñón de Collserola, comprimida en un corte helado emparedado en galleta de arroz, que la grata y larga intensidad de la rubia gallega madurada o el alma misma de la gilda, divertida y muy lograda a modo de bombón de piparras y boquerón ahumado.
Asimismo, pueden presumir de emplatado en propuestas sin tacha como la colorista esqueixada de bacalao con encurtidos vegetales y la ensalada tibia de bogavante azul del Mediterráneo con emulsión de coral, algas y hierbas.
Y exhiben elegancia desmesurada en el tartar de calamar curado dos días en grasa de ternera (madurada a su vez durante 100 días) y sacú (la madre del sake), presentado con quenelle de caviar y finísimo consomé de ave, y convertido ya en su clásico particular.

Mientras, a la hora del postre proponen cerrar el festín con cacao y frutas: crema de limón, licuado de pera y espinaca y falsas palomitas de manzana, para limpiar el paladar; fresas silvestres del Maresme y picota del Jerte, para invocar recuerdos de infancia; diferentes texturas de cacao y sorbete a base de su mucílago, para redondear la experiencia.
Club de fumadores
Ojo, que también apetece terminar con un cóctel de su barra y pronto habrá posibilidad de hacerlo libando copas y fumando puros en el local anexo que están a punto de habilitar a tal efecto. Si el restaurante ocupa hoy un antiguo garaje o taller mecánico reconvertido en su particular nave de los sueños, la sobremesa se vivirá pronto en ese taller de motos que están recuperando como club de fumadores.
En cualquier temporada
Mucha simpatía, compenetración y talento atesoran estos ases duplicados de nuestra gastronomía capaces de dar la talla en cualquier estación. Aunque no me sobre el tiempo y cada tictac del reloj comience a jugar probabilísticamente en mi contra, ya tengo ganas de volver en otoño para reencontrarme con el desfile de producto que traen a esta casa el fresco, el viento y la lluvia.
Aún tengo clavada en la frente la imagen y el sabor del arroz de becada cubierto de trufa, y de un sápido y rechoncho carabinero que aquí no resulta anodino. Difícil olvidar también cómo lo emocional invade el plato elaborado con la cebolla de Fuentes de Ebro (única amparada por una denominación de origen protegida) que cultiva su padre.
Suma la posibilidad de un maridaje seleccionado por cuatro sumilleres entre más de 1.000 referencias de vino, además de un servicio a la altura, y sales de allí sabiendo que has vivido una velada ciertamente especial, más allá de tecnologías, discursos alrededor de la sostenibilidad o de apreciaciones sobre la afabilidad de los hermanos.
Todo reconocimiento, pretérito, presente y futuro está más que justificado.