Adicto al chocolate

Tribuna

Me declaro adicto al chocolate. Y creo que más de uno y una de los que ha empezado a leer este articulo también lo hará. Quizás el termino adicto es un tanto chocante, porque no me imagino en la típica escena de sillas colocadas en un pequeño circulo rodeado de cabezas cabizbajas y diciendo: “Hola me llamo Gabriel y soy adicto al chocolate, mi dependencia es diaria. La verdad es que necesito mi porción de chocolate, mínimo al 70%, para tener un placer momentáneo que me permita continuar con mi rutina diaria y saber que la vida se compone de un mosaico de instantes, y el que obtengo con el chocolate es uno de los buenos.”

 

Para el chocolate la RAE tendría que crear una nueva acepción en la definición de adicción, ya que aunque el chocolate contiene sustancias que generan dependencia, como la cafeína o la teobromina, no se le puede considerar nocivo para la salud o el equilibrio psíquico. A menos que vayamos por la segunda tableta y no tengamos intención de parar.

 

El componente estimulante del cacao se ha utilizado como canal hacia la espiritualidad en diferentes ritos y ceremonias religiosas de los pueblos que han tenido contacto en sus orígenes con este energético alimento. Los Mokaya fueron uno de estos grandes pueblos donde tanto las clases altas, los guerreros y los sacerdotes lo consumían entorno al año 4000 a.C. en sus ceremonias y cultos. Les siguieron los Mayas venerando a dioses como Ek Chuah patrón de la guerra y el cacao, al que realizaban ofrendas y sacrificios.

 

La pasión y la devoción por el chocolate es algo más cercano de lo que parece. En el siglo XVII se generó una afición un tanto descontrolada, que el mismo Brillat-Savarin recogería en su libro La fisiología del gusto: “Las damas españolas del Nuevo Mundo están locamente adictas al chocolate, a tal punto que, no contentas con beberlo varias veces al día, también lo sirven en la iglesia”.  El querer beber chocolate durante la misa indignó al clero, que publicó en 1681 una circular del nuncio papal, prohibiendo el consumo de chocolate en las iglesias durante los largos sermones. Llegándolo a considerar un alimento pecaminoso que hacía romper el ayuno.

 

La religión y las deidades han forjado el camino del cacao. De hecho, las primeras leyendas aztecas cuentan cómo su dios Quetzalcóatl regaló el cacao a sus súbditos para que estos fueran felices y aliviasen su cansancio. En este punto y seguido, no he podido evitar mordisquear un pequeño cuadradito de chocolate de Madagascar, elaborado con cacao trinitario de la plantación Mava, en el valle de Sambirano, mezclado al 85% con azúcar de caña de Costa Rica. Un cacao procedente de una pequeña granja en las orillas del río Ramena que, tras fundirse en mi lengua, ha facilitado el flujo de sangre hacia el cerebro, dilatando los vasos sanguíneos y mejorando mi actividad mental en un porcentaje similar o superior al del cacao de la tableta, para seguir con este relato.

 

Al bucear por la historia del chocolate, no piense el lector que lo que encontró en México Hernán Cortes fue un chocolate en tableta, como el que acabo de describir. El que posiblemente fuera uno de los primeros europeos en probar el cacao, disfrutó de una bebida amarga pero revitalizante, a base de semillas de cacao molidas en un temetlatl, mezcladas con agua y harina de maíz, con una pizca de achiote y alguna que otra especia. Presentada con una generosa espuma, obtenida con un batidor especial o pasando la elaboración de un vaso a otro, la bebida se consumía la mayoría de las veces fría. Era tan fuerte para los soldados españoles que pronto le añadirían azúcar de caña y canela.

 

Volviendo a lo religioso, los jesuitas que llevaban la palabra de la iglesia católica a las tierras de Mesoamérica, se trajeron con ellos la costumbre de tomar aquella revitalizante bebida, habito que trasladaron a monasterios y conventos, primero españoles y posteriormente italianos. A partir de ahí su consumo se extendió y su uso fue tanto como alimento placentero que como medicina para aquellos que sufrían anemia o estaban debilitados. El chocolate llegó a la corte francesa de la mano de Ana de Austria, a principios del XVII, tras su boda con Luis XIII.

 

Se tardó más de dos siglos en elaborar ese prodigio solido que es la tableta de chocolate. Fue Francis Fry quien creó en 1847 una mezcla compuesta por manteca de cacao, cacao en polvo y azúcar, que pudo moldear dándole forma de barras que tenían una textura granulada. El salto se produjo unos años después, gracias a dos inventos que hicieron posible obtener el chocolate tal y como lo conocemos hoy, una delicia sólida, brillante y cremosa que se derrite en la boca. En 1879, Rodolphe Lindt inventó la máquina de conchado que permite refinar el chocolate para que sea suave y sedoso. Un año más tarde aparece la primera máquina de temperar.

 

A partir de ese momento se ha disparado una auténtica carrera entorno al chocolate, la construcción de un mundo del que no se percibe un final. Empezó con el chocolate con leche, el chocolate sin chocolate (el chocolate blanco), el chocolate con avellanas (la gianduja) y siguió con sus elaboraciones, los bombones, la mezcla de chocolate, galletas y otros productos (toblerones, kitkats, etc.). En la actualidad se apuesta cada vez más, por las pequeñas producciones (Bean to bar) que permiten obtener un producto con más personalidad y singularidad, gracias al mayor control en el proceso producción, la selección de la semilla, el fermentado, el secado, el tostado o no, el refinado, el conchado…

 

Dedicar este tiempo a escribir o a leer un texto sobre el chocolate, demuestra que como mínimo te apasiona este producto. Recuerda que ahí afuera hay muchísimos chocolates por probar, dales una oportunidad y sobre todo disfruta. Y quizás te alzarás conmigo y gritaremos al unísono ¡soy adicto al chocolate!

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