Madre de familia italiana. Padre, de raíces españolas. Y Herminia Cajal, la empleada doméstica, vino de Tucumán, del norte andino de la Argentina. En esa amalgama de sabores nació y creció Julián Díaz, uno de los protagonistas de la gastronomía más presentes de Buenos Aires. Uno de los pocos que, detrás de cada negocio, detrás de cada propuesta, muestra un discurso que lleva años de reflexión.

Contar qué hace Julián no es fácil: personaje inquieto siempre parece estar por presentar alguna novedad, alguna sorpresa. Veamos: junto con su pareja Florencia Capella es creador de 878, un bar de coctelería abierto hace 18 años y que en pandemia lanzó su propia línea de destilados, desmarcándose de las grandes multinacionales de bebidas. También junto a Florencia, recuperó el histórico bar Los Galgos, con una propuesta de cocina y ambiente cien por ciento porteña. Con otros tres socios -el bodeguero mendocino Sebastián Zuccardi, Martín Auzmendi y Agustín Camps- lanzó los vermús La Fuerza, elaborados a partir de torrontés y malbec aromatizados con hierbas de los Andes, sumando además un bar propio con el mismo nombre en el barrio de Chacarita. Con ellos abrió también Roma, una pizzería que recupera la tradición local de la media masa y el molde, pero con fermentación lenta, harinas orgánicas y quesos de algunos de los mejores productores del país.
Siempre activo
Hay más. En la última década, Julián fue parte de la apertura de lugares muy ruidosos en la escena de Buenos Aires, como Florería Atlántico y el restaurante Anchoíta; junto al enólogo Matías Michelini desarrolló un pequeño proyecto de Pinot Noir en el Valle de Uco, y participa de manera activa en la asociación de cocineros y empresarios gastronómicos A.C.E.L.G.A. Estudió y se recibió de cocinero y de sommelier. Es profesor en CAVE, la prestigiosa escuela de sommellerie dirigida por Flavia Rizutto y María Barrutia. No siempre le fue bien en sus emprendimientos; en algunos incluso terminó en malos términos con quienes habían sido sus socios.

Hay un sabio refrán que advierte, “quien mucho abarca, poco aprieta”. En el ejemplo de Julián Díaz ese refrán no funciona: él abarca y aprieta. Tal vez sea así porque todo lo que hace está unido por un mismo hilo ideológico. Para este joven de apenas 40 años de edad, la pizza, el vermú, los cócteles, los vinos y las recetas tradicionales son parte de un mismo camino que recorre con obsesión: el de una gastronomía argentina cada vez más profesional, con raíces enclavadas en la identidad local. “Es la batalla que está detrás de todo lo que hacemos. Mientras intentamos sobrevivir en lo que respecta al negocio, debemos buscar una gastronomía más sana, más justa, más equitativa para cada una de sus partes. Es nuestra responsabilidad, la mía y la de otros restaurantes amigos: no podemos esperar que sean las cadenas y los grandes grupos los que pongan mejores condiciones en el trato con el personal, tampoco los que busquen mejorar el nivel de la cocina y la producción en el país. A ellos no les importa realmente la gastronomía”.
«En Buenos Aires no hay una cocina porteña
realmente representada,
salvo por algunos bodegones históricos»
SI en 878 Julián y su equipo bucearon en los cócteles clásicos que se servían en la Buenos Aires glamorosa de los años 50 y 60 (la llamada edad de oro de la coctelería argentina), en Los Galgos el trabajo de recuperación histórica multiplicó la apuesta. “Fue una exageración de esa búsqueda, un laboratorio abierto. Ahí puse todo lo que me gusta de la gastronomía. En Buenos Aires no hay una cocina porteña realmente representada, salvo por algunos bodegones históricos, pero que en la mayoría de los casos perdieron una mirada de calidad. No tienen buen pan, el aceite es malo, los vinos están calientes. Con Los Galgos quisimos mostrar otra opción, donde cada detalle, cada cosa que ofrecemos, todo tiene un por qué: desde el tostado de jamón y queso al vaso donde servimos el agua. Para esto investigamos libros y recetarios viejos, recuperamos platos olvidados”, explica. Un ejemplo de esto: los membrillos rellenos de cordero, una preparación que se remonta a la cocina criolla porteña del siglo XIX.
Declaración de principios
Los Galgos es así una declamación constante de principios: desde los más tradicionales -los fileteados pintados a mano, el Carlos Gardel que custodia la puerta de entrada, un delicioso revuelto Gramajo en el menú- hasta los más combativos, como haber ofrecido en su momento el bar para quienes precisaban descansar o ir al baño, en la multitudinaria vigilia en defensa del aborto no punible que se realizó hace un par de años en la cercana plaza frente al Congreso.
Los que conocen a Julián Díaz en la intimidad saben cuánto ama la gastronomía. Frente a un plato rico de comida – unos ravioles caseros de seso y verdura- sus ojos brillan como los de un niño frente a un chocolatín. Pero lo que más disfruta es lo que llama la dimensión cultural de la gastronomía. “Lo comercial da la condición de existencia, pero sin lo cultural no hay verdadero valor. Haber aprendido esto se lo debo a Perú, cuando fui a la primera feria Mistura en 2011. Ese viaje a Perú fue más revelador que cualquier otro viaje que hice antes o después a cualquier otro lado. Si en Europa entendí lo importante de las tradiciones y del producto, la riqueza de la investigación y la puesta en valor las vi en Perú”.

