La revancha de Maxi Rossi: el cocinero que merecía el éxito

En Picarón, su primer restaurante propio, Maxi Rossi demuestra técnica y experiencia en una propuesta de platitos pequeños y sabores intensos. Un restaurante que nació modesto pero cada día crece en ambición y sorpresa. Un indispensable de la nueva cocina porteña.

Rodolfo Reich

|

El especial del día es magret de pato. “Es pato pekín, el que se consigue en el país, pero nuestro proveedor los hace crecer un poco más que lo común. Lo colgamos una semana en cámara, lo limpiamos cada día. Luego sacamos las patas que van a un confit y al cofre le damos tres o cuatro días más de frío. Con una agujita pinchamos bien la piel para que sude y pierda grasa. El día que lo ofrecemos, le damos temperatura ambiente, después lo pintamos con miel de naranja, lo rociamos con especias y va entero en horno: me gusta cocinarlo con el hueso. Finalmente lo dejamos reposar unos veinte minutos y recién ahí va al plato, con un puré de membrillo y fondo de cocción. Como hacemos el cofre entero, salen dos porciones: los camareros saben que, si venden una, tienen que vender la otra rápido”, cuenta Maximiliano Rossi, cocinero y fundador de Picarón, uno de los restaurantes más interesantes que tiene hoy Buenos Aires.

El salón de Picarón. Foto
Comedor de Picarón, un lugar pequeño pero exigido.

En esas pocas palabras, Maxi da cuenta de su apego a la técnica y al trabajo meticuloso, incluso cuando su destino sea un restaurante que, a simple vista, no es el típico restaurante de lujo. Es que Picarón nació en pandemia, modesto y económico, pensando solo en los almuerzos diarios. Hoy, manteniendo una inmejorable relación entre precio y calidad (se puede almorzar por 8 euros, una cena muy completa costará hasta 30), aprovecha el éxito logrado para crecer en horarios y propuesta culinaria, con una carta cada día más trabajada.

 

Picarón es el primer restaurante de Maxi, donde más allá de tener socios inversionistas, él toma las decisiones. A diferencia de la mayoría de lugares nuevos, comandados por una generación joven y ferozmente ambiciosa, se trata de un cocinero con más de 20 años trajinando fuegos y espacios, tanto en Argentina como en Europa. Un cocinero que supo brillar y supo fracasar, sin encontrar un destino que, creía él, debía ser necesariamente brillante. “Cuando fui a vivir a Europa, imaginaba un futuro de estrellas Michelin. Al volver a la Argentina, resigné eso, pero igual seguía con la idea del prestigio, del reconocimiento”, cuenta.

“Cuando fui  a Europa,

imaginaba un futuro

de estrellas Michelin.

Al volver, resigné eso”

La historia de Maxi merece ser contada, por las idas y vueltas poco usuales que fue transitando, no sólo a través de continentes sino más aún de estilos y objetivos de cocina, pasando de vidrieras de lujo al anonimato del escritorio. Nació de casualidad en Brasil, con padres exiliados de la dictadura militar en Argentina. De chico, con la democracia instalada, volvió a Buenos Aires, donde estudió cocina. A fines de los 90, con 20 años de edad, armó la valija y se fue a probar suerte a Barcelona. “No tenía contactos ni visa: fui a tocar puertas”, dice. Lo contrató un chef francés clásico, que mantenía una idea verticalista y estricta en su brigada. “Aprendí mucho, incluso de cosas que no me gustaron. Era un restaurante del año 2000 con un régimen de trabajo salido de los 80 y una cocina de los 70. Tenían cosas de cocinero cansado, mucha carne con guarniciones a base de papa. Y no faltaban los gritos e incluso algunos golpes”, recuerda.

 

Siguió un recorrido que sumó millas y estrellas, pasantías no pagadas y trabajos mal pagados. Su gran mentor y hoy amigo fue Alain Guiard, con quien trabajó en un pequeño restaurante de hotel, en las playas de Calafell. “Estaba en la partida de pescados, teníamos productos increíbles. Me metí de lleno en esa exigencia, quería romperla. Alain significó mucho para mí”.

