La Alacena Pastificio, mirada italiana con corazón porteño

Tras estrenar su nueva casa de pastas, salumería, almacén y restaurante, todo en uno, Julieta Oriolo confirma lo que ya muchos saben: que hoy es una de las mejores cocineras de la Argentina, apostando a platos italianos simples, sabrosos y estacionales.

Rodolfo Reich

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Julieta Oriolo inauguró su nueva casa de pastas y salumería: cocina italiana con ingredientes de cada estación.

Sobre una bandeja descansan los bucatini frescos, una pasta larga de grano de trigo duro, con un hueco que los recorre por el centro. Es un formato de aires hogareños: es fácil imaginarse a uno mismo de pequeño, en esos almuerzos de domingo con la familia, sorbiéndolos y salpicando con densas gotas de tuco la servilleta colgada del cuello. A su lado hay fettuccine al azafrán y tortellacci de ricota, nuez y espinacas. También cavatelli, rigatoni, triangoli de ternera. De unos ganchos de acero cuelgan una sorpresatta, un salame con avellana, una ‘nduja. Los quesos están en una vitrina, la mayoría son de pequeños productores locales, unos pocos importados de Italia. Detrás de esa misma vitrina está el área de producción, la mesada y las máquinas donde se elaboran las pastas y los panes caseros a la vista de todos. El local no es grande, pero alcanza para sumar unas mesas contra la ventana que permiten comer allí mismo un antipasti, unas anchoas, unas berenjenas encurtidas, algunos sándwiches contundentes, unas polpette tiernas. Es La Alacena Pastificio, lugar que abrió hace poco más de un mes en Buenos Aires, con la firma de Julieta Oriolo: una de las cocineras más celebradas en este momento en la ciudad porteña.

 

Casi un 70% de la población de la Argentina desciende en parte de italianos que llegaron a este país entre 1870 y 1930. Por ese entonces fueron tres millones los nacidos en Italia que bajaron de los barcos, trayendo consigo dialectos y acentos, historias personales y sabores a cuestas. Uno de ellos fue el bisabuelo de Julieta Oriolo, que vino de Calabria. Hasta ahí, su historia es la de tantos otros argentinos, compartiendo una lejana herencia inmigrante. Pero Julieta suma también un linaje más reciente; su madre, también calabresa, vino hace tan sólo unas pocas décadas, después de la Segunda Guerra Mundial. Por eso, para Julieta, su memoria italiana es fresca, cercana: “En mi infancia todo era cocina, desde que nos levantábamos hasta irnos a dormir. Mi mamá vino de un pueblo, Lungro, en la provincia de Cosenza. Cocinaba ella, cocinaba mi abuela Giulieta, en casa siempre había caldos, pastas, albóndigas. Llevo estoy muy adentro”, explica.

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Julieta Oriolo no es una chef estrella y tampoco está de paso.

Julieta es delgada, de sonrisa tímida, silenciosa. Pero sus ojos brillan con hambre y felicidad cuando habla de comida, cuando imagina unos zeppole con crema pastelera, unos maritozzi con paté casero o una foccacia farcita rellena de generosas fetas de mortadela, stracciatella y pistachos. Si bien trabaja desde hace más de 20 años, supo mantener por largo tiempo un perfil bajo. Siguiendo esa definición esbozada por Ignacio Medina en este mismo medio, ella no es una chef estrella y tampoco está de paso. Gran parte de su aprendizaje lo hizo junto a Luis Morandi y Patricia Scheuer, dos empresarios gastronómicos responsables de modernizar la gastronomía en Buenos Aires. Fue jefa de cocina en el exitoso Bar Uriarte (donde conoció y se formó junto a Paola Carosella); y manejó la apertura y carta de Basa en el barrio de Retiro. En el medio ganó experiencia sobre panes y masa madre en Malvón, mucho antes de que la masa madre fuera un latiguillo de moda. Su madurez la encontró en casa propia: en 2014, junto a su amiga y también cocinera Mariana Nani Bauzá, abrieron La Alacena, local modesto en instalaciones y metros cuadrados en una esquina poco transitada de Palermo. El lugar comenzó como un café diurno, con pastelería y panadería casera. “Me aburro rápido”, explica Julieta. “Teníamos los brunchs, el café, nos iba muy bien, pero yo precisaba más. Ahí empecé a meter unas bruschettas con porotos y guanciale, pensando que nadie las iba a pedir, pero sí, las pedían. Luego sumé las pastas, las sardinas, los vegetales”.

