“Los boliches de campo y pulperías resignificaron la cocina más autóctona del país”, afirma Verónica Rezk, a cargo del almacén “El Terruño”, en Morse, pueblo de 2000 habitantes en la provincia de Buenos Aires. Todos los fines de semana trabaja con reserva completa. Las claves de su éxito son las mismas que esgrimen locales como este en todo el mapa rural bonaerense. Rezk describe los hitos de su carta: “La picada con el vermut, empanadas, guisos carreros, locros, torta frita, y todo tipo de carnes, de vaca, lechón, cordero, chivitos y liebres, todo de producción local”. “La gente necesita reencontrarse con los sabores más queridos”, puntualiza.
“No se trata de una moda gastronómica”, advierte. Pulperías y boliches de campo, algunos dentro de pueblos mínimos y con caminos muchas veces inaccesibles, son visitados por miles de sibaritas aventureros que buscan lo que no encuentran en las ciudades. Sabores caseros, aromas familiares hechos con productos locales, y un plus de historias narradas por sus protagonistas; la vida tranquila del campo es un imán. No hay maquillajes ni filtros en esta propuesta. “Todos buscamos refugios dónde sentirnos más cómodos y seguros, las pulperías y bodegones rurales logran esto, pero además suman interacción social”, concluye Rezk.
¿Qué son las pulperías? Fueron pequeños comercios de adobe, piso de tierra y techo de paja que se levantaron en el horizonte argentino a comienzos del siglo XVII, cuando ni siquiera existía la idea de un país, y aún era un virreinato español. En ellos se encontraron el gaucho, el indio, los soldados y los primeros estancieros. Ofrecían bebidas, pero con el correr del tiempo, también provisiones como charqui (carne curada con sal), aperos (montura) y se hacían intercambios comerciales bajo la forma del trueque. Los pueblos originarios traían cuero de oveja a cambio de vicios, tabaco y aguardiente.

En el siglo XVIII existían 1000 pulperías en la provincia de Buenos Aires, muchas de ellas ya atendidas por inmigrantes italianos, libaneses y españoles. A fines del siglo XIX, con la expulsión de los pueblos originarios y la fundación de pueblos, muchas de estas pulperías se transforman en almacenes de ramos generales, pero de aquellos años hacia la actualidad quedan una cincuentena que están abiertas y activas en la provincia de Buenos Aires. Tanto aquellos almacenes como estas pulperías siguen vendiendo elementos necesarios para la subsistencia, pero han incluido mesas, y con ellas un menú que tiene peso propio y dio nacimiento a la gastronomía pulpera.
Un refugio en la pampa
“En un entorno urbano cada vez más hostil, las pulperías son un refugio”, cuenta Rezk. En lo profundo de la pampa, estos templos criollos reciben turistas. El proceso se amplió en la pandemia, a visitantes interesados en tener una experiencia gastronómica en la que los sentidos y sentimientos completan un momento especial e inolvidable. “Existe el deseo de vivir una experiencia gastronómica genuina, vinculada a la comida casera, a las tradiciones y al entorno rural en sí”, afirma Romina Somi, desde el almacén y tambo “Cuatro Esquinas” en Tandil, territorio conocido por sus quesos y embutidos.

“Después de la pandemia notamos un cambio importante en el interés de la gente por estos espacios rurales”, explica Somi. Su caso puede usarse como un ejemplo del por qué estos antiguos comercios campestres protagonizan un fenómeno de visitantes, que muchas veces recorren cientos de kilómetros sólo para sentarse a comer un plato de costillar, hecho a la estaca. O gozar de una comida a la sombra de un árbol.
El almacén era atendido por su padre, quien falleció. Tomó la posta Romina junto a su esposo, Fabián Bugna, técnico agrónomo con gran experiencia en el mundo lácteo, y tuvieron una idea: hacer un tambo ovino y abastecer al almacén con quesos propios. Fue un éxito. Trabajan a salón lleno todos los fines de semana, al costado de una ruta escénica. Hicieron muy bien las cosas. No modificaron en nada el interior, sólo lo embellecieron. Hoy es un almacén muy coqueto en un entorno natural serrano. Hace un año, su hija (que nació en el propio almacén) trabaja a tiempo completo atendiéndolo.

