Elvira Fernández, ‘Viri’, no se había planteado nunca dedicarse a la cocina. Era comercial y disfrutaba su trabajo. Un accidente de tráfico cambió su destino. «Me pusieron un corsé ortopédico y no podía estar sentada. Tenía tres hijos y necesitaba trabajar. Hice una lista de las cosas que sabía hacer y taché las que requerían sentarse. Quedó cocinar», recuerda.
Acondicionó la casa de sus padres y abrió El Llar de Viri. Corría el año 1996. Veinticinco años después, su casa de comidas obtuvo la primera Estrella Verde Michelin de Asturias, que se sumaba a distintivos como el certificado internacional Slow Food y un Bib Gourmand. Viri del Llar, como se la conoce en el mundillo gastronómico, ha estado en Málaga para inaugurar con su fabada (Mejor Fabada del Mundo 2013) las Jornadas de la Cuchara del restaurante Palo Cortado.
Puede que no planeara ser cocinera, pero se ha convertido en una de las voces más influyentes de la cocina tradicional.
«Lo he hecho sin ninguna conciencia de estar haciéndolo. Me llevo bien con los jóvenes porque me gustan, y algunos me llaman ‘la mami’ porque tenía muchos años cuando empecé en la gastronomía (ríe). Yo era comercial, y las vueltas que te da la vida, me veo abriendo una casa de comidas con unas ideas que luego resultó que eran avanzadas. Hice lo que a mí me gustaba encontrar cuando llegaba a comer a un sitio: poner un ‘mantelín ‘y una servilleta de tela, que me contasen lo que había, porque cuando te tomas el trabajo de mirar la carta, eliges algo y te dicen que de eso no hay, me da un coraje… Por eso en mi casa siempre se cantó la carta. Y eso de contarte de dónde vienen los productos, tan de moda ahora, en El Llar se ha hecho siempre porque a mí me gustaba que me dijeran de dónde venían el cordero o las cebollas. Eso fue lo que hice, y llamó mucho la atención».
«Lo que mantiene la cocina tradicional es el amor de muchas personas.»
La casa de comidas iba a ser algo provisional, pero se le fue de las manos.
«La idea era tenerla un par de años, hasta que pudiera volver a trabajar de comercial. Hablé con mis hijos por si podían echar una mano y se sumó también María José, entonces novia de mi hijo mayor y hoy su mujer y mi sucesora. Arreglé la casa de mis padres. Le dije al albañil: quiero poner una casa de comidas y tengo un millón de pesetas. Le dio una risa que se moría, pero lo hicimos y nos sobró dinero. Claro, no pusimos cocina. Para llevar cada plato, subíamos y bajábamos los 14 escalones que había de la bodega a la cocina. Así tengo yo las piernas de musculadas, que el otro día un compañero me lo decía… El caso es que pasaron los dos años y aquello me gustaba, y estaba empezando a funcionar. Decidimos seguir y ya puse yo mi cocina, que la puse abierta, algo que tampoco era habitual hace 22 años».
Su conocimiento de la cocina venía de la transmisión familiar. Hoy sería difícil que alguien joven abriera un restaurante tradicional sin haber estudiado Cocina.
«El caso es que muchos jóvenes aprecian la cocina tradicional y les encanta que les cuentes de dónde vienen los platos. Nosotros tenemos clientes jóvenes que no vienen con sus padres, sino por ellos mismos»
También es una cocina con valores como la sostenibilidad, que preocupa mucho a los jóvenes.
La revalorización de la cocina tradicional es consecuencia de su abandono. En los restaurantes buscamos lo que no comemos en casa.
«Dicen que ya no se cocina por falta de tiempo, pero con los avances de hoy y un poco de organización, no lleva tanto. Eso era un problema para los antiguos, que no tenían neveras ni congeladores, pero hoy día no lo es. Tú haces un sábado una buena cazuela de pisto, lo metes en unos tarros y con eso ya tienes un montonazo de platos hechos, desde un arroz con huevos y pisto a una empanadilla o un guiso de pescado. Los procesos que llevan más tiempo los haces de una vez en cantidades grandes y luego vas tirando de ello».
La mujer en la gastronomía suele estar vinculada a la tradición. Pero en un restaurante de cocina tradicional también hay una visión profesional, no cocina usted como su abuela…
«Lo que no tendría que haber es oposición entre una cosa y otra. A mí muchas veces me preguntan: ¿qué te parece la cocina moderna? Pues me parece fantástica si es buena, y además la cocina tradicional le debe mucho a la cocina de vanguardia»
«Ellos nos deben a nosotros la base y nosotros les debemos cantidad de adelantos que nos han facilitado el trabajo y mejorado los resultados. Los tiempos de cocción, la presentación, las vajillas, los aparatos… Eso se lo debemos a la cocina de vanguardia, ¿o vamos a seguir haciendo las berzas en un pote de tres patas? Pues no, un día vale, por hacer un homenaje a la memoria, pero la vida diaria nos la han facilitado mucho. Otra cosa distinta es el mundo de las apariencias».
¿A qué se refiere?
«El año pasado me invitaron a la mesa de debate de la Guía Michelin. Nos sentaron con algunos chefs de primera fila. Y yo aproveché. Dije: agradezco muchísimo que estéis hablando del producto de cercanía, pero muchos lo llevamos haciendo toda la vida. No estáis descubriendo nada ni vais a recuperar nada.
