Julen Bergantiños (Barakaldo, 1990) es cocinero vasco, de familia gallega y amante del norte, su cultura y naturaleza, como demuestra en su restaurante Islares (Bilbao)
Aún sonreían mis bisabuelos en los últimos años del siglo pasado, cuando todavía íbamos el verano entero a la casa familiar que tenemos en una pequeña aldea de Sobrado dos Monxes, en el interior de Galicia. Maruxa era infantil, juguetona, enrabietada a veces y vivía con cierta picardía. A sus 94 años parecía estar encerrada en una mente de un niño pequeño que veía el mundo con ilusión y asombrada por todo lo que acontecía. Recuerdo que teníamos una televisión blanca, pequeña, a blanco y negro, y en TVE daban los toros en directo por las tardes y ella alucinaba con la cantidad de gente que había siempre en las plazas. De forma contraria, José, era reservado, tímido, serio, duro e imponente. No me permitía jugar con él a la brisca porque no era lo suficientemente adulto y no apostaba nada más allá de juguetes inservibles para ellos.
Era peculiar entrar en aquella casa de esta pequeña aldea, pues en ella residía una magia especial, digna de toda leyenda de meiga que nacía en aquella comarca de Terra de Melide. Mis bisabuelos se fueron con los años y con los años nosotros hemos dejado de ir tan asiduamente. La vida cambia y ve irse a gente mientras otros van llegando. Solo perduran los olores.
Y es que cuando vuelvo a esa casa, nuestra casa de Galicia, aún reside en ella un olor característico que me transporta a aquellos años de niñez donde hacíamos fiestas en torno a las empanadas de raxo, el vino del Bierzo de mi tío abuelo Pepe, los pimientos de verano fritos o las lechugas que había junto a la casa. Los bisabuelos, abuelos y tíos abuelos eran, por entonces, lo suficientemente jóvenes como para celebrar la vida.
Hoy algunos ya no están. Los primos pequeños ya nos hemos ido distanciando como lo va haciendo un árbol genealógico y nuestros padres y tíos no tienen la energía treintañera para reunirse todos en la casa de la aldea. Pero perduran los olores.
Siempre me ha gustado decir que la cocina tiene mucho más de romanticismo que de negocio, aunque hoy en día en su gran mayoría es todo negocio vestido de algo de romanticismo. Todos los que amamos la gastronomía lo hacemos con fervor porque nos aporta algo más que puro dinero y no solo hablo de una experiencia sentado en la silla de un restaurante. A muchos de mis amigos, cuando me piden recetas, les digo que no las aprendan de un whatsapp, un blog, un vídeo de YouTube o del libro del chef famoso de turno. Les digo que vengan conmigo a aprender a hacerla, que abramos un vino, cortemos algo de queso, hablemos, compartamos, aprendamos y después disfrutemos.
Vas a perder 3 o 4 horas de tu vida y vas a ganar un recuerdo que va a perdurar por siempre. ¿Por qué no hacemos eso con nuestras madres o abuelas? Dejemos de admitir tanto táper y pasemos horas junto a ellas y ellos aprendiendo a cocinar, quedará el recuerdo y quedarán los olores. Siempre perduran los olores
En 2024, en parte culpa de ciertas medidas sanitarias y de postín, los olores ya no están presentes en los restaurantes. El olor de un guiso ha sido sustituido por el ruido de una campana extractora. En estos tiempos, donde es viral ya típico entrar en una taberna con jamones colgados y cuadros ocres y mugres que llevan años presidiendo las paredes, no se reconocen los olores. No estamos permitiendo que la gente joven trabaje su olfato, que reconozca ingredientes en una olla o a una persona por su perfume.
El olor, el buen olor, provoca los estímulos de todo aquel que da una primera pisada en mi restaurante o en cualquier casa. A veces para bien, a veces para mal, siempre es tema de conversación si está presente y se hace notar. En mi caso los clientes nos lo reseñan bastante, es la tercera toma de contacto con nosotros tras la reserva y la sonrisa de bienvenida al abrirles la puerta.
No lo provocamos, nos ha surgido por necesidad y hemos aprendido a apreciar ese lujo. Así lo ven muchos clientes, como un lujo. Y es que parece un lujo evocar los olores de las casas donde muchos de nuestros clientes han residido. Ahora tenemos un plato con vainas y cuando muchos clientes se acercan a oler el plato es común recordar a muchos antepasados. Qué mágico ¿no?
Nosotros tenemos un restaurante muy pequeño, Islares, con una cocina metida prácticamente en la sala y nuestra pequeña brasa con roble y los caldos hirviendo durante todo el día, ya que solo tenemos un fuego, hacen que las mesas de madera acojan estos aromas a casa, a antaño. En un 2024 donde todo es baja temperatura, crujientes y salvajismo sobre la mesa, el olor que desprende una sopa hirviendo en una cazuela esmaltada sobre el fuego, una hoja de laurel apoyada sobre un poco de mantequilla burbujeando en una sartén o ese chorrito de coñac cayendo sobre la sauté, eleva la excitación de cualquier perceptor de esos olores.
Es algo que, por mucha inversión económica que tenga el restaurante de moda detrás, no se puede conseguir fácilmente, Muchos techos iluminados con audiovisuales, pero ¿se atreverán en Alchemist o en el restaurante de turno de Madrid a replicar el olor de un caldo gallego, de una porrusalda, de una escudella o de una olla gitana?
No hay necesidad de acercar la nariz a la cazuela, simplemente apaguemos a veces el ruido de nuestras campanas extractoras, perfumemos nuestras salas con hierbas aromáticas quemándose en la lumbre, prendamos una brasa en una esquina y dejemos que nuestros clientes, amigos y familiares vuelvan a vivir sus mejores recuerdos, permitamos que nunca se les olvide el olor de nuestro restaurante, permitamos que el olor siempre perdure.