“La gastronomía pulpera tiene que ver con una vuelta a nuestros orígenes, a reconectarnos con nuestras historias familiares”, manifiesta Fernanda Pozzi, a cargo de la mítica Pulpería de Cacho, en Mercedes, provincia de Buenos Aires. Es de 1830 y su familia está detrás del mostrador desde 1910; es una de las más tradicionales de Argentina. Allí atendió el considerado último pulpero, don Cacho Di Catarina, fallecido en 2009. Su interior, inmodificable, propone un viaje al pasado. “Los que vienen, buscan bajar el ritmo urbano y volver a disfrutar de los sabores simples y criollos”, apunta Pozzi.
La pulpería no ha sufrido cambios. Un mostrador de madera, alisado por el paso de los siglos, sirve de apoyo a parroquianos que se congregan para tomar un aperitivo delante de estanterías que estiban botellas con una gruesa capa de telarañas. “Hace un siglo que nadie las toca”, asegura Pozzi. Es una de las claves del magnetismo que provocan estos espacios. Desde la cocina llegan los aromas; la experiencia gastronómica se inicia mucho antes de sentarse a la mesa.
Sencillez y raíces
¿Cómo se podría definir la gastronomía pulpera? En El Terruño buscan lo simple y lo local, el llamado kilómetro cero. Rezk da pistas para entender el fenómeno. Su entrada es con fiambres de una granja del pueblo. Los quesos llegan desde Los Toldos, una localidad cercana donde descendientes de holandeses producen queso gouda. Luego se incluyen escabeches de pollo y berenjenas hechas a la vuelta del almacén, y el pan casero de la panadería de la esquina. Una práctica común a pulperías y boliches de campo es promover la economía circular, y destinar un lugar para exhibir sabores hechos por productores locales: mermeladas, escabeches, embutidos y quesos.

De esta manera, el visitante puede disfrutar del menú en la mesa y llevarse a su casa muchos de los productos que prueban. En el caso de la Pulpería de Cacho, cuelgan pecheras de salames denominados quinteros, que identifican Mercedes. En Tandil, en el mostrador del Cuatro Esquinas, están a la venta todos los quesos que producen y que se incluyen en las tablas que sirven. Un dato alentador: la totalidad de productos exhibidos son locales. La seguridad de consumir recetas familiares.
“Después de la picada, las empanadas de carne desmechada y fritas en grasa de cerdo”, Rezk continúa describiendo los pasos del menú campero. Asado con chimichurri y salsa criolla, y bondiola a la mostaza y miel, completan el plato principal. “De postre, un ícono nacional: el queso y dulce (de membrillo o batata), el que prefería Borges”, completa el menú.
“Siempre proyectamos conservar el perfil de los sabores de olla y la carne a la cruz, de recetas de nuestra familia, nuestra abuela Figenia”, afirma Pozzi. En la pulpería, los pilares de la cocina se sostienen con bases italianas y españolas, principalmente la primera. “El secreto de nuestra cocina pulpera es que siempre son platos de elaboración con procesos sanos”, dice. La experiencia se inicia con las empanadas de Cacho, emblema de esta esquina campera, famosas en todo el país. No hay misterios, las hacía en vida el propio Cacho y legó la receta a su sobrina, quien está detrás de las ollas. Hace 80 años que se hacen de la misma manera: de carne, fritas, algo picantes. “No hemos cambiada nada”, confirma.

“Las historias familiares forman parte del menú”, asegura Pozzi. Su madre, hermana de Cacho, nació en la propia pulpería y todavía se la puede ver allí. Hay cuatro generaciones de Pozzi Di Catarina trabajando; “a la gente le da seguridad vernos”. No sólo ofrecen carnes, sino que amasan pasta y cuando la temperatura baja y en días patrios añaden a su carta locro, guiso de lenteja, de mondongo y carrero (muy típico en el campo). “Nos interesa trabajar con sabores auténticamente argentinos”, resume Pozzi.
Otra clave para entender la gastronomía pulpera son sus límites bien definidos. No se aceptan sabores foráneos, no los cocinan y tampoco los buscan los comensales. “Existen restaurantes estilo campo que terminan desvirtuando el concepto de comida criolla, así aparecen en sus cartas cazuela de mariscos o sushi, cervezas artesanales con nombres en inglés y burgers”, explica Rezk. Es simple para ella y resume la teoría y práctica de esta sincera gastronomía que nace desde la intimidad familiar: “Lo que no forma parte de nuestra identidad no debe estar en el menú de un boliche de campo”.
“Creemos que la «gastronomía de boliche de campo» tiene que ver con la comida casera, con los sabores tradicionales, debe incluir productos genuinos, cultura, arte y trato personalizado”, concluye Somi desde Tandil.