Con el crecimiento que significó La Fuerza (que pronto -dicen rumores que él no desmiente- sumará una segunda sucursal fuera de Buenos Aires) y la pizzería Roma, la última apuesta de Julián es la profesionalización. “Hacia afuera se ven los locales, el 8, Los Galgos, La Fuerza, Roma. Pero hay una quinta empresa que abrimos y que cambió por completo mi modo de trabajo: una empresa que se dedica a la administración de las otras cuatro, que nos brinda servicios en las áreas de compra, de operaciones, de personal, de productos. Eso es algo que muchas veces los gastronómicos no le damos la importancia necesaria, pero es básico. Sigue habiendo cocineros que creen que con la cocina se logra todo y no es así. No podés pensar un producto sin pensar su precio; no se puede ser creativo al pedo”.
Detrás de una risa franca y contagiosa, Julián no esconde su queja y mirada crítica: “Nos falta un código de ética, ese es un debate que no se está dando. No hay fair play en la gastronomía. Con A.C.E.L.G.A. deberíamos promover eso, aunque hasta ahora no hayamos logrado consenso. No hay un fair play en las relaciones con los empleados, con los proveedores. Hay cocineros que se enfurecen si querés contratar a alguien de su equipo con una propuesta mejor, eso es absurdo, son prácticas decimonónicas, esclavistas. También hay lugares que le compran a un productor de cerdos y le prohíben a ese mismo productor venderle a otro. O que le exigen exclusividad a una cristalería por una copa de vino. Todo esto es lo opuesto a lo que debería ser una gastronomía abierta y colectiva”.

Aun así, es optimista con el presente. Advierte que hay una generación de cocineros (“los que nacimos cuando todavía existía el muro de Berlín) que están poniendo en valor la historia gastronómica argentina. “Lo hace Pablo Rivero, lo hace Federico Fialayre, Luis Morandi, los chicos de Corte, lo hace Narda Lepes, entre muchos más. Muestran que no nacimos de un repollo. Luego están las camadas más jóvenes, que me parece que no les importan tanto las tradiciones. Es algo generacional: si no les importan en la música, menos les va a importar en la gastronomía. Pero son chicos que igualmente quieren una mejor gastronomía, más sana, más justa, de calidad. Hablo de un lugar como Anafe, que es extraordinario. Se empieza a dar una tensión entre todo esto que será enriquecedora”.
Mientras cocina, Julián escucha música clásica, también folclore rioplatense; su playlist personal va de Cuchi Leguizamón, Juan Falú y Chango Spasiuk a Sviatoslav Richter y Martha Argerich. En todo lo que hace se percibe algo de vieja escuela pero sin nostalgia. Sus bares y restaurantes tienen un pie detrás y otro bien adelante. Lo mejor, dice, está por venir. Un futuro que lo tendrá armando nuevas propuestas.