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«Luego sumé las pastas, las sardinas, los vegetales”.

En estos ocho años, La Alacena se convirtió en una trattoria italiana de culto en la ciudad. Con la pandemia de 2020 el local creció ocupando la vereda, triplicando la cantidad de cubiertos. Hoy abre de mediodía y de noche, siempre lleno, con fieles clientes que esperan mesa para comer unos hongos con guanciale, ajo, perejil, peperoncino, limón y polvo de nueces; unos ravioli de ternera con crema de paté, salvia e hinojos caramelizados; o una porchetta asada con brócoli ripassati, alcaparras, anchoas y jamón crudo. Platos simples, estacionales y sabrosos con un ADN italiano que delata la identidad de esta cocinera.

 

Duplicando la apuesta

“El espacio de La Alacena no daba para más. La cocina que tenemos allá es chica, no había lugar para hacer los panes y las pastas. Buscamos entonces tener un centro de producción. Hace un año se sumó al equipo mi pareja, Hernán Calliari; él encontró este local a 200 metros de distancia y lo alquilamos”, cuenta Julieta. Tras un año de trabajo, diseño y planificación nació La Alacena Pastificio: lo que comenzó como un simple centro de producción pasó a ser una preciosa casa de pastas con salumería dedicada a pequeños productores y un almacén asociado a las cocinas de Italia. Luego agregaron café, panadería y pastelería; también vermú, vinos y antipasti; y finalmente platos del día para almorzar allí mismo.

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Alacena Pastificio sirve platos del día para comer allí mismo.

Hay un viejo refrán que afirma que nadie es profeta en su tierra. Tal vez el mayor desafío de Julieta Oriolo fue convencer a sus compatriotas para que acepten una cocina que se despega de la herencia local de platos italianos traducidos luego por varias generaciones argentinas. Oriolo no acepta esa traducción: ella es fiel a las pastas con sémola de trigo duro y dente firme, a salsas delicadas y en cantidades justas, a utilizar queso solo en lo necesario. Su éxito requirió un proceso de aprendizaje y convencimiento; más aún habiendo nacido ella misma en Argentina. “Como no soy de Italia, por mucho tiempo me dio vergüenza decir que lo que hacía era cocina italiana; incluso evitaba usar palabras en ese idioma… Me acerqué a estas tradiciones con mucho respeto, estudiando muchísimo cada receta, comprando decenas de libros, investigando sin parar. Luego, cuando pude ir a Italia, hice dos viajes que fueron importantes para mí; uno desde Roma hacia abajo, por Nápoles, la Costa Malfitana y Calabria, donde estuve cocinando con mi tía, la hermana de mi mamá, la única de la familia que se quedó allá. Y otro al norte, Parma, Módena, Bologna, Alba para la fiesta de la trufa blanca. Me falta aún conocer Puglia y Sicilia; quiero ir este año”.

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Es fiel a las pastas con sémola de trigo duro y dente firme.

Julieta se queja, dice que está cansada, que en su vida nunca dejó de trabajar, que precisa frenar y tomarse un año sabático. Pero son sólo palabras; en cambio, lejos de frenar, sigue ampliando sus restaurantes, inaugura nuevos horarios y propone cada día nuevos platos. De esas ciudades visitadas, de los libros que colecciona, de ideas familiares y de otras que investiga, amplia el vocabulario de la cocina argentina con nombres desconocidos localmente, como los zeppole y zeppolone, las crostatas, los maritozzi, los rotolo, los garganelli, las friselle, los muffuletta y más. Se define como fanática de la mortadela, dice que no le interesa hacer pasta de colores, se reconoce como una jefa exigente pero con “buena onda”. En sus noches libres elige quedarse en casa, con el perro y los cientos de libros que la llaman desde la biblioteca. Siempre, al día siguiente, vuelve al local. “Soy insoportable, no puedo alejarme”, dice en un momento de la charla y se ríe. Lo hace con esa misma sonrisa tímida del principio, cansada y feliz, orgullosa y consciente del papel que hoy le toca jugar dentro de las mejores cocinas de la Argentina.

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