Un taco generoso de merluza hecho a la plancha. Así descrito no parece tener mucho misterio, pero la cosa cambia al saber que generoso significa más bien descomunal: hablamos de una rodaja de pescado de unos 400 o 500 gramos de peso y al menos ocho centímetros de alto. Su tamaño mayúsculo es el justo y necesario para que funcione la magia de la merluza a la ondarresa. Si la ración fuese más pequeña no se podría tostar a la plancha durante treinta largos minutos, los estrictamente necesarios para que los lados queden caramelizados mientras el centro alcanza la jugosa perfección.
Quizás eso sea ahora fácil de conseguir gracias al control de las temperaturas, el roner y demás virguerías técnicas, pero hacerlo hace 60 años sobre la chapa de una cocina económica tenía mucho más mérito. También lo tenía dar con la salsa adecuada para completar el plato, una que resultara complementaria y suculenta sin tapar los sabores propios del pescado, y original sin perder la referencia de la tradición vasca. La ecuación se resolvió a base de mantequilla, aceite, ajo picado, zumo de limón y perejil. Todos esos elementos (la plancha, el proceso, la salsa, la materia prima de calidad sublime) son los que conforman la magia de una receta que, junto al pastel de cabracho, es la única inventada durante la segunda mitad del siglo XX que ha pasado al recetario tradicional vasco.

Junto a Juan Mari Arzak y su pastel de kabrarroka debería estar en el altar de los fogones quien ideó la merluza a la ondarresa, pero hasta ahora se ha dado muy pocas veces su nombre y para más inri, equivocado.
Si buscan ustedes información sobre el origen de la merluza a la ondarresa, al estilo de Ondarroa o estilo Penalty –que de todas estas maneras se conoce– encontrarán referencias a una supuesta feliz equivocación, a una cocinera que quiso guardar la fórmula en secreto y a una tal Paquita Salazar. Todo erróneo. A los vascos no nos falta interés por comer ni por guisar, pero sí por estudiar con rigor la historia de nuestros sabores. Con un poquito de leyenda por aquí y otra miajita de rumor por allá basta para ubicar groseramente el nacimiento de un plato famoso, como si lo único importante fuera masticarlo.
Hasta Nueva York
¿Se imaginan que los medios dedicaran un extenso reportaje a un libro, un edificio o una canción sin nombrar a su autor? ¿O que el 99% de las citas sobre una obra creativa indicaran mal el apellido de su artífice? En gastronomía pasa y a nadie le llama la atención. Quizás por eso cuando la semana pasada hablé con Puri García-Salazar, hija de la inventora de la merluza a la ondarresa, mencionó que por ejemplo Arguiñano era «cocinero de verdad» mientras que ella y su madre «hacían cuatro cosas«. De las más de cuatro cosas que ellas ofrecían en el bar-restaurante Penalty de Ondarroa (txipirones en su tinta, kokotxas rebozadas en salsa verde, almejas, sopa de pescado, merluza y rape a la plancha…) una saltó las fronteras de su pequeño establecimiento para ser adoptada con fervor en restaurantes de Madrid, Barcelona o Nueva York. Que yo sepa, Karlos Arguiñano no puede presumir de nada parecido. Lo que sí tiene es reconocimiento a su trabajo, la satisfacción de ver su nombre acreditado y bien escrito.
Por eso urge contar aquí que la ondarresa Pakita Osa Jaio (1917-2017) fue la creadora de la merluza a la ídem. Y que la receta no nació de un despiste por no tener carbón a mano, sino que fue fruto de decisiones conscientes y de una progresiva perfección. Y que su autora tampoco quiso guardar la fórmula en secreto: la compartió con todo aquel que se la pedía (Ana María Calera la incluyó en 1971 en su libro La cocina vasca bajo el nombre de «merluza a la plancha estilo Ondarroa«) y en 1986 su hija Purificación García-Salazar Osa, por entonces jefa de cocina del Penalty tras la jubilación de su ama, la llegó a explicar en televisión.
La receta triunfó pero por el camino se olvidó el recuerdo de Pakita Osa y de su marido, el bilbaíno Nemesio García-Salazar, que fue cocinero del hotel Carlton y del balneario de Urberuaga. Juntos abrieron tras la Guerra Civil el Penalty, un pequeño restaurante de cuatro mesas especializado en pescado del que Pakita se hizo cargo al enfermar Nemesio.
A la plancha
Fue ella quien capitaneaba la cocina el día -allá por los 50– en que un cliente habitual, el conservero Baltasar Scola, le pidió comer bonito asado sin tiempo suficiente para encender las brasas. Nuestra protagonista decidió hacerlo a la plancha y cosechó tanto éxito que quiso aplicar el mismo método a otros pescados.
De una merluza de arrastre de unos tres kilos, su opción preferida, sacaba tres raciones de 500 gramos que hacía a la plancha hasta que la espina central se desprendía. La salsa, también de personalísima invención, remataba la obra maestra. Pakita Osa murió con casi 100 años, sabiendo que su trabajo seguía vivo en fogones lejanos. Sólo faltaba poner cara y nombre a su invención.