Si la candidatura del restaurante Lur, del que hablábamos hace unas semanas, al Premio a Cocinero Revelación en Madrid Fusión 2025 ha acabado de colocar en el mapa gastronómico madrileño al hasta hace no mucho ignoto barrio de los Metales, junto a la plaza de Legazpi, es un buen momento para reconocer al pionero de la zona, Èter, situado a escasos 50 metros de distancia.
Èter es el proyecto de los hermanos autodidactas Sergio (33 años, cocina) y Mario (27 años, sala y sumiller) Tofé, que en 2020 decidieron darle una vuelta al bistró francés que regentaban su madre y su padrastro para reconvertirlo en un restaurante moderno de alta cocina, con mucha personalidad y haciendo bandera de las tendencias en boga, como la temporalidad, la sostenibilidad, la apuesta por pequeños productores, la reivindicación de materias primas consideradas humildes, el dinamismo y la osadía a la hora de afrontar retos y asumir riesgos sin perder el equilibrio.

El restaurante, con un interiorismo minimalista de clara inspiración nórdica, con muchos elementos naturales, sobre todo madera, apenas si cuenta con media docena de mesas (bien espaciadas entre sí, cosa que se agradece) y una capacidad máxima de 24 comensales. La propuesta gastronómica consiste en un único menú degustación temático (93 €) con una docena de pases que varía, más o menos, cada diez semanas, lo que equivale a cinco veces al año.
Actualmente está en vigor el dedicado a la montaña y al bosque, al que seguirán el de invierno, el del deshielo, el del mar, el de la huerta… Y, atendiendo a ese dinamismo el que hablábamos antes, los platos de un mismo menú pueden cambiar de un día a otro en función del producto disponible. No se sorprendan si alguno de los platos que citamos a continuación ha sido sustituido por otro.
La cosa arranca con un cóctel suave y delicado, nada invasivo, poco alcohólico y con un punto picante-dulzón, con bergamota, pino y aceite de hoja de higuera para dar paso a un primer plato sólido, tartar de salmonete con koji, caqui y caviar polaco baerii, en el que comparecen dos de las constantes que vamos a encontrar a lo largo del menú: los guiños a Japón y la presencia de notas lácteas, herencia indiscutible del bistró francés.
La intensa terrina de pato (en la que se utiliza todo el pato, interiores incluidos) con hierbas (eneldo, mostaza, espinaca…) y naranja es una original reinterpretación del clásico pato a la naranja, repleta de contrastes, que precede a una reivindicación de las setas de cultivo en la que las habitualmente denostadas shiitake, seta de cardo y portobello son por una vez las estrellas… ayudadas, eso sí, por un muy nipón y sabroso caldo dashi.
Siguiente pase: anguila del Delta del Ebro con calabaza asada y emulsión de sus pieles. La hoja shiso que la acompaña en busca de frescura se queda un poco desvalida y quizá le vendría bien al plato un puntito más marcado de acidez o de picante.
A continuación, llega el momento más discutible. No acabo de tener claro que, cuando el menú ya ha empezado a navegar a velocidad de crucero, tenga sentido sacar una mantequilla de miso (espléndida, todo sea dicho) que rompe un poco el ritmo, entre otras cosas porque venimos de mojar pan en el plato de setas. Hubiera funcionado mejor al principio, como acompañamiento del cóctel.
Toca ahora un viaje a México, otro país que marca mucho la cocina de Èter porque la gastronomía del país norteamericano es una de las primeras que conocieron los hermanos. Así que nos vamos al estado de Michoacán con una versión de la sopa tarasca, en la que los protagonistas son los tomates asados y las alubias, impecablemente escoltados por níscalos y lengua de vaca y de ternera (hongo y carne), con unos poquitos chiles. Sobresaliente.
La parte acuática se divide entre río y mar. De agua dulce, la trucha del Pirineo a la brasa con acelga roja, también a la brasa, y el toque lácteo de una nata tostada. De agua salada, unos berberechos casi crudos con verdinas de Luanco guisadas en un fondo de pata y morro de los de toda la vida, de esos que sellan los labios más que un juramento de omertà siciliano.

La caza, estacionalidad obliga, no podía faltar. Y por partida doble. La menor, representada por la liebre en un salvaje (en todos los sentidos) y profundo arroz con idiazábal y trufa negra elaborado con la variedad italiana carnaroli. Y la mayor, con un finísimo jarrete de jabalí con castaña, salvia, vino blanco y vino tinto y un toque de cacao que es pura mantequilla y nos reconcilia con este suido de sabor agreste al que tan difícil resulta en muchas ocasiones hincarle el diente.

Dos postres. Las tradicionales peras al vino se llevan al Japón y se convierten en peras al sake, rematadas con un crumble de laurel y un poco de caviar cítrico. Un alarde de técnica que, además, refresca y limpia antes de rematar con un más goloso bizcocho de calabaza con emulsión de nuez pecana y helado de vainilla de Madagascar.

La bodega que maneja Mario quizá no sea la más extensa y variada del mundo, pero rezuma pasión personalidad y originalidad. Aunque no hay disponible un maridaje como tal, ponerse en sus manos es más que divertido. Sobre todo porque, como él mismo dice y se puede corroborar en situ, elige los vinos para cada plato pensando en que vayan bien con el plato. “Los platos son del hermano mayor y hay que respetarlo”, comenta. Completamente de acuerdo, porque son cosa muy seria… Aunque alguna Guía Roja no se entere.