Los héroes que han resucitado la viticultura asturiana

La Denominación de Origen Cangas del Narcea, en el occidente de Asturias, aspira a producir 150.000 botellas y trabaja por la recuperación de un viñedo que en un siglo pasó de 6.000 hectáreas a menos de un centenar. La culpa es de un puñado de viticultores volcados en viñedos y vinos que empiezan a llamar la atención del mercado.

“Hace unos años, los sumilleres no lo querían ni probar y ahora nos lo quitan de las manos”. Cuestión de modas. Cuando la Denominación de Origen de Cangas del Narcea comenzaba a despertar de su letargo hará unas dos décadas, en plena era ‘Parker’, el mercado demandaba vinos poderosos, casi invasivos, de barrica abigarrada y alta graduación alcohólica. Aquello que llamaban vinos de alta expresión. Hoy se estilan más frescos, de cuerpo liviano, madera muy sutil y menor contenido alcohólico. Justo como los que hacen en esta recóndita región de Asturias cuya tradición vinícola hunde sus raíces en la Alta Edad Media.

 

La historia del vino de Cangas es la de un esplendor de siglos, una lenta decadencia tras la industrialización y una tímida resurrección que parece por fin alzar el vuelo. La primera mención escrita a la vid en el suroccidente asturiano se remonta al siglo IX, pero es muy probable que mucho antes ya hubiera viñas plantadas en sus escarpadas laderas. El particular microclima que rige la comarca de las cien montañas, con más días de sol, menos lluvias y un suelo de pizarra con fácil drenaje, la hace idónea para un cultivo que no se da en el resto de Asturias. Este ramillete de pueblos en torno a la cuenca del Narcea -Cangas, Allande, Ibias, Illano, Pesoz y Tineo- contradice a base de vino y pote el tópico de fabes y sidra asociado a la gastronomía astur.

 

Fueron los benedictinos, que se establecieron en Cangas y Tineo en torno al siglo XI, quienes enseñaron a los lugareños los rudimentos de la viticultura. El monasterio de Corias -hoy Parador Nacional- aún conserva la bodega que usaban los monjes, recuperada en 1999 por Víctor Álvarez, coincidiendo con la puesta en marcha de la IGP inicial, y con el nombre Monasterio de Corias. Cuenta el bodeguero que en las dos hectáreas y media de viña que adquirió había un pequeño cobertizo que hacía las veces de oratorio y aún quedaban vestigios de cepas plantadas por los benedictinos antes de 1882, cuando el convento pasó a manos de los dominicos. Hoy, con nuevas instalaciones fuera del monasterio, es la mayor productora de la denominación de origen, con cerca de 50.000 botellas.

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Víctor Álvez ha recuperado la bodega del antiguo Monasterio de Coria.

La región conoció tiempos de esplendor a lo largo del siglo XIX, cuando sus vinos gozaban de cierta fama, se vendían en Cuba y ganaban medallas en París. Entonces llegó a haber cerca de 6.000 hectáreas de viñedo en la comarca, de las que hoy quedan menos de un centenar. La filoxera pasó de puntillas por Asturias -el premio al arduo trabajo de montaña es la salubridad de las plantas- pero la industria fue restando brazos al viñedo a lo largo del siglo siguiente.

 

Se conservó sin embargo una viticultura de autoabastecimiento que ha llegado hasta nuestros días. Algunas familias mantienen una pequeña viña, de la que sale lo que beben a lo largo del año. Solía ser una mezcla de variedades autóctonas, que se vinificaban a la vez y se guardaba en tinas de madera. Ese era el trago que servían en los chigres de los alrededores; demasiado recio para los paladares forasteros. Cuando llegaban los veraneantes, aquel vino joven solía estar un poco picado y para finales de agosto era ya un vinagrillo difícil de beber.

 

El sector se ha profesionalizado en las últimas dos décadas y la Denominación de Origen -fundada en 2014- está impulsando un cambio de modelo, pero aquella mala fama que arrastraba el vino asturiano ha hecho que durante años fuera muy complicado colocar la producción, incluso en los restaurantes del Principado. “Cuando empezamos nadie tenía vino de Cangas en la carta, no lo querían ni probar”, recuerda Beatriz Pérez, propietaria junto a Pepe Flores de la bodega Vidas. Hace doce años, este Químico y esta doctorada en Nanotecnología decidieron que querían volver a su tierra para criar allí a sus hijos. Vieron una salida económica en una tradición vinícola que siempre había estado presente en sus familias y, con ayuda de siete parientes, fundaron 7 Vidas.

Beatriz Pérez
Beatriz Pérez, fundadora de la bodega Vidas.

