No deja de ser paradójico que el grupo hostelero fundado a principios del siglo XXI por JoëJorgl Robuchon, estuviera presente en una docena de países repartidos por tres continentes (que serán cuatro cuando abra próximamente en Rabat y Marrakech) y no hubiera desembarcado todavía en España, país del que el legendario chef francés siempre se declaró un enamorado y que visitaba cada vez que podía. No en vano poseía una casa en la localidad alicantina de Calpe. No sólo eso, Robuchon no tenía problemas en reconocer que la principal inspiración para su idea del Atelier era la superlativa barra del Nou Manolín de Alicante.
Cuatro años después de su fallecimiento, en 2018, Robuchon ha llegado finalmente a España, al local madrileño del Paseo de la Castellana que durante casi un siglo albergó el salón de té Embassy, que echó el cierre en 2017. JR Group, encargado de gestionar el legado del cocinero, ha apostado por una propuesta multifuncional, que cubre prácticamente todo el día, dividida en tres conceptos. L’Ambassade, en la planta calle, es una mezcla de salón de té, cafetería y restaurante informal. Le Speakeasy es una coctelería que recupera el espíritu de los años 70 y 80. Y, finalmente, L’Atelier, en la planta superior, un ambiciosísimo restaurante gastronómico.

Como se dio el hecho de que no todos los conceptos empezaron a funcionar simultáneamente, ya que L’Ambassade abrió sus puertas dos semanas antes que L’Atelier, los primeros días hubo cierta confusión entre los clientes, que esperaban encontrarse una oferta a la altura de la leyenda, cosa que no sucedía. La confusión de la sala y la concatenación de fallos de esos primeros días no contribuían precisamente a desfacer el entuerto. Pero poco a poco las aguas han ido encauzándose y, llegadas las Navidades, parece que Robuchon Madrid empieza a tomar velocidad de crucero. Muy especialmente L’Atelier.
Al frente del mismo encontramos al irundarra Jorge González, viejo conocido de la afición madrileña, que lo descubrió hace un par de décadas en La Camarilla, una notable casa de comidas ilustrada de la Cava Baja, y le pudo seguir en Goizeko Wellington y en el Hotel Ritz. Cocinero de formación clásica e impecable técnica, González siempre ha tenido un punto afrancesado, por lo que este proyecto le va como anillo al dedo.
El restaurante se divide en dos zonas: la barra, con capacidad para una decena de personas, frente a la que se sitúa la cocina vista, casi como si de un sushibar se tratase, y el comedor, con capacidad para medio centenar de comensales. La luz entra a raudales por los enormes ventanales y los espejos del techo y la música francesa crean una atmósfera que retrotrae a lujosos tiempos pasados. Que quede claro, L’Atelier de Robuchon es un restaurante de lujo… con precios en consonancia.

A la hora de pedir hay varias opciones. En primer lugar, un menú degustación de clásicos robuchonianos a 155 euros que, cosa digna de resaltar, no es obligatorio pedir a mesa completa. Luego está una carta dedicada a entrantes en pequeñas porciones, que no es otra cosa que un ejercicio de ese tapeo que tanto le gustaba a Robuchon. Finalmente, la carta propiamente dicha, en la que cohabitan recetas icónicas del fundador que se pueden encontrar en prácticamente todos los restaurantes del mundo que llevan su nombre y otras desarrolladas por González y su equipo con libertad creativa y de producto.
Todos los platos, norma internacional del grupo, se presentan primero en francés y luego en castellano, que para eso el chovinismo se inventó al norte de los Pirineos. Lo más divertido es hacer un mix entre tradicionales y modernos. En ambos casos, se trata de propuestas impecablemente resueltas y con una materia prima excepcional.

Un clásico es el carpaccio de carabineros, con un toque de jengibre, almendras tostadas, cebollino y crujiente de sésamo. Potente y untuoso, refrescante e intenso, juega con los sabores (ese toquecito picante…) y las texturas. Otro clásico es el risotto de boletus con trufa blanca, aunque el punto del arroz arborio es algo más español (o francés) que italiano. Y qué decir de la mítica codorniz de Las Landas, caramelizada con reducción de jugo de ternera, rellena de foie-gras y acompañada por el celebérrimo puré de patatas Robuchon -50 por ciento patatas y 50 por ciento mantequilla-, tan hipercalórico como deliciosa y culposamente adictivo y que, aunque es una guarnición, tiene entidad propia, y cuánta.
La mano de González la encontramos en un original mar y montaña: merluza de Cedeira envuelta en pasta wonton con perejil, piperrada de tomate y jamón ibérico y caldo largo de shiitake y jengibre. Magnífica exaltación de una merluza sobresaliente de calidad. Y en el que me pareció el gran plato de la comida (con permiso del puré), la berenjena japonesa en texturas. Confitada, en quenelle y con su propio crujiente, se acompaña con tres tipos de curry: rojo (con pimiento), amarillo (con cúrcuma) y verde (con cilantro), que recuerdan casi más a los mojos canarios que a los propios curris. Los toques ahumados y el punzante de las salsas libran una bonita batalla sensorial que eleva la supuestamente humilde berenjena a una categoría pocas veces imaginada.

Antes de pasar al apartado dulce, el pre postre: base de crema de fruta de la pasión y ensalada de frutas tropicales con granizado de mojito (bien de ron) que nos transporta por unos instantes al mismísimo Caribe. Y ya que estamos con los destilados, de postre un suflé de whisky con helado de vainilla de Madagascar, rematado en sala, a modo de evocación de la gran cocina de hotel de tiempos pretéritos.
Hemos dicho que L’Atelier de Robuchon es un restaurante de lujo. Y el lujo tiene que estar en los detalles, además de en los platos. Por ejemplo, en el surtido de panes que se sirve al principio, que por sí mismo constituye un pase del menú: baguette clásica, baguette con chorizo, croissant salado, caracolas de hojaldre, pan con queso comté y parmesano y pan de leche con tinta de calamar (el único intrascendente). Elaborados en el obrador del restaurante, se acompañan con mantequilla semi salada de Toulouse… aunque únicamente se puede untar en la baguette normal, porque los otros no la necesitan.

El servicio, joven y dispuesto, encabezado por Rebeca Bellido, funciona con precisión casi milimétrica y, si uno está sentado en la barra y es testigo de cómo se desarrolla el pase, se nota la complicidad con la cocina. La bodega que ha montado y maneja el sumiller de origen italiano Alberto Ruffoni es apabullante, con referencias de prácticamente todo el mundo aunque, obviamente, las francesas se llevan la palma. Eso sí, el margen aplicado a las botellas es más que generoso… para el restaurante.
Robuchon no llegó a ver inaugurado este local, que era uno de sus sueños. Pero su legado está más que presente y probablemente estaría orgulloso de lo que ya es y, sobre todo, de lo que va a ser.