Instagrammer, Influencer, adicciones varias

Entre el bien y el bar

Cada vez es más fácil acceder a cualquier tipo de contenido por medio de las aplicaciones digitales. A mí no me molesta, a pesar de estar en el límite de ser un boomer o un miembro de la generación X, de los que veníamos con la extraña conducta de leer esos objetos antes llamados libros, diarios o revistas.

 

La irrupción de la era digital trajo dos sucesos en torno a la gastronomía (y la manera en que conversamos o leemos sobre ella) que nos han ido transformando culturalmente. Por un lado, los periodistas más curiosos trasladaron su escritura hacia este nuevo formato, sin sacar un pie de los medios tradicionales, buscando ampliar las audiencias y explorar nuevos modelos. Podían ser sus propios editores, sin ningún tipo de restricción, y hasta quizá generar nuevos ingresos sin depender de las llamadas de teléfonos o mails con propuestas de trabajo cada vez más escasos, producto del comienzo de la baja en la lectoría en papel. Y por el otro, algo quizá que no estaba en los planes, lo que se entendió como la democratización en la generación de dichos contenidos: cualquiera que se sintiera con el talento necesario para escribir lo podía hacer, y crear su propio medio o espacio en la nube.

 

Nacen entonces páginas, blogs, diarios, newsletter, sitios, cuentas en twitter o perfiles de Instagram dedicados a la recopilación o escritura de esos contenidos gastronómicos.

 

Nada mal hasta ahí. Exploraremos juntos y, como diría el viejo Darwin, sobrevivirán los que mejor se adapten al cambio.

 

Así los más jóvenes, casi nativos de internet, descifraron rápidamente el funcionamiento del algoritmo que, más allá del contenido mismo, lo que buscaba era atraer más clicks y suponía crear y rodearse de una audiencia cautiva.

 

En pocos años los blogs mutaron a sitios, los sitios a perfiles de redes sociales (con mucha más interacción), y con la irrupción de los teléfonos inteligentes la cosa atrapó tanto a quienes escribían cómo a quienes leían, en un torbellino donde ya no importaba que era lo que escribías sino cuantos seguidores tenías, y cuanto sarcasmo eras capaz de generar para atrapar los benditos clicks.

Luego apareció el dinero, que siempre mueve o cambia las intenciones de quien emprende algo. Y compramos seguidores, pagamos a otros por el contenido que vamos a generar, compramos publicidad y así nos pagan por seguidores, visualizaciones o cliks.

 

Y cada red social fue marcada con algún signo de intención. Twitter, la red del odio; Instagram, la vida feliz; YouTube, los tutoriales rápidos y el hágalo usted mismo; TikTok, la red de la inocencia.

¿Qué tiene que ver todo esto con la comida?

 

Nada, creo yo.

 

Ni siquiera lo visual, que es el único de los cinco sentidos que podría superponerse para destacar algo, pero que es disfrazado por filtros de todo tipo para hacerlo más atractivo a la vista de quien lo encuentra.

 

No puedo dejar de pensar que al final, todo lo que recomienda un influencer o un instagrammer (en este caso foodie) no es más que el resultado de su propia adicción a un cierto glutamato monosódico digital y social.

 

Adictos a su propia belleza, a sus propias palabras, a sus propias redes, a su propio ego, incapaces de ver más allá de lo que enfoca su iPhone, pueden fotografiar el maravilloso plato de comida coreana o turca pero ignorantes de ver quién cocina, quién sirve o lo peor de todo: qué memoria trae el contenido de ese plato que viaja desde geografías y culturas lejanas.

 

El primatólogo Richard Wrangham, propone que el Homo sapiens es consecuencia del control del fuego y la cocción de los alimentos. Vale decir, desde que empezamos a consumir alimentos cocidos y no crudos, nuestro sistema digestivo permitió que el cerebro creciera. La necesaria evolución de la cocina va aparejada con la del ser humano, algo que ya proponían tanto Humberto Maturana como Levi-Strauss. La cocina es compartir, es un afecto y un efecto cultural.

 

Si así fuere, la cocina es la madre del ser humano, de la química o  de la filosofía.

 

¿Qué quedará a las generaciones futuras de todo lo que estamos viendo y viviendo?

 

No lo sabemos, pero creo que así como el fuego tuvo siempre un carácter hipnótico para quien lo contempla, también lo tienen las redes digitales. La diferencia es que el fuego nos permitió avanzar y evolucionar hasta el día de hoy, y las redes digitales nos vuelven esclavos de nuestros propios miedos y nos perpetúan en la ignorancia que provoca la soledad, el agotamiento y la frustración.

 

Algo que, según yo, se combate de una sola manera: comiendo y bebiendo en manada.

 

Me pregunto que estarían pensando Rabelais, Gargantúa y Pantagruel si pudieran ver este panorama.

 

¿Los conocen?

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