Existe una expresión en castellano, intraducible a cualquier otro idioma del mundo, que define a la perfección un determinado estado de ánimo: ‘dar pereza’. A priori, da pereza ir a comer a una villa como Tomelloso (famosa por ser el mayor centro de producción de alcohol vínico y poco más), en la provincia de Ciudad Real, a un local situado en las afueras y en la primera planta de un complejo de salones de eventos. Pero, una vez que se vence esa pereza y se conoce Epílogo, vale la pena. Y mucho.
Vaya por delante, Epílogo es a día de hoy uno de los restaurantes más notables de una región en imparable crecimiento gastronómico, como Castilla-La Mancha. Al frente se encuentran los hermanos Rubén (chef) y Ramón (sumiller) Sánchez-Camacho, quienes se dieron a conocer desde El Bodegón, el negocio familiar de Daimiel, y se trasladaron a Tomelloso en otoño de 2019 por una serie de cuestiones económicas, y sobre todo porque el local se les había quedado pequeño.
Aquí se ocupan de la organización de todo tipo de eventos, al tiempo que gestionan el restaurante. Un restaurante que reivindica el territorio y la tradición culinaria de la zona desde un prisma de vanguardia, convirtiendo una cocina humilde y casi de subsistencia en una propuesta lúdica y repleta de hedonismo. Digámoslo ya, comer en Epílogo es, antes que nada y por encima de todo, divertido, muy divertido.
La propuesta diseñada por Sánchez-Camacho junto a su mano derecha César López («nuestra relación no sólo es una fusión de ideas, es él quien me dice que no, que es lo más importante», afirma) y ejecutada por el equipo en una cocina vista que antecede un comedor alargado, desbordante de luz natural gracias a unos inmensos ventanales, se vertebra alrededor de dos menús degustación, ambos con unos precios más que ajustados –45 euros el corto y 70 el largo-, que cambian con más frecuencia de lo habitual.
La primera parte del viaje, compuesta por los aperitivos y los entrantes, es excitante, con un estimulante ejercicio de creatividad y libertad, tanto en las texturas como en las técnicas utilizadas y en las presentaciones, pero siempre con sabores prístinos y bien definidos. Así sucede en la potente y delicada mantequilla de txuletón y anchoa, la galleta con gacha jang, con guiso de ciervo, fina, ácida y picante, o el inmejorable parfait de entrañas de perdiz.
Más bocaditos. La Flor manchega es una masa de tinta de calamar con espuma frita y foie gras curado. La Matanza consiste en bacon deshidratado y secado, frito con gel de chorizo y huevo. Todo el sabor, cero pesadez. Tabernaria al máximo la galleta china de gambas con trucha, piel frita y wasabi, y una croqueta de jamón de concurso. Mucho terruño en la sopa de ajo en buñuelo, en la orza, donde un chorizo de lubina se macera en una solera de tres grasas (dos vegetales, oliva y girasol, y una animal, de cerdo ibérico), y en la galleta de cangrejo de río con atún rojo, alioli de guindillas, acedera y un jugo de pipirrana para tomar a buchitos.
El bocata de cordero, con un pan chino (recuerda al clásico gnocco fritto que se usa en Emilia Romagna para acompañar los embutidos y es, a su vez, una suerte de churro) relleno de una finísima paletilla confitada y mayonesa de café y un espárrago ‘entre Daimiel y Malagón’, pelado, licuado con las sobras, cocido a baja temperatura y braseado con un beurré de las propias sobras cierran la festiva primera parte del menú, para dar paso a la segunda, más previsible y algo menos emocionante, aunque no exenta de algún momento brillante.
Brillantes son las clásicas alubias con perdiz, reconvertidas en albóndigas de ave y crema de la legumbre. Si se pudiera, me las tomaría de plato único, repitiendo varias veces. O las mollejas de ternera con parmentier de zanahoria y hoja de sisho.
Son menos brillantes, en cambio, el discutible shiitake encurtido con salsa de soja, jengibre y miel, en el que el excesivo dulzor se lleva todo por delante, y el salmonete a la brasa con coliflor, jugo de sus espinas y nabo en el que la nata de la salsa desvirtúa la calidad del bicho. La dichosa costumbre española de terminar los menús con carne, sí o sí, nos lleva a dos platos tan correctos como prescindibles, la royal de pato con foie gras y piñones y el solomillo macerado en un majado de pimentó y ajo. Son dos de las pocas concesiones que el chef hace al público más conservador.
Entre los postres, no hay que perderse el risotto de piñones con queso manchego y crujiente de miel, Mancha en estado puro llevada al siglo XXI, ni la versión fusionada de las natillas de toda la vida que es el flan de huevo y leche de oveja con nueces caramelizadas al estilo cantonés. De esta forma refrescante y no excesivamente golosa se cierra una fiesta de casi tres horas de duración que, dicho sea de paso y en honor a la verdad, no sería lo mismo sin la selección de vinos de Ramón. No sólo es una enciclopedia y gestiona una gran bodega sino que se mueve en perfecta sintonía con la cocina, transmitiendo en todo momento una incuestionable complicidad con su hermano.
Según la RAE, epílogo es la “recapitulación de lo dicho en discurso”. En Tomelloso, al contrario, epílogo es sólo el principio de una aventura que, visto lo visto, se antoja larga y fructífera.