El primer año compraron la uva a los viticultores de la zona y sacaron al mercado unas 8.000 botellas. En los años siguientes se dedicaron a hacerse con viñedos viejos de gente que ya no los podía cuidar. Elaboran dos coupages jóvenes, un blanco a base de albarín, algo de albillo y un poco de palomino de un viñedo viejo, y un tinto a partir de mencía, alvarín negro, carrasquín y verdejo negro, “que es el que más gusta aquí porque se parece al vino tradicional que se hacía en la zona”. Además producen una serie de monovarietales bajo la etiqueta Cien Montañas, criados en barricas de 500 litros, que suelen ser bien puntuados en Decanter, han recibido elogios del Master of Wine Pedro Ballesteros o han sido incluidos en la cata ‘The New Spain’ organizada por Sarah Jane Evans MW.

 

Su éxito ha animado a algunos viticultores que al principio vendían la uva, a elaborar sus propios vinos. Es el caso de Carmen Martínez: “Después de estar cuidando la viña todo el año, me daba pena entregarla luego a otros para vinificar”. Sacó al mercado su primer Las Danzas “en el año fatídico de 2019” y el confinamiento le impidió moverse para colocarlo. Justo cuando empezaba a arrancar el proyecto “me junté con dos cosechas en la bodega pero, desde que se ha empezado a dar a conocer, la producción vuela”.

Carmen Martínez
Carmen Martínez sacó su primer Las Danzas el año de la pandemia.

Otro ejemplo es el joven Luciano Gómez, que hace unos años regresó de Madrid para retomar la tradición familiar de la viticultura. Sus vinos no han tardado en cosechar premios; la primera añada de su Verdea fue distinguida con un oro en el certamen Vinespaña. En sus cerca de 5 hectáreas de viñedos “antiguos, muy difíciles de trabajar”, diseminados en pequeñas parcelas de montaña, produce un alvarín con el ue elabora un blanco muy afrutado y aromático, con notas de hierba fresca, flores y cítricos. Su tinto mezcla variedades autóctonas, como la carrasquín y alvarín negro, con mencía y un poco de verdejo. “Siempre se agota, la gente empieza a saber que aquí no solo hacemos vino, hacemos vino bien”, afirma orgulloso.

Luciano Gómez
Luciano Gómez volvió para seguir la tradición familiar.

Los últimos en llegar son Juan Alonso y Marian López de la Calle, hija del enólogo de Artadi Juan Carlos López de Lacalle. Él es de Cangas y fue a estudiar a Logroño con la intención de volver algún día a casa y dedicarse a la viticultura. En La Rioja conoció a Marian y desde 2019 llevaban rastreando el suroccidente asturiano, examinando fincas y tratando de conocer bien los suelos y el clima para construir un proyecto propio. Finalmente se han hecho con la bodega del recordado Antón Chicote, que tenía en su haber algunas de las mejores fincas de la región y la han rebautizado como La Rectoral del Besullo. Tienen la vendimia del 21 en el depósito, ”pero es en realidad más el último vino de Antón que el primero nuestro”. Su intención es elaborar las parcelas por separado, “para conocerlas mejor” y ver si alguna, como Penderullos, “tienen potencial para convertirse en parcelario”.

 

Su presencia en la localidad despierta en los círculos vinícolas del país el runrún de que esta es una buena región para invertir. “Somos una zona con mucho margen de crecimiento -explica Alicia Fernández, directora técnica de la D.O.- nos está comiendo el monte, el viñedo serviría para aprovechar el suelo más pobre, que ahora está repoblado con pino no autóctono”. A su favor, una tradición milenaria y una población con mucho arraigo. En los próximos tres o cuatro años el objetivo es llegar a las 150.000 o 180.000 botellas, aún cifras muy modestas. “No queremos un boom, sino un crecimiento orgánico, a partir de las bodegas de aquí”.

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La D.O Cangas tiene menos de cien hectáreas de viñedo.

 

Esas producciones pequeñas -que a veces no llegan a las 1000 botellas- son un caramelo para los sumilleres, siempre en busca de la última sensación, entre los que la calidad del vino de Cangas comienza a ser un secreto a voces. “Son vinos frescos, ligeros, de perfil Atlántico, cuyo valor es que consiguen transmitir muy bien el paisaje y el clima”, describe Ferran Centelles, ex Bulli. Reconoce que la producción es todavía tan pequeña que “es difícil que tengan recorrido, aún cuesta encontrarlos en las cartas, salvo en restaurantes con mucha vocación gastronómica”, y advierte que la región tiene ante si una “gran oportunidad para crecer no tanto en cantidad, sino en valor y posicionarse como un vino de prestigio”. Entre sus favoritos menciona un blanco “finísimo” de Señorío de Ibias, “de gran expresión mineral, eléctrico, con mucho frescor”.

 

El cambio climático a priori les favorece, al tener más horas de sol, pero también hace los ciclos más impredecibles. “El año pasado tuvimos 20 días de lluvia en septiembre que complicaron mucho la vendimia”. Casi un cuarto de la producción se perdió frenando su ansiado despegue. Pero es cuestión de tiempo que estos heroicos viticultores asturianos comiencen a recoger por fin los frutos de su esfuerzo. Ahora sonríen al recordar aquellos tiempos en los que “si nos presentábamos como vino asturiano en las ferias, no querían ni probarlo, pero en las catas ciegas nos comparaban con Borgoña”.

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