«Quiero que nos reconozcan el mérito a los que sin meternos en el foie y el confit de pato hace 25 o 30 años decidimos seguir con la cocina tradicional»
¿Se ha reconocido poco en España la cocina tradicional? La Guía Michelin no suele premiarla con estrellas.
«Yo lo dije en aquel debate, y se rieron más todavía, porque añadí: ‘también pido que todos esos cocineros con estrella que dicen haber aprendido de sus madres reconozcan su labor dando su nombre’. Hay algunos que dan el nombre de sus madres. Los Roca, Berasategui, Nacho Manzano… Pero la mayoría no. Antes todos presumían de haber aprendido en Francia con Robouchon, y ahora todos han aprendido a cocinar con su madre y su abuela. Bueno, pues yo quiero que den el nombre de esa madre y de esa abuela, porque se lo merecen. Que digan: «Mi madre Pilar y mi tía Maruja». Y luego está el tema del huerto. Ahora todos los ‘estrellas’ tienen huerto, pero en aquel debate estábamos sentados con unos pocos y los únicos que teníamos manos de trabajar en el campo éramos Rafa Monge, de Cultivo Desterrado de Sanlúcar de Barrameda, y yo. Hay que darles un poco de realidad: no estáis inventando nada, así que reconoced la labor de los que llevamos luchando tantos años».
¿Siente que se ha hecho una moda de sus valores?
«Tampoco es que nosotros lo hayamos hecho por abanderar una causa. Yo trabajé el producto de cercanía porque me daba seguridad. Sabía quién tenía buenas patatas o buenas cebollas, y me tiré a cocinar aquello porque si encima de estar como estaba tengo que aprender a cocinar foie… Ni sé hacerlo ni lo prefiero a un guiso. En el fondo, lo que mantiene la cocina tradicional es el amor de muchas personas. Pero en el debate terminé diciendo: tengo que daros las gracias porque los que hasta hace tres o cuatro años éramos los paletos que hacíamos fabadas y potes, ahora somos la aristocracia de la gastronomía. Ángel León, que estaba en la mesa, se reía…»
¿Qué es una guisandera?
«Era un oficio. En Asturias había mucho aislamiento entre los pueblos. No había médicos ni ningún servicio. Entonces surge una figura femenina, la guisandera, con saberes que pasaban de madres a hijas. La guisandera tenía muchas habilidades, y cobraba en dinero, en género o incluso en peonadas. Las llamaban cuando había un enfermo porque sabían de hierbas y de dietas, y además eran las que sabían hacer los guisos. Cocinaban en bodas o en entierros. Cuando había una boda se necesitaban salones, cubiertos o vajilla, y ellas tenían un carro donde llevaban su vajilla, sus cazuelas, sus hierbas… Las guisanderas fueron las inventoras del ‘foodtruck’ (ríe). Solían tener una vaca para el mantenimiento de la casa, y fueron las primeras que cerraron la cuadra para hacer un salón. De allí salieron las primeras casas de comidas y las primeras tiendas rurales».
Usted ganó el premio a la Mejor Fabada del Mundo. ¿Me puede dar consejos?
«Lo primero, usar buenas fabes, que no tienen casi piel y absorben el sabor del caldo. El compango es fundamental, sobre todo la morcilla. Los embutidos tienen que ser asturianos porque el toque de la fabada lo da el ahumado tradicional. Para la fabada cada uno tiene su protocolo. Yo uso faba seca. Las pongo a remojo, tiro el agua del remojo y las pongo a cocer. En Asturias uso agua del grifo. Aquí las hice con agua mineral y un poco del grifo. Pongo desde el principio todo menos el chorizo y la morcilla. Arrancas primero a fuego fuerte y cuando rompa a hervir, vas retirando impurezas de la superficie. En el momento en que dejan de salir impurezas, se echan el chorizo y la morcilla. Cuando vuelven a hervir es cuando añado la sal».
«Antes todos presumían de haber aprendido en Francia con Robouchon, y ahora todos han aprendido a cocinar con su madre y su abuela»
«Si cueces hasta el final sin sal, las fabas quedan sosas. Entonces bajo el fuego y a partir de ahí, a fuego lento. Dejas cocer a fuego muy lento añadiendo cuando haga falta agua fría. Luego ya se le pone el pimentón. Lo disuelvo en aceite de oliva frío para que suelte el color y también añado un poco de azafrán. Por el color, no por el sabor. Cuando apagas el fuego, sacas el embutido para que no quede roto ni pierda el sabor. Lo sacas todo para cortar y poner un trocito de cada cosa en el plato. Y nada, una cuchara y a comer».
Es una cocina muy orgánica, donde tienes que estar mirando.
«Ah, sí. Cuando me preguntan qué le pongo a las fabes, siempre digo que lo que piden. Si piden más agua, echo más agua. En la cocina tradicional no hay exactitud. Tienes que ir mirando».
¿No se cansa de la fabada?
«Bueno, yo si me tengo que llevar un solo plato a una isla desierta, me llevaría un buen pote astur de berzas o de castañas (ríe)».
Foto de portada de Daniel Maldonado.