Alcauciles con cremoso de papa, lardo y garbanzos fritos. Foto
Alcauciles con cremoso de papa, lardo y garbanzos fritos.

Ya en pareja con una mujer argentina, decidieron volver al país y empezar de cero. “No conocía a nadie, tiraba currículums y nada. Un día lo conocí a Fernando Mayoral, él me contrató para Thymus. Ahí empecé a meterme en el ambiente de la cocina argentina”. El gran salto lo dio un poco más tarde, contratado por Mauro Colagreco para trabajar bajo las órdenes de Fernando Hara en Unik, restaurante de vida breve y huella profunda en la escena local: en 2013, en la primera edición de Los 50 Best Latinoamérica, Unik entró en el puesto 40. “Hay momentos donde algunas cocinas logran armar un equipo espectacular. Eso sucedía en Unik. Era una fiesta, teníamos libertad, teníamos tecnología, trabajábamos con pato, conejo, perdiz, codorniz, ciervo, cordero, cochinillo…”.

 

La fiesta, como pasa tantas veces, no duró. De precio alto y diseño grandilocuente, Unik sucumbió a las crisis del país, con un cierre complicado que dejó malas sensaciones y enojos. Para Maxi fue un golpe: había nacido su segunda hija y decidió tomarse tiempo en calma, trabajando como chef consultor de una marca de electrodomésticos, haciendo recetas para el arquetipo de amas de casa. Luego, en pleno boom del rubro, dirigió una hamburguesería con mirada de alta calidad (“hacíamos procesos que nadie más tenía, tanto en las carnes como en los aderezos caseros”); pasó luego unos meses por la largamente anunciada apertura de Anchoita (se fue antes de que finalmente abriera), y más tarde se lo vio en Sacro, lujoso restaurante de cocina vegana, donde estuvo al mando de un equipo de 18 cocineros. “Primero dije que no, mi especialidad eran las proteínas, pero luego pensé que ese límite sobre las carnes podía servirme para explotar una creatividad apagada”.

 

La revancha

 

Tantas idas y vueltas podrían haber terminado mal; un cambalache de experiencias con finales no siempre felices. Por suerte para sus comensales, este camino desembocó en Picarón, resumen de tanta curva y contracurva. Ubicado en el barrio de moda de Chacarita, pero no en la zona central sino en un poco atractivo cruce de avenidas despojado de cualquier atisbo de glamour, este restaurante nació apuntando a almuerzos rápidos y de buen precio para el edificio de coworking que tiene por encima. Con la idea de mezclar sabores (de Latinoamérica, de Asia, de Argentina, de Francia, de España) sin atadura a ninguna tradición, los pequeños platos que comenzó a ofrecer Maxi Rossi pronto circularon -literalmente- de boca en boca: un aguachile de lisa, unos picarones peruanos con n’duja, un vitel toné de bondiola ahumada (el ahumador fue parte de la indemnización que se llevó de Unik), una palta tatemada con pan naan y mezcla de frutos secos, entre otros.

Magret de pato con puré de membrillo.
Magret de pato con puré de membrillo.

“Eran los primeros meses de pandemia, no había muchas novedades, y Picarón llamó la atención”, explica Maxi. Desde ese arranque cuidadoso, con un minúsculo equipo de tres personas, el restaurante no dejó de crecer. Hoy cuenta con 21 empleados que atienden hasta 200 cubiertos en un día (el salón admite hasta 45 personas dentro y otras 20 en la vereda, y abre mediodía y noche con carta completa), ofreciendo una carta consolidada donde las novedades se dan en platos especiales que suman de manera caprichosa, según mercado y proveedores. Esta semana llegan por ejemplo los primeros alcauciles del otoño y los preparan con un cremoso de papa, lardo y garbanzos fritos. También aparecieron los hongos de pino frescos, que sirven con espuma de parmesano y huevo a baja temperatura. Son todos platos pequeños y de sabores intensos (la intensidad es omnipresente), pensados para compartir, que se suman a la lisa ahumada con krein y miso de poroto aduki, a la melena de león anticuchera, a los topinambur con crema de tofu y quinotos, a la arañita (corte de carne vacuna) con ahumado leve y grasa intramuscular.

