Tradición no significa atraso

La memoria del sabor

Lo mejor de la cocina es que nunca se detiene. Su gran fortaleza está en la voluntad de cambio y de adaptación a las circunstancias y los territorios que la acompañan. No hay nada que la haga tan viva, vibrante, fértil y reconfortante. También pesan la reparadora calidez y la cercanía que a menudo entraña, pero eso queda para otro día. Lo más notable de la cocina es que en ningún momento de la historia ha dejado de cambiar, avanzar, evolucionar y transformarse. Los hay que asocian ese proceso tan continuado como inevitable a lo que hemos dado en llamar fusión culinaria, y justifican las influencias que llegan de otros lugares y otras culturas en la histórica permeabilidad de las sociedades. Yo lo veo como la muestra natural de la capacidad de adaptación de la cocina a cada tiempo y cada circunstancia que le toca transitar.

 

Solemos olvidarlo cuando hablamos de tradiciones y aplicamos el término a la cocina. Lo tradicional habla, dicen, de una verdad absoluta, con visos de realidad eterna y como tal inamovible: los platos son como se describieron en la primera receta que quedó por escrito, sin importar la realidad de miles de cocineras y cocineros que la desmienten a diario: las fórmulas cambian cada día en la aplicación práctica del plato, porque responden a tiempos, realidades y necesidades diferentes. Nunca comemos igual que la generación anterior; cuando cambia la forma de vivir también cambia la manera de comer.

 

Hubo un tiempo en el que el cocido se llamó adafina y el garbanzo se cocinaba con cordero y alguna hortaliza. Era un plato judío muy popular en la España de la cristiandad del siglo XV -hoy mostraría la esencia de la cocina sefardí, que también se me antoja muy norteafricana-, lo que, dicen, incluye la dieta habitual de los Reyes Católicos y otros ilustres de hace quinientos años. Luego de la cristianización del reino, la vaca y el cerdo ocuparon el lugar del ovino en el ya cozido. Fue mucho más que un trueque alimentario: un certificado de fidelidad a la religión dominante, una exhibición pública de fe. Seguía siendo una elaboración muy popular pero algunos ingredientes habían cambiado.

 

El cocido es uno de esos platos tradicionales que nunca dejaron de cambiar. La tradición quiere que el cocido incorpore papa, zanahoria y col entre sus ingredientes, pero hubo un tiempo en el que la despensa tenía temporadas, la col era una hortaliza de invierno, imposible en los meses más calurosos, la zanahoria crecía en primavera y la papa no llega al consumo humano en Europa hasta entrado el siglo XVII. La fórmula debió tener variantes que la receta canónica (¿la hay?) no contempla. No importaba: seguía siendo cocido, o cozido.

 

El garbanzo no era cosa del norte español, donde se dieron mejor las judías blancas, que ocuparon su lugar. Siguió siendo cocido, aunque le dijeran ‘montañés’. En Andalucía se adaptó a los tiempos de la despensa y le dijeron puchero. Tenía y tiene garbanzos, abundantes y de cercanía, a veces habichuelas, la carne y la chacina que las posibilidades permitían, y las verduras que tocaban en la temporada. El recipiente, el puchero, sustituyó en la nomenclatura a la técnica, la cocción, pero todo siguió como siempre. Nunca dejó de participar de lo que hoy llamaríamos tradiciones culinarias.

 

Llegado a América, el cocido tuvo crisis de identidad y pasó a ser sancocho, sancochado, cazuela…, pero mantuvo parecidas mañas: legumbres, chachinas, carne de res, gallina, papa (esta vez sí, desde el principio), zapallo, maíz… El zapallo cambio de nombre (calabaza), y nada más pisar puertos europeos se alió con la papa y el maíz para incorporarse al cocido de las Islas Canarias, que venía siendo un locro enriquecido, y siguió arraigado en las tradiciones. Apenas le quedaban parecidos con la fórmula original, pero no perdió la vitola del plato tradicional.

 

En eso que la España del XVIII -tan esclarecedoramente retratada a comienzos del XIX por Richard Ford en sus Viajes por España: España es marrón, sus campos, sus casas, sus ropajes y su gente son marrones-, rendida a la evidencia de la pobreza institucional (trescientos años trajinando oro, plata y cacao de América solo dieron para construir iglesias y palacios) dio en consagrar el piri como forma de vida entre los madrileños. El cocido de los pobres había visto la carne de paso por el mercado -se saludaron de lejos-, y apenas se nutría de garbanzos, patata, col si la había, y un hueso que se alquilaba por horas. Seguía siendo cocido, aunque apenas fuera un amago de receta. No dejó de ser una preparación tradicional.

 

Todas eran la misma receta. Una sola verdad y miles de realidades diferentes: una en cada casa y cada cocina. A su alrededor se entronizaron pequeños universos que elevaban cada una, la de cada quien, a la condición de verdad absoluta: solo hay una tradición y es la de mi casa.

 

-Usted no tiene ni idea de como es la auténtica fabada.

-Se equivoca, pimpollo. Es la que cocina su madre.

-¿Cuándo la ha probado?

-Nunca, pero empiezo a conocerle a usted.

 

En los tiempos de la exaltación de las abuelas y sus cocinas, deberíamos empezar aceptando que las abuelas nunca han cocinado igual que sus hijas antes de que estas pasaran también a la condición de abuela y vieran sacralizada su cocina. La dieta alimentaria siempre ha estado condicionada por tiempos y realidades diferentes; no necesitamos comer igual porque no vivimos igual. El de mis abuelas fue un tiempo de trabajo manual que exigía consumo abundante de grasa e hidrato de carbono: productos baratos rápidamente transformables en energía. Máximo esfuerzo con gasto mínimo. La temporalidad del producto era una realidad inmutable y la estaciones condicionaban su manera de cocinar. Sus hijas vivieron otras realidades, cocinaron de otra forma. No hablemos de nietas y nietos.

 

Los hábitos populares de aquel tiempo querían que el cocido se hiciera de una: garbanzo, zanahoria, patata, carnes, huesos y chacinas compartiendo la misma olla, que hace mucho quedaba la noche entera al rescoldo del fuego de la chimenea que una mano mágica avivaba a media noche. Tenía ese punto de cocción a fuego lento que practican con éxito algunas cocinas actuales y ejercen muchas más sin entenderla. Hasta que alguien se negó a levantarse antes del alba para avivar el fuego, y ya que tenía cocina, puso la olla a fuego lento. La temperatura no sufría altibajos y se podía espumar el guiso. Cambió la forma para perpetuar la tradición.

 

Algunas cocinas entendieron que el punto de cocción del pollo o la gallina no coinciden con el del jarrete, el garbanzo o el tocino, empezaron a trabajarlos por separado y luego desgrasaban y juntaban los caldos. En otras, se cambiaron tanto las formas que pude ver el cocido resumido en el interior de un cubo de pan o deconstruido (un verbo para pensar) y rodeado de espumas. Y seguía siendo cocido; tan tradicional como el primer día, cuando el plato -garbanzo, cordero y hortalizas- no se parecía en nada al actual. Nunca ha dejado de cambiar, pero nadie negaría su naturaleza y su identidad.

 

Por mucho que nos empecinemos, la cocina nunca ha sido una disciplina estática, y menos en este tiempo que permite el intercambio de ideas, prácticas y costumbres en una décima de segundo. Lo contrario sería confundir tradición con atraso. Significaría condenar la cocina a vivir prisionera del día que nació, y de ser así estaría en peligro. Porque la cocina evoluciona, avanza y cambia un poco cada día: es hija del tiempo que le toca vivir.

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