Tintorería Yafuso y el Buenos Aires del pescado

La memoria del sabor

Encuentro la Tintorería Yafuso en el esquinazo de Juan Ramírez de Velasco y Aráoz, en Villa Crespo, pleno Buenos Aires. A través de la cristalera veo una vieja planchadora profesional, un ventilador de pie, seguramente recuerdo del verano que acaba de pasar, una mesa con tres sillas y una barra que hace ángulo, con otras diez sillas altas alineadas a su alrededor. El sol que pega en la cristalera no deja leer las dos hojas de papel que muestran el menú del día que sirven hoy en el almuerzo, y el menú fijo que tomarán quienes acudan por la noche. No importa; entro igual. He llegado siguiendoesas voces que de vez en cuando recorren los comedores de Buenos Aires, barriendo las mesas con promesas de buenas noticias. Tienes que ir, me dice una. Aprovecha que abre a mediodía sin reserva, insiste otra. Te va a sorprender, aseguran.

 

Por lo pronto, me gusta lo que veo. Ni una concesión a lo convencional ni a lo superfluo. La parte alta de la barra se ve gastada por el uso, el grifo del fregadero asoma tras ella y la cocina, pequeña y sencilla, queda pegada a la pared. El frontal del extractor de humos está adornado con tarjetas de visita de restaurantes locales. Fabián Alberto Yafuso trabaja en ella de espaldas al cliente y en silencio; antes de servir el postre pregunta como está yendo. Una ayudante se ocupa de montar los platos y atender al cliente. Hace poco que decidieron abrir para el almuerzo, con un menú que hoy sale por 1300 pesos (entre 6 y 9 dólares, depende de como y donde cambies tu dinero) y se anuncia sin complicaciones: sopa de boniato y curry, butamiso de cerdo braseado con salsa de miso, arroz con furikake y postre. Las bebidas son aparte: agua, té, cerveza. Si quieres vino, lo llevas bajo el brazo. Un par de cientos de perchas de madera forman un collage colgadas del techo.

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También me gusta la visión de la cocina casera japonesa que proponen; cercana y confortable. La sopa, más bien una crema cálida y envolvente, la ternura y untuosidad de la carne del butamiso, la delicada ortodoxia del arroz blanco (gohan) espolvoreado con un furikake sabroso y especiado. El postre es una concesión a la adicción al azúcar del porteño. Pregunto por el menú de la cena y me suena bastante tradicional: otoshi, nigiri de pescado del día, langostino frito… Intento una reserva para volver esa noche, me mira y esboza media sonrisa. La primera fecha libre es en septiembre. Las reservas se hacen por teléfono, solo los lunes y únicamente de 15 a 18 horas.

 

Tintorería Yafuso es una señal de que algo cambia en esta ciudad, siempre embutida en una crisis que se antoja eterna, aunque esta vez las cosas parecen ir más en serio que nunca. No sé si es el mejor momento para aventuras o si estas nacen estimuladas, precisamente, por la necesidad de jóvenes profesionales que buscan oportunidades más allá del disparate inmobiliario de Palermo, Recoleta, Belgrano o Puerto Madero. Tal vez sea el momento.

 

Llevo unos minutos administrando la sopa a sorbos, esperando que pierda temperatura, cuando siento que la puerta se abre a mis espaldas. Una voz se asoma a ella, preguntando si hay que reservar “No”, le dicen, “en almuerzo servimos menú”. Pregunta sobre el contenido y le hacen el relato: ‘sopa de boniato y curry, butamiso de cerdo braseado, arroz con furikake…”. Agradece, se le escucha abrir de nuevo la puerta y preguntar antes de salir, “sin pescado y eso, ¿no?”. No me queda muy claro si el tono expresa alegría o decepción, pero me inclino más por lo primero. La relación del comensal porteño con el pescado ha cambiado en los últimos años, aunque para muchos el mar sigue siendo un espacio fronterizo que prefieren contemplar a en el televisor.

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Escribí hace ocho o nueve años que había encontrado Buenos Aires en pleno descubrimiento del pescado (también ahora). Acababa de ver los primeros pasos de Fernando Rivarola en El Baqueano, por entonces un pionero, ofreciendo jamón de paco (un pescado amazónico instalado en el Paraná) y chanchito de mar, al que también llaman salmón blanco, en su menú. El otro salmón, el impuesto en Chile por los matarifes de la naturaleza, habitaba en solitario las cartas de los restaurantes porteños. Era el mismo salmón, cargado de sustancias extrañas, al que el departamento de salud estadounidense le tenía prohibida la entrada al país. Unas mañanas después, visité el Mercado Central que la ciudad dedicaba a los productos del mar, un eufemismo encerrado en un galpón de 500 metros cuadrados, y empecé a entender algunas cosas. Luego pasé por La Mar, recién instalada en la capital, y vi la naturaleza del trabajo de una cocina llegada con la lección aprendida, acostumbrada a la resistencia y todas sus consecuencias: un comedor abarrotado de gente que, en aquel preciso momento, aprendía a diferenciar el pescado fresco del otro, mal conservado y peor tratado.

 

Las redes soltaron todo lo que llevaban dentro. No faltaron los insultos, aunque hubo de todo; disquisiciones históricas, sesiones de psicoanálisis aplicado, anatemas contra quien lo cuenta, algún crítico no muy limpio perdonándole la vida a un colega y unos cuantos cocineros resolviendo sus frustraciones antes de empezar a asimilar sus carencias. Lo más fácil, es sabido, es degollar al mensajero; la responsabilidad no es de quien hace o no hace, sino del que lo cuenta. Mientras tanto, mi amigo Fito seguía con sus historias de no hace tanto tiempo, cuando su padre, que era gente humilde y trabajaba en el puerto, traía pescado a casa… bien envuelto para que nadie pudiera verlo u olerlo. Hubo un tiempo, nada lejano, en el que comer pescado en Buenos Aires te instalaba en uno de los últimos escalones del trayecto social.

 

Vuelvo a La Mar antes de despedir la ciudad. Acaban de cambiar la carta y lo nuevo muestra un recorrido por la despensa menos frecuentada de Argentina: calamar patagónico, unos caracoles anchos, largos y nacarados de carne tibia y delicada, las que pasado el verano pueden ser las últimas sardinas de la temporada, chanchito de mar, unas almejas del Río de la Plata que viven entre agua dulce y salada, parecidas a la almeja chocha del Cantábrico, abadejo, cangrejo de Chubut, gambón patagónico… Los tesoros naturales se me cumulan en el plato, mostrando una realidad fascinante. Es posible que cuando los argentinos entiendan la grandeza de su despensa marina sea ya demasiado tarde. Son una isla en mundo ávido de productos del mar y se le están escapando entre los dedos a una velocidad que no imaginan.

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