Una sonrisita, por favor

«Lo confieso: me gusta la gente alegre y la gente amable»

Hace unos días, cuando salía de la fiesta de celebración de los 60 años de la barcelonesa Bodega Sepúlveda –¡mil invitados!–, pensaba en lo satisfechos que había visto a sus propietarios. Cuando me acerqué a felicitarlos, me contaron que se sentían felices porque estaban entre amigos, entre gente a la que habían servido un montón de veces, a la que apreciaban y por la que se sentían queridos.

Mientras regresaba a casa, me preguntaba si para el común de los mortales eso del trato amable y la hospitalidad debe de ser tan importante o si es una obsesión mía.

Una sonrisita, por favor 0
Fiesta de 60 aniversario de Bodega Sepúlveda.

Y pensando en esas cosas, a la vez que buscaba las llaves en el “cajón desastre» de mi bolso, observé la persiana bajada de la panadería que han abierto al lado de la finca donde vivo. No me gusta demasiado el pan que venden, y a dos pasos tengo un horno muchísimo mejor. Pero de vez en cuando entro y compro cualquier cosa. Lo hago para poder saludar a la dependienta, una mujer que me encanta porque siempre sonríe y tiene la carcajada fácil. Más de un vecino pensará que está un pelín zumbada, pero no se imaginan el buen rollo que a mí me da oír su risa fresca y contagiosa cuando vuelvo a casa cansada, o devolverle el saludo cuando paso por delante de su tienda. No sabe cómo me llamo, pero conoce el nombre de mis hijos y no se desalienta jamás ante la timidez del más pequeño, quien por su caracola de chocolate favorita mantiene el tipo y la conversación aunque en el fondo albergue la sospecha de que a la pobre le falta un tornillo.

Lo confieso: me gusta la gente alegre. Y la gente amable. Y eso es algo que echo tanto de menos en el trabajo, en los comercios,  en los bares, en los restaurantes… Tal vez será por ello que últimamente mi mala memoria empieza a dar signos puntuales de recuperación cuando se trata de retener los rostros de las personas que parecen felices con su trabajo y que me atienden con amabilidad.

Mantengo fresca la imagen de una chica a la que vi hace unos días en San Sebastián Gastronomika. Se ocupaba de controlar una de las puertas del recinto y regalaba una sonrisa de oreja a oreja a todo el que pasaba por la zona de su competencia. Podría reconocerla entre una multitud. Y sin embargo soy incapaz de poner nombre a un montón de personas a las que en el mismo congreso me encontré por los pasillos y con las que charlé mientras luchaba infructuosamente por recordar quién demonios era ese tipo cuya cara tanto me sonaba (juro que lo paso fatal).

Admiro a aquella chica de San Sebastian como admiro a la dependienta de la panadería. Admiro al camarero o la camarera que aman el trabajo de sala. Al cocinero que lo está pasando mal y sigue dejándose la piel y recibe al cliente con alegría. Y al gran chef que es capaz de vislumbrar que la próxima revolución en la alta cocina pasa por la hospitalidad, por el trato cercano y la complicidad. No me gustan las sonrisas de pantomima. Ni el servilismo: el cliente no siempre tiene la razón. Pero prefiero una sonrisa amable y sincera que el mejor bocado.