Trescientos bueyes en Jiménez de Jamuz

La memoria del sabor

No sabía nada de la raza azoriana, que también llaman ramo grande, hasta que me traen un corte a la mesa. Se me antoja diferente. Algo menor de lo que acostumbran servir en El Capricho, con la grasa más blancuzca y la carne considerablemente más oscura. Me intriga el descubrimiento y le doy vueltas mientras entretengo la espera con una lámina de lengua de buey curada -solo un hilo de aceite de oliva virgen extra y sal; en los asadores, como en todos los palos de la cocina, la sencillez siempre es más- y un poco de esa morcilla leonesa, cremosa y expresiva, que se sirve sin piel, interpretada con sangre de macho castrado. La carne azoriana llega con registros que hablan de consistencia de sabor, profundidad y ternura. La curación ha sido larga pero no encuentro trazos de las notas a pasado y la textura pastosa que delatan las maduraciones que se fueron de madre.

 

La ramo grande queda entre mis mejores amigos cárnicos, haciendo peña con la minhota, una raza medio gallega medio portuguesa, que me ha proporcionado algunos momentos dichosos. Los primeros ejemplares que conocí en las parrillas de El Capricho habían pasado la frontera, tal vez acompañados de algún ejemplar de barroso. Ahora son parte del paisaje de los prados en los que José Gordon cría y engorda sus bueyes. Cada raza es un mundo. Hace años, hicimos una cata de chuletas de diez animales con razas y maduraciones diferentes, y de vez en cuando siento la necesidad de repetir la historia a golpe de cecinas: varios animales y músculos diferentes de cada uno. Iré ahorrando.

 

La cecina de El Capricho es un producto excepcional, casi sobrenatural. Cortada fina y levantada al trasluz, es como un papel cebolla con vetas, casi transparente. Tras cuatro años de curación, la carne ha menguado y los hilos de grasa, velada con tonos entre cremosos y grisáceos, se han hecho más evidentes. Pedro Espinosa se trajo un día a Jeffrey Steingarten, cronista del Vogue norteamericano, interesado en conocer la carne desde una perspectiva entonces extraña para él y el mercado americano: la de los animales cercanos a los diez años de vida y las maduraciones largas. Fue un informe exótico en una región volcada en el angus de feedlot -alimentado con grano y algunos impulsores externos; doce mees estabulado y dos de maquillaje- donde las maduraciones se han convertido en una competición por lo criminal. A Jeffrey le impresionó la carne, pero se quedó con la cecina. El descubrimiento, escribió, era de la magnitud del de Colón.

 

Un día me hablaban del precio de la cecina, que no es bajo, y me puse a hacer cuentas de lo que cuesta alimentar y cuidar un animal durante diez, doce o catorce años. Añadí otros cuatro años de curación y entendí que el precio no guarda relación con el coste. Otros han imitado su cecina y algunos lo han hecho bien, aunque la de El Capricho sigue jugando en otra liga. En el fondo, no hay tantos secretos aunque algunos quedan: animales mayores criados en el campo, alimentación natural, una mano experta y tiempo, mucho tiempo.

 

Estoy de vuelta en casa de José Gordon casi cuatro años después de la última visita y pasados diecinueve desde el primer encuentro. Nada es como lo conocí el primer día. Este restaurante no se detiene nunca, y por mucho que haya avanzado con los años, veo un salto increíble desde que abrimos el viaje anterior. Sobre todo veo reflexión y una clara apuesta por la mejora. José se ha hecho con otra finca, en la que recoge y deja crecer los animales más jóvenes, aunque veo algunos que se acercan a la edad de merecer. En total, cuenta unos trescientos bueyes.

 

Es el propietario de una especie de torre de babel cárnica, con muestras de todos los pelajes y todos los tamaños del vacuno. Minhotos, casines, pardo alpinos, barrosos, retintos, maroneses, ramo grande, sayagueses, sanabreses… de los valles, más gordos y lustrosos, o de las montañas, más enjutos, como menguados. Algunos son casi los últimos ejemplares de su raza. De una forma extraña, este parrillero al que conocí alquilando establos sueltos por el pueblo para guardar los animales que rastreaba por caseríos escondidos de Asturias, Galicia y Portugal, trabaja en la recuperación, la reivindicación y la puesta en valor de algunas razas que van peligrando, casi perdidas.

 

El día que me lo presentaron -llegué a disgusto, arrastrado por mi amigo Mario Rico- hablamos mucho de carnes y al final de la comida me propuso enseñarme un buey. Había trabajado en un periódico de Bilbao y cuando se mataba un buey para carne -los últimos animales de trabajo de los caseríos o alguno retirado del arrastre de piedras del herri kirolak, el deporte rural vasco- era noticia de portada. Veinte años antes del descubrimiento de El Capricho, el buey ya era un mito exótico.

 

El bicho rondaba los dos mil kilos y la cruceta -donde se juntan las puntas de los omoplatos- estaba a dos metros del suelo. Era más alto que yo. Volví a Jiménez de Jamuz unos meses después, para  intimar con su carne, bocado a bocado. He conocido otros, entre ellos un toro negro recién castrado que luego pasó dos años esperando desbravar las carnes.

 

José tiene un cercado en una de sus fincas en el que guarda los veinte o treinta animales que cumplen la espera final. A unos trescientos metros, junto a los hangares donde tiene la paja y la maquinaria, guarda dos animales descomunales. Calculo que rondan los 1800 kilos. Uno es un maronés negro de catorce años y el otro un retinto oscuro que pasó años arrastrando carretas en El Rocío. Esperan el camión que los lleve al sacrificio. Conozco la historia y sé que a José Gordon le costará subirlos. Ya le he visto bajar alguno; demasiado tiempo juntos.

 

También veo muchos cambios en el asador. Las nuevas parrillas, en una cocina que parece de escaparate, la bodega donde hace sus vinos, un poco más arriba, los propios vinos -me hubiera llevado una caja Valdecedín-, un equipo de cocina más nutrido y cada vez más formado, nuevo personal de sala arropando a Vanessa… También veo detalles en la bodega donde madura las cecinas. Hace tiempo que empezó a separar los músculos, para ajustar la curación de cada uno, y ahora encuentro una zona de pruebas, con cortes y envoltorios diferentes. Me pide que espere y que calle, aunque me sirve un par de muestras. Prometen; habrá que ver en qué acaban.

 

Elijo el que llama menú homenaje. Salvo una ensalada de corujas (pamplinas en otras despensas) y un helado, todo contiene algo de buey, sea carne o grasa, trabajado de una forma u otra. Lo disfruto. Empezando por el rosbif, tibio, suave y delicado, con una lengua de grasa bordeándolo que es un prodigio: ni se les ocurra dejarla. Y el tuétano, con el hueso entero protegiéndolo del calor, en una muestra magistral de cocción que habla de respeto y conocimiento de la naturaleza del corte. En el tiempo de los huesos cortados en dos mitades y masacrados al fuego, El Capricho y Sacha son dos bichos raros. Que no cambien.

 

Me sobró la fina capa de caviar que cubre el tartar de cadera. Bastarían unas láminas de sal para conseguir un resultado parecido. Tampoco echaré de menos el sorbete de pomelo que sirven para limpiar poco la boca ya avanzado el menú. Viene bien la limpieza, pero no me parece la forma más acertada. Me recuerda a las bodas de hace treinta años y uno también come con los prejuicios.

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