Una realidad llamada Trescha

La memoria del sabor

Lo primero que tengo claro cuando me acerco a Trescha es que este restaurante no es ningún invento de la Michelin, y también que la guía le ha dado mucha vida a un restaurante del que se hablará mucho; el reconocimiento atrae clientela. Tal vez, nada más entrar al pequeño bar que antecede al comedor -una barra para diez o doce como espacio único, rodeando una parte de la cocina-, te puedes precipitar y pensar que llegaste a uno de esos decorados de cartón piedra tan frecuentes y tan aburridos del nuevo tiempo culinario. Las dudas se disipan en cuanto sirven el primer aperitivo, sentado en la antesala a la espera de dar el paso que te lleve a la parte más consistente de la cena. Bastan dos bocados para que el telón se levante definitivamente, confirmando que la estrella recibida por Trescha en la primera edición de la Michelin de Buenos Aires y Mendoza es un reconocimiento más que merecido.

 

En algún momento me paro a pensar que se quedaron cortos: está en condiciones de aspirar a más. La cocina argentina se pregunta si habrá tiempo para una segunda edición; la motosierra también amenaza la aventura culinaria local y la pregunta es si fueron previsores y lo dejaron pagado y bien atado.

 

El joven cocinero se ha ganado una doble distinción de la Michelin: una estrella para Trescha y mejor joven chef del año para Treschanski. Aunque los cocineros nunca son los receptores directos de las estrellas -en eso engañan las películas y las series que traman aventuras presuntamente vividas en la cocina-, siempre están tras ellas y en este caso el reconocimiento personal agregado ratifica a Tomás Treschanski como el gran protagonista. Lo que veo esta noche es el fruto de la determinación y las obsesiones de un personaje que demuestra una consistente formación técnica, exhibe autoridad al hacer comestibles sus ideas, y sobre todo derrocha empecinamiento para afrontar, sacar adelante y consolidar una aventura por la que muy pocos apostaban hace apenas ocho meses. Es mi primer contacto con su trabajo, pero diría que este cocinero ha crecido manejándose contra la corriente y ese estatus le ayuda a superarse.

 

Encuentro una cocina diferente, sin apenas representantes en Buenos Aires. En el tiempo de lo casual elevado a los altares, Trescha exhibe una generosa obstinación por seguir los trayectos abiertos por la alta cocina creativa, a una altura que Buenos Aires solo había conocido antes de la mano de Gonzalo Aramburu en Aranburu. Hubo otros candidatos -unos reales y otros autoproclamados- pero todos se quedaron a mitad de camino o directamente en la cuneta; en los diez años que llevo visitando la ciudad solo había conocido remedos (muchos), intentos fallidos (aupados por un gremio que no necesitó ni una hora para olvidarlos) y la excepción de El Baqueano, que migró a Salta con el virus y nos dejó la interrogante del lugar que ocuparía hoy. Los riesgos que asume la cocina de Treschanski añaden alicientes a la visita. Y además lo hace en los tiempos de la crisis y el abismo social: nunca había encontrado tanta gente durmiendo en colchones extendidos en la calle, jamás tanto ciudadano buceando en los contenedores de basura de la Ciudad de Buenos Aires.

 

La parte técnica de la cocina de Trescha es impecable y las ideas se traducen en bocados trabajados, precisos, cuidados y generalmente bien resueltos. Por suerte no forman lo que hoy llaman experiencia. Ni nos transportan a un mundo imaginario ni nos transforman en lo que no somos; simplemente conforman algo tan poco sencillo como una comida diferente que además (me parece) merece la pena. Solo echo en falta las emociones. Entre tanta sutileza y elegancia, necesito que de cuando en cuando se me ericen los pelos del cogote, la cocina me inquiete y que el contenido del plato o la forma de elaborarlo motiven las preguntas, y esa parte todavía no me funciona. Lo comento con su equipo en el taller creativo que mantiene en la parte alta del restaurante. Me hubiera gustado decírselo personalmente a Tomás, a quien empiezo a apreciar aunque solo conozca su cocina, pero está de viaje: habrá que esperar a que deje de mostrase entre extraños y vuelva a estar frente a sus clientes. Qué raro se nos ha vuelto el mundo de la cocina: ya no buscamos al cocinero en su negocio; para verlo, hay que rastrear su estela por el mundo.

 

Tomás Treschansky no es el único que viaja para mostrarse, pero es precisamente el que no lo necesita. Su estrella Michelin le viene, entre otras muchas cosas, por su decisión de quedarse en su cocina para que su trabajo no se detenga y sus clientes puedan disfrutarlo. Sería triste que le tentara tanto la cara oscura de la gastronomía latinoamericana como para dar la espalda a la dinámica que le ha otorgado nombre, imagen y presencia. Encuentro en lo mismo a Gonzalo Aramburu, el único dos estrellas de la Michelin Argentina –precipitado, como Treschannski, en el sumidero que The 50 Best reserva para los negocios que no participan del juego de invitaciones y viajes pagados; las canaperas raramente frecuentan sus comedores-, embarcado en el mismo vuelo que Treschansky. Gonzalo me dice que es algo ocasional, y que sabe que su sitio está en el restaurante, pero cinco días después lo veo anunciándose para mediados de mes en Lima. Esto no pinta bien.

 

Unos días después me soplan que Mariano Ramón (Gran Dabbang) se ausenta hacia Montevideo, aunque son casos diferentes. Mariano vive la pelea -acabará siendo reyerta; al tiempo- de los 50 Best y Uruguay está ganando por su influencia un peso que nunca tuvo por sus restaurantes, llevándose una tajada en las giras gastronómicas de la orden del cocinero errante.

 

Entre tanto, empiezan a llegar los ecos del anuncio de los estrellados, distinguidos y recomendados por la recién estrenada Michelin mexicana. Escucho un par de podcast que me llegan desde México y Colombia (seguro que hay muchos más, aunque perdí las ganas; lo poco que escucho tiene la consistencia de la soda con hielo), y los dos coinciden en los adjetivos dedicados a la guía francesa: elitista y sectaria. Entiendo lo del elitismo, es condición compartida por la inmensa mayoría del medio gastronómico: hablamos de lugares y cosas que acostumbran estar lejos del alcance de la mayoría. También los asadores de carne de cerdo que encandilan a las listas están vedados para el vulgo.

 

En cambio, me sorprende lo del sectarismo de la guía, hasta que en un recodo de los desvaríos del podcast escucho la palabra viaje y se me prende una lucecita. Cuando se habla de viajes también nos referimos a los periodistas más o menos gastronómicos. El alumbramiento de 50 Best ha operado un giro radical en el ejercicio del periodismo gastronómico: un periodista con la manga ancha y bien dispuesto podría dedicar medio año a recorrer América Latina, desde Baja California al eje que forman Sao Paulo, Buenos Aires, Mendoza y Santiago, sin pagar un vuelo, hacerse cargo de una reserva de hotel y, claro, la factura de un solo restaurante. ¡Salvad el periodismo gastronómico! rezan los bocetos de la siguiente campaña de Greenpeace.

 

Nada que decir sobre el ranking de The World’s 50 Best Restaurants anunciado el lunes. Este año, recomiendo la lectura del artículo de Pete Wells publicado en The New York Times. Hay cuestiones que no puedo compartir, pero me parece una lectura interesante.

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