Puede ser la apertura más emocionante de los últimos tiempos en Barcelona.
No es lo habitual, pero es un fenómeno peculiar que se da de uvas a peras en una ciudad tan peculiar como Barcelona, ávida de saciar el hambre y la sed a cada nanosegundo con la última bocanada de aire fresco, antes de que sea un secreto a voces. Se trata de una anomalía graciosa que se puede resumir tal que así: pretender abrir un restaurante casi de manera anónima, sin agencias cuchicheando campañas de marketing al oído, sin tumultos provocando quebraderos de cabeza en las reservas y sin la atención mediática de los nombres propios de siempre, pero con la desgracia de lograr irónicamente todo lo contrario, llamando la atención de propios y extraños sin invertir un céntimo.
Con estas coordenadas debe lidiar Suru Bar porque, muy a su pesar, cumple todos los requisitos para alzarse con el título inexistente de la apertura más emocionante de Barcelona en los últimos tiempos. Lo clandestino es puro umami desde tiempos inmemoriales. Mucho antes de la existencia de los speakeasy en tiempos de Ley Seca, lo prohibido era un imán para el pecado de la gula. Hoy, en tiempos de la foto fácil y el like con piloto automático, a nadie le importa que la idea original fuera una apertura a medio gas para mejorar mecanismos paulatinamente. Nadie respeta los plazos para pulir posibles errores lógicos de la carta y así alejar los fantasmas de los restaurantes consagrados, donde las presiones internas y externas suelen ser insostenibles. El ritmo vertiginoso de la rueda gastro no se detiene y se contagia con o sin mascarilla hasta dejar sin aliento a quienes buscaban un remanso de paz y se encuentran en el centro del huracán sin quererlo ni beberlo.

Enfrente del Mercado del Ninot, con vistas a las micro tiendas de lencería y ropa interior donde sólo compra mujeres de la tercera edad, se alza un local con carcasa de prostíbulo donde Carles Morote, Gemma López y Sergi Puig, tres ex Gresca (tres pro Rafa Peña) han levantado Suru Bar con el sudor de su frente. Pico y pala, lijando paredes, rascando techos e instalando lo necesario para amamantar al hijo primogénito. Lo de estética de burdel es ocurrencia verbal de uno de los tres magníficos, que, al querer resumir la imagen de una luz roja en la puerta como único distintivo de que algo suculento se cocía en su interior, llegó a esta comparación. Aunque aquí más que el anonimato de los clientes, lo que buscan es borrar la huella digital del restaurante. Si de ellos dependiera o dependiese, eliminarían cualquier rastro de Suru Bar en Google para volver así a esos tiempos dorados del boca-oreja en los que la incertidumbre mandaba hasta que alguien abría la puerta.
Lo cierto es que tener el restaurante Gresca en el currículum es un argumento que conlleva una responsabilidad, ya que inclina a presuponer buena mano, mejor técnica y sabor a raudales. Carles Morote en los fogones, Sergi Puig con la selección de vinos y Gemma López en la sala cumplen a rajatabla con el pacto tácito que se establece entre restaurador y comensal: convencer sin avasallar con información que nadie ha demandado, como condición sine qua non para sentarse a la mesa. El dominio del fuego, los encurtidos, las vinagretas, los caldos y los escabeches son santo y seña de Carles Morote, ferviente embajador de la casquería como su mentor, y defensor a ultranza de una carta brevísima que lo apuesta todo a las bondades del yakitori, la famosísima brocheta a la parrilla japonesa que aquí se tinta de Mediterráneo con combinaciones fundamentales, como el mar y montaña de piel de pollo a la brasa con tartar de gamba, la gilda de lengua de ternera con salsa ravigote y piparras, el pintxo de bejel a la brasa con suquet o la brocheta de oreja, calamar y (atención) tráquea.

Que no sorprenda al despistado el uso culinario de este órgano del aparato respiratorio porque en Suru Bar son de abrir en canal al animal y no desperdiciar ni despreciar nada comestible. Así como Sergi Puig tiene fe ciega en los vinos de poca intervención, como el Tempus Vivendi de Nanclares y Prieto Viticultores, Arbusto de Bodega Frontio o un excelente Le bruit Des Glaçons de Géraldine et Meryl Croizier, Charly Morote empodera las partes más recónditas del pollo usando con éxito la tiroides, el corazón, las mollejas, la tráquea o el hígado.
Otro ejemplo del amor por la viscosidad y el colágeno es el cap i pota con escabeche ligero, un imprescindible ahora que la temporada de setas está en fase terminal y quizás dejen de servir los ous de reig (nombre en catalán de la Amanita Caesarea, también llamada en castellano oronja y huevo de rey) con vinagreta de berenjena, aceitunas y salsa de ternera. Para los deseosos de un chute de mar salada, no hay mejor base para un snack que las navajas, que aquí van con salsa balandra y judías. De postres, pese al cremoso de chocolate de cacao chuncho con caramelo salado, la tarta Alaska con helado de manzana a la brasa concentra la demanda para terminar como súbditos convencidos de un reino anónimo en boca de todos.

Sergi Puig, sumiller experimentado con perspicacia que va más allá de ver la botella medio llena, desea para Suru Bar una parroquia fuera de las comidas para alentar esa alma de bareto de barrio más informal de colores lynchianos en el que tomar una copa de vino aterciopelado con un pintxo a medio sentar. Queda claro que Suru Bar será lo que sus tres jovencísimos cerebros pensantes quieran que sea, pero si no se dan prisa tendrán que luchar contra gigantes de viento que los querrán transformar y, sobre todo, contra la cultura del hype que los puede alejar de ese codiciado anonimato, tan sexy y a la vez de tan frágil equilibrio.