Cuántas páginas de la historia reciente de España se habrán escrito alrededor de un plato y un mantel, en esas mesas del poder que empezaron a proliferar a partir de la guerra civil, sobre todo en Madrid por aquello de ser la capital. Políticos, empresarios, clases dirigentes, comunicadores y alta burguesía tomaban decisiones fundamentales para el devenir del país amparados por la discreción y la intimidad que proporcionaban los salones reservados, envueltos en lujo y reconfortados por una alta cocina burguesa, generalmente de inspiración europea.
Hablamos de sitios como Club 31, Jockey, Horcher, Zalacaín, Jai Alai o Las Cuatro Estaciones. Algunos siguen entre nosotros, porque han sabido adaptarse a los cambios de usos y costumbres, con detalles tan nimios y tan importantes como prescindir de determinadas exigencias de vestimenta. Otros se quedaron por el camino, y a cambio han llegado a la escena capitalina nuevas mesas del poder, que también tienen mucho de ver y ser vistos. Al público normal le encanta pensar que se codea con las élites, siquiera durante un par de horas y, por supuesto, en mesas separadas… La más destacada de todas es Saddle.

Su nombre mismo ya es una declaración de intenciones, porque significa silla de montar, en un evidente guiño al mítico Jockey inaugurado por Clodoaldo Cortés en 1945 y que ocupó el espacio en el que ahora se asienta Saddle durante más de seis décadas. La nueva marca abrió sus puertas en otoño de 2019 tras una reforma faraónica (más de seis millones, se dijo en su momento). En la planta baja, una barra de coctelería para recibir y un enorme y muy luminoso comedor con materiales nobles como mármol y madera que incluye un jardincito. En la planta superior, cinco discretísimos privados, de diferentes tamaños y capacidades.
Al frente de los fogones, Adolfo Santos, un cocinero dotado de un sentido común excepcional, con una sólida formación clásica y cierto gusto afrancesado, que pasó antes por Santceloni y fue durante muchos años la mano derecha de César Martín en Lakasa. Él es el responsable de una carta que revisa y actualiza la cocina tradicional sin estridencias, a partir de una cuidada estacionalidad de los productos, y que cuenta con varios clásicos inamovibles e infalibles (callos, steak tartare, jarrete de ternera homenaje a Santi Santamaría o un apabullante pâté en croûte) y no rehúye las inevitables concesiones a la ostentación, como el caviar del Caspio. La carta tiene mucho más predicamento entre los clientes que el menú degustación, en una proporción de 3 a 1, según cuentan en el local. El hecho de que se puedan pedir medias raciones de prácticamente todas las propuestas tiene mucha culpa de ello.

¿Cuáles son las propuestas de Santos para la primavera 2023? Por ejemplo, un espárrago blanco de Tudela con sabayón al amontillado y gazpachuelo escabechado, con una pizca de caviar que aporta un punto de salinidad marina excepcional. O un mar y montaña de categoría como el guisante lágrima con tartar de calamar de potera y emulsión de perifollo y menta. O una ensalada tibia de bogavante a la brasa con suquet del propio bogavante, salsa de naranja y pimienta de Timut, en el que el cítrico quizá tiene excesivo protagonismo.
La anguila ahumada con pencas de acelga y velouté ibérica al palo cortado y aceite de perejil es una elaboración que nos remite, sí o sí, a la bistronomie parisina y que sorprende porque la anguila no es precisamente habitual en comedores de este tipo (sus crías sí, pero ésa es otra historia, porque ya ha terminado la temporada). Un plato potente, untuoso y persistente.

La potencia y la persistencia que se repiten en el risotto con colmenillas y foie-gras al oloroso, receta italoafrancesada en la que el chef demuestra, una vez más, que la versatilidad de los vinos generosos juega un papel fundamental en su cocina. El rodaballo gallego con escabeche de aceituna de Campo Real y puré de chirivía, y las mollejas a la jardinera con verduras de temporada y salsa de alcaparras son un cierre proteínico impecable de la parte salada, en el que se cumple la máxima de que lo mejor que se puede hacer con una buena materia prima es no estropearla.
Antes del postre, se presenta una mesa de quesos que da pie para hablar de uno de los hechos diferenciales de Saddle: los detalles. Además de la citada tabla de quesos, que incluye alrededor de 30 variedades afinadas en la casa y de los cócteles creativos que se preparan en la barra de la entrada, están el enorme cono de mantequilla que funciona a modo de aperitivo y se sirve como si fuera un kebab, junto a un surtido de panes, la mesa de servicio del café (procedente de Ruanda) y un carro de destilados para la sobremesa repleto de joyas de todo tipo, de todas las graduaciones y de todos los orígenes.

En todos estos detalles juega un papel fundamental el extraordinario equipo de sala de alta escuela capitaneado por Stefano Buscema, procedente del extinto triestrellado marbellí Dani García. Como también lo juega en el remate de varios platos, caso del flameado del perfecto suflé al Grand Marnier con vainilla, cítricos y helado… de Grand Marnier.
También hay que hacer una mención especial al sumiller Israel Ramírez, todo un erudito a pesar de su juventud, que maneja con soltura y desparpajo una bodega con más de 1.400 referencias, en la que, nobleza obliga, combina el mainstream con apuestas personales llenas de riesgo y de intención, como ese bierzo Post Crucifixión 2019 de Manuel Michelini con el que consiguió descolocarme.

Hay diversos tipos de lujo, pero el lujo con criterio y sin estridencias es el que de verdad merece la pena. Y ése es el lujo que manda en Saddle… que, a su vez, es un lujo para Madrid.