Se me ha pasado el día de la tarta de queso. Es un reflejo de como va mi mundo; olvido el día en que vivo y se me van colando, una a una, las referencias que deberían enderezarlo. También he olvidado el cumpleaños de mi hermana, que coincide con el del pastel de queso, pero es otra historia y tendrá menos consecuencias. Me entero por los medios, que celebran el acontecimiento con el ímpetu de la muchachada bailando el chupinazo en San Fermín: bullicio y alegría mientras aguante el cuerpo. La tarta de queso merece eso y más. El caso es que desperté a eso de las once y media de la noche con la habitación moviéndose -imagino que sucedía lo mismo con el resto de la casa, pero no me levanté para comprobarlo- y me dije, una de dos, o un temblor o los ecos de la fiesta del queso. Sentí una cierta inquietud. Los temblores están normalizados en esta parte del mundo, pero la posibilidad de un tsunami de queso fundido emborrizado en restos de bizcocho era como para preocuparse.
Los mandatos de seguridad dicen que en un caso así debes tirarte de la cama, sin perder tiempo ni para calzarte las pantuflas, agarrar la mochila de supervivencia y colocarte bajo el dintel de la puerta, que suele ser un punto seguro. Una vez me tiré escaleras abajo mientras los vecinos reían la ocurrencia. Anoche fui corriendo a la cocina y me volví a la cama con una cuchara en la mano, listo para comerme la ola gigante de queso licuado. No ha sucedido, pero no puedo cerrar los ojos; acabo de caer en la cuenta. En 7Caníbales hemos olvidado la lista de las tartas de queso más fluidas del momento. Mierda. Imposible dormir cuando te invade el sabor de la derrota.
La lista de las mejores tartas de queso es una tradición; la parada intermedia entre las de los mejores roscones del barrio, que vienen a ser la referencia del cambio de año. En poco tiempo, Madrid cambiará las doce uvas en la Puerta del Sol por la lectura de los mejores roscones de la Señorita Pepis en la butaca de la peluquería. Para media temporada quedan las croquetas y las medias noches con espárragos y mayonesa, que vienen pegando fuerte con sus respectivos días. El mundo de la cocina vive más peligrosamente que nunca, y las listas y los días a los que corresponden aportan un plus de adrenalina.
Hace treinta años las cosas eran diferentes. Había pasado tiempo desde que El Corte Inglés institucionalizara el día de la madre, y Rafael Ansón se empeñaba en que celebráramos el día de la cocina por Santa Teresa. El alborozo de los académicos de lo gastronómico, siempre atentos a las ocurrencias del líder, contrastaba con la indiferencia del mundo real, que seguía en modo espera, como hibernando, consciente de que la paciencia es la madre de todas las ciencias y que estaban por llegar eventos que cambiarían el mundo. El día de la tarta de queso, sin ir más lejos. Todo ha virado entre los días del Philadelphia y los del popurrí de quesos; las cocinas se hicieron dinámicas y entronizamos la sorpresa como elementos distintivo: ¿Qué tarta será más líquida?, ¿cuál de ellas será menos tarta?
Dice Francis Paniego en la entrevista que le hizo David Salvador para este medio, que no entiende como su madre pudo ganarse la vida con 35 recetas, mientras él atesora más de 700 (eso era lo importante de la entrevista, no el desvarío que nuestro responsable de redes eligió destacar; les pido disculpas). Habla de muchas otras cosas interesantes, pero me quedo con el momento en que plantea la posibilidad de dedicar la vida, como se hacía antes, a perfeccionar cincuenta buenas recetas, o las que sean. Estoy de acuerdo con él, siempre que una de ellas no sea la tarta de queso. Por favor. Dicen que está a punto de salir al mercado la versión embotellada. Esto se nos va de las manos.
El otro día, en Quito, desayuné una gazta tarta, escrita en vasco y concretada con una cierta fidelidad a la receta que conocí en las pastelerías (gozotegiak, algo así como mucho dulce, bonito nombre) de San Sebastián. Sorpresa doble, una tarta a la antigua, alta, como de tres dedos, y semi compacta, y además en Fankor -se escribe con la o partida en diagonal de los nórdicos, pero no la encuentro en el teclado; ustedes disimulen-, un café ejemplar, pero sin la menor adscripción vasca. Y no se derretía en el plato. Para nota.
El día de la tarta de queso sigue al de las alitas de pollo y el de la lasaña, que comparten jornada, y antecede al del aguacate y no sé qué otro más. Tenemos días para todo, aunque muchos se podrían reunir en uno solo: el día de la cocina estilo remordimiento. Hay a quien le preocupa que se amontonen sin establecer un orden que permita preparar las correspondientes listas sin agobios. La armonía del universo depende tanto del ritmo al que se expanden la luz y la materia como del orden de los días que rigen la galaxia culinaria. El de la magdalena, todos lo entienden, debería ir detrás del día del vaso de leche, por simple cordura. Todavía no hay un día para el arroz unicapa, pero no le faltan ni tres hogueras de San Juan.
Por este lado del mundo somos más de a pie. Celebramos el día del pollo a la brasa, que equivale a decir el día del pollo recalentado -los hornos de asar no tienen el tamaño de Machu Pichu-, y para celebrarlo talamos un bosque entero: la materia prima de las brasas no crece debajo de las alfombras. También tenemos el día del ceviche, embebido en soflamas nacionales –“El que no le guste el ceviche no es peruano”, rezaba hace años el cartel publicitario de una marca (extranjera) de bebidas gaseosas-, o el del chicharrón (panceta), una referencia más de a pie aunque con mucha más enjundia.
Esta es una columna inservible; una forma de escribir sin contar nada que merezca ser recordado, como el día de la tarta de queso y las listas que arrastra con él. ¿Realmente le importa a alguien? Un recurso de quien observa las olas de calor y el exhibicionismo del Instagram estival -se me antoja como una playa de Ibiza: mucha carne y mucho marisco al aire- desde el invierno austral, bien cubierto y arropado.
¿Quieren algo interesante? Les puedo contar, por ejemplo, algunas cosas que he leído sobre el quechua -kichwa en Ecuador-, la lengua normalizada por el imperio inca que todavía manda en la cordillera andina, donde comparte el 30% del léxico con el aymara. Por ejemplo, carpa, nuestra carpa, viene del quechua, del mismo modo que tayta viene del castellano antiguo; tata, padre. Otra, Perú es el único país latinoamericano cuyo apellido más común es indígena: Quispe. Significa transparente y con la llegada de los españoles se aplicó al vidrio. Una más, el quechua no tiene una palabra propia para brazo. La que había, maki, terminó designando la mano, mientras rikra sirve para hombro y omóplato. En muchas variantes del quechua se dice simplemente brasu, un préstamo del castellano. Lo mejor de todo, no tienen una palabra para la tarta de queso. Una lengua sabia.