Redescubriendo Madriz

Tribuna

Un provinciano descubriendo el Madriz más castizo.

La verdad es que me considero un provinciano y las veces que he viajado a Madrid han sido, prácticamente todas, por trabajo o por visita cultural, y en ninguno de los dos casos me propuesto pasearme por la capital más gastrocastiza. Me refiero a recorrer la cara canalla y del buen comer que destila la urbe, con una alardeada fama de buen tapeo y donde se dice que siempre hay ambiente y gentío con ganas de fiesta. Un servidor, asesorado por dos compañeras del buen comer, Sandra una castiza de raza y Claudia una cántabra bien afincada en la metrópoli me propuse descubrir ese anhelado Madriz.

 

Viajé a la capital disfrutando la buena conexión de una nueva línea de low-cost de tren de alta velocidad, en la que tuve que rechazar una apetecible ración de tortilla de patata (modo ladrillo) a un precio de cabina de avión, con el objetivo de dejar a salvo el disfrute que me esperaba nada más apearme en la estación de Atocha.

 

Mi primera parada era el barrio de Lavapiés, con un nombre de origen incierto. Se cree que proviene del desnivel existente hacia el rio Manzanares, que provocaba muchas veces su crecida, mojando los pies de los viandantes hasta los tobillos, que debían ir a la fuente a lavarse. Las posadas de la época obligaban a los clientes a lavarse los pies antes de entrar. Un servidor, se paseó con los pies bastante limpios por la calle de Argumosa para ver el ambientillo que se respiraba en aquel barrio obrero, hasta sentarme en un clásico e icónico restaurante de la zona: el Achuri. El local reflejaba en sus paredes de obra vista la lucha obrera y feminista, defendida durante décadas. Las mesas y sillas de madera albergaban jóvenes, familias y todo tipo de vecinos que hacían del Achuri un lugar de encuentro cálido y auténtico. La oferta destila la realidad de las culturas que comparten el barrio. Se puede comer desde un cocido a un arroz con bacalao, de unas croquetas con jamón a un falafel, o de unas bravas a unas papas con mojo.

 

Aparte del contexto y el ambiente destaca el trato del servicio; como dirían del emérito, muy campechano. Una de mis debilidades es observar los baños. En este caso, un par de puertas sin cartel que segregaran por sexo daban paso a unos aseos curtidos por el trasiego de los clientes y alicatado por los mismos pasantes con un mosaico de pegatinas con centenares de eslóganes, reivindicaciones o siglas de asociaciones de lucha social.

 

Al salir, seguí la calle repleta de terrazas y solo girar a mano izquierda encontré el mercado de San Fernando. A priori parecía un mercado de los de siempre, pero aquí las paradas de vendedores de pescado o encurtidos conviven con artesanos o espacios donde puedes comer y beber con una oferta variada y multicultural. Me intereso por el puesto de salazones, que ofrece boquerones o encurtidos con una caña. Lo mismo pasa con el que despacha carne. Me apetece mucho sentarme en un puesto con un cartel conocido, Yan Ken Pon; me llama especialmente la atención su biblioteca japonesa, que entre muchos ejemplares luce el libro de Roger Ortuño, los mangas que tanto gustan a mis hijos y una retahíla de fotos de gente durmiendo en diversos espacios en las calles de Tokio. Singularidades que me atrapan y me empujan a probar su ramen, el onigiri y su chirashi en un formato de menú del día correctamente realizado.

 

Buscaba el bocata de calamares, imprescindible para llegar a enamorarme de esta estoica ciudad, y tenia dos referentes, ambos situados en uno de los callejones de acceso a la plaza mayor lugar donde según me han dicho se puede hacer un relaxing cup. A pocos metros, el aroma a fritanga de la buena impregnaba el ambiente. El perseverante aroma provenía de La Ideal y La Campana. Elegí la segunda por una cuestión de amor a primera vista (mía y la de algunos otros turistas bien aconsejados).

 

Me quedé embobado observando los procesos sistematizados y el nivel de especialización que presentaba aquel sencillo local. La Campana ofrece a los parroquianos unas reducida carta de elaboraciones vinculadas a la fritura, la gran mayoría en bocadillo o en raciones. Tras la preceptiva espera, recibí el preciado bocata de calamares, pero cual fue mi frustración cuando, al pedir al camarero un buen chorretón de salsa, preferentemente alioli, no la esparció con un apasionado biberón, sino que se limito a señalarme un recipiente con sobrecitos de salsa. Todo mi líbido se crujió en mil pankos. Dejando a un lado el traspié, destacaría la calidad de la fritura, se notaba la mano y la pericia adquirida por la experiencia.

 

El bonus track de la zona es el mercado de San Miguel, un parque temático gastronómico; un mercado totalmente transformado en pequeñas paradas con una oferta muy variada de comida, que se degusta en forma de pincho o tapa con su correspondiente maridaje -bueno, igual me he venido muy arriba-, con copas vino y cerveza. Se me puso la carne de gallina al ver el ambiente y la oferta, una felicidad máxima que me permitió dar un paseo por el mundo con degustaciones que me abrumaron. Lo de los mercados lo dejamos para otro día.

 

Mis asesoras insistieron en que otro de los imperdibles gastromadrileños, se agrupaba en la zona de La Latina: un paseo gourmet. La primera parada pautada debía efectuarse en uno de los garitos de la Cava Baja y el elegido fue el Bar Salamanca, unas tapillas que nos permitieron abrir el apetito para un apoteósica tarde noche, que nos llevo a la ruidosa y genuina Casa de las Navajas, donde pudimos disfrutar raciones, tapas y los gritos de los camareros que generaron un ambiente bullicioso de esos que no dejan indiferente y que vuelven a uno más humano. Quedaron atrás las distancias y hábitos adquiridos en el confinamiento.

 

La sobriedad castiza la pude respirar en La Paloma, un pequeño garito en forma de tubo con barra larga, donde se pueden tomar platillos de marisco. La especialidad son las gambas, cocidas o a la plancha, caracoles, boquerones, mejillones y algo más de concha según el día. Marisquería de barrio plagada de carteles taurinos que me acercaron al talante y la bravura que subyace en la capital. Sentado en la barra de la Paloma, me sorprendió el arte diestro de los dos camareros que usando un palillo con agilidad y puntería, pinchaban uno a uno los mini boquerones que ofrecían para acompañar la consumición.

 

Se que lo estáis pensando, pero no me olvidé de ningún tópico. Desayuné porras azucaradas, comí merengues empalagosos con el pertinente temor a que mi padre, culé de sangre, me pudiera desheredar, y goce de las rosquillas de San Isidro que adquirí en una pastelería muy cercana al lugar más cool del momento –Matadero-, que aunque no sea un enclave gastronómico, fue uno de los lugares de los que me prendé fuera del itinerario.

 

La gran ciudad no me defraudó. Me han encandilado sus entrañas más populares, que ofrecen una oferta gastro sin preguntar de donde viene uno. Comer y beber rico no resulta difícil ni es una cuestión snob, aunque haberlos haylos. Sobre todo si tiene uno la suerte de estar bien asesorado para sortear las trampas para turistas que abundan, como en todos los lugares.

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