La lubina del último menú de Paco Morales en Noor es uno de esos platos que marcan una comida y no se olvidan. Me decía hace muchos años Jesús Oyarbide que una gran comida es aquella en la que al menos un plato se te queda grabado para siempre, y este es uno de ellos. La lubina ha sido salada, eliminando así una parte del agua que contiene la carne, y llega a la mesa aparentando estar casi cruda. El engaño es parte del encanto. Donde esperas resistencia y textura fibrosa encuentras un punto de cocción que se revela exquisito; sedoso, suave y entero al mismo tiempo. La piel crujiente, parece que condimentada con limón quemado, redondea el bocado. El pescado llega sobre una salsa ligada a partir de caldo de lubina -cabeza y espinas- y le acompaña un rulo de pimiento chocolatero asado que no debería estar. Es bueno, pero distrae la atención de lo que realmente importa. Esa lubina es para disfrutarla a solas, en la intimidad del plato; ella, la salsa y tú, sin testigos.

Han pasado cuatro años desde mi última visita a Noor y el paisaje ha cambiado. Hay pimiento, chocolate, tomate, aguacate, papa, mole, maíz, chiles… No sé si es el primer año que incorpora productos llegados de América o si la historia que cuenta el restaurante desde su fundación en 2016, que es la de la cocina andalusí, acaba de dar el salto al nuevo mundo, llegando a México con la expedición de Hernán Cortés. Tampoco es determinante; la cocina de Paco Morales me interesa más allá del relato que la hila. Empezó por la Córdoba del siglo XII, trabajando la despena precolombina y las bases culinarias del antiguo Al Ándalus y así ha ido avanzando, subiendo siglo a siglo con los años. Me he saltado algunos menús y los siglos ya no me parecen tan importantes. Detrás del concepto hay un gran trabajo de investigación y un notable corsé culinario, pero me atrae más constatar la madurez de un cocinero y una cocina que han llegado a la edad adulta.
Después de la lubina llega a la mesa el pichón. Paco es un especialista en pichón; siempre hay uno en su menú y cada vez es diferente a la anterior. Esta vez, el tratamiento de la pechuga es el habitual, piel crujiente y carne aparentemente cruda, sin dejar huella de sangre sobre el plato, condimentada hoy con trufa de verano rallada. Junto al corte de carne aparece un canelón de cacao que envuelve los interiores del ave; una pieza maestra que propone el sabor de un salmís. También hay un poco de caviar, pero es víctima de los protagonistas del plato; solo queda el regusto salino.

Son dos platos de un menú largo en el que Paco Morales se muestra como lo que siempre ha sido, un cocinero técnico, obsesionado con el detalle, en cuya cocina no cabe la simplicidad. Lo muestra en la cuajada de almendras con bonito curado (los tres pescados de este menú llegan curados en sal), con el contrapunto de una pasta de cacao oculto bajo la cuajada, en realidad un ajoblanco denso y ligado. Hay almendras frescas junto a cuatro dados de bonito, para acabar de componer un plato estimulante y lleno de matices.
Encuentro momentos brillantes en el menú de este año. El juego de contrastes -otra vez salados y ácidos- de los tomates cherry, envueltos en un imperceptible velo de anchoa, con rape, pulpa de tamarindo y un suave escabeche de mandarina, o la estimulante tosta de chile cascabel con gambas blancas crudas maceradas en vinagre de algarroba. El sedoso de bacalao con yema de huevo curada, con bolitas de nabo y tronchos de lechuga braseados mantiene el ritmo de una cocina siempre compleja que casi nunca subvierte la naturaleza del producto.
Hay platos que llevan el asunto a terrenos fronterizos, como la endibia (antubiya) a la moruna, un juego de amargos matizados por una lámina de tocino ibérico, la gama de contrastes que proporciona la menestra -cebollitas, trigueros, zanahoria, colmenilla- con mole negro, o el complejo cruce de caminos, texturas y sabores que proporciona el primer postre del menú, un helado de limón ceutí con bizcocho de hierbabuena, nieve de cilantro y pimienta negra.

Noor no ha cambiado en estos seis años. Todo parece igual, más allá del diseño de vajilla, cubiertos y adornos. El mismo lavamanos a la entrada, idéntica ceremonia, el mismo espacio, los mismos decorados y un equipo sobrio y profesional, en el que ya se ve alguna cara conocida tanto en la sala como en la cocina. La puesta en escena ha ganado en naturalidad; entendieron que no están allí para representar sino para contar y guiar. También sigue viva la sorpresa de un espacio consagrado a la alta cocina en un barrio popular, Cañero, llamado el de las casitas bajas. Curiosa historia, Chisco, el otro comedor que hace brillar la alta cocina en Córdoba también es un restaurante de barrio, esta vez de la Fuensanta.
Hay mucho más en este menú largo y al mismo tiempo llevadero. Desde el brillo del Karim (una suerte de humus) de pistachos con huevas de arenque ahumadas y manzana verde, completado con el toque picante de unos dados de pan negro que salpican el plato; dulces, salados, ácidos, ligeras notas amargas y el calor del picante para un plato que seduce. El final de la comida es un ejercicio concretado alrededor de la algarroba -helado y bizcocho- marca la frontera entre el tiempo de la exaltación de la algarroba y la nueva era marcada por la llegada del cacao, del que aquella acabaría convertida en sucedáneo.