“Son los fueras de carta

los que dan diversión al lugar,

lo que nos permite jugar”

“Aprendemos de manera constante, creciendo y armando equipo. Tengo gente desde el día uno, como Diana, la manager de todo. Y estoy contento porque los chicos que trabajan acá quieren quedarse, varios tienen ya más de un año; eso hoy en el mercado es mucho”, continúa. Respecto al comienzo, admite: “Sí, arrancamos muy baratos, quería tener un lugar que se llene. Y había muchos productos (ostras, chernia –Polyprion americanus-, pato, algunos hongos) que no me animaba a comprar porque pensaba que eran invendibles para un local así. Ahora ya se soltó el collar: entendí que cualquier cosa que compré para un especial del día, alguien lo va a pedir. Y son esos fueras de carta los que dan diversión al lugar, lo que nos permite jugar todo el tiempo sin complicar la lógica de cocina y despacho, que debe ser siempre veloz y aceitado. A la vez, si bien cada día hay especiales, también tenemos cinco platos que no cambiamos desde el día que abrimos, ya son nuestros clásicos”.

Platitos de Picarón.
Platitos de Picarón.

Maxi Rossi entendió el lugar que puede y quiere ocupar en la gastronomía local. Ya no intenta ser la estrella de la escena, calmó ánimos y tratos (“dicen que la gente no cambia, pero cambié: antes era de gritar mucho, de pegar alguna patada a una heladera; hoy entiendo que eso no sirve para nada, que somos todos laburantes intentando sacar un despacho”) y ubicó sus deseos: “Cociné con Colagreco en casas privadas de Punta del Este, hice hamburguesas y saqué fotitos a platos en mi casa para amas de casa… ya perdí los miedos que podía tener. Tenemos platos que exigen técnica y trabajo -por ejemplo, hacemos una focaccia de 24 horas tan sólo para convertirla en migas de un pangrattato– y otros que son muy simples, como los choclitos que ofrecimos en verano o el actual helado de azafrán”.

Picarones con n'duja.
Picarones con n’duja.

El futuro suena promisorio: Picarón crece en estructura (sumó cava de vinos vidriada, mejoró vajilla y cristalería), el equipo está consolidado, incluso Maxi se dio tiempo para un par de consultorías (trabaja para dos restaurantes veganos, uno en Madrid, otro en Buenos Aires), el público acompaña. De acá a tres meses, anuncia como primicia, abrirá un nuevo restaurante, en la zona del Barrio Chino: “Se llamará Ultramarinos, jugando con el mar y con esa idea de los locales de ultramarinos que vendían especias y productos del mundo. Será una parrilla de pescados muy bien puesta, con libertad de condimentar como quiera, con algo de parrilla vasca, de tiradito peruano, de sabor asiático. Un lugar donde servir un pescado entero según sus partes, el lomo, la aleta, los cachetes, la panza. Es increíble que en pleno Barrio Chino, donde muchos conocimos la variedad de pescados que hay en Argentina, no haya ningún restaurante de pescados (solo hay sushi)”.

 

No hay dudas de que Maxi Rossi recibirá -ya lo está haciendo- ese reconocimiento que tanto anhelaba en sus inicios, más allá de su bajo perfil, de una timidez que todavía provoca distancias. Es raro verlo en eventos gastronómicos, no suele cocinar en restaurantes ajenos, no enuncia discursos de palabras graves. “No soy muy social y tampoco quiero levantar banderas de nada. Estoy convencido de lo que me gusta hacer, pero no tengo la necesidad de contagiar a nadie de eso que pienso. No me sale ni tengo el tiempo. Igual, ya está: nadie me va a elegir como chef revelación, tengo 43 años, es tarde para eso”.

Max Rossi. Restaurante Picarón.
Max Rossi, creador del restaurante Picarón.

El restaurante lleno y los comensales contentos es el mejor objetivo al que puede aspirar un restaurante. Eso muestra Picarón hoy: un lugar pequeño pero exigido, que detrás de su aparente simpleza esconde técnica, conocimiento y experiencias.