Roser Torras, Gastronomika y el éxito

La memoria del sabor

Marcho de San Sebastián Gastronomika con muchas cosas en la cabeza y las suficientes horas de vuelo por delante como para recuperar el sueño perdido y pensar. Por lo pronto en lo que acabo de vivir. El congreso cumplía veinticinco años y se abrió con sorpresa: Roser Torras aprovechaba el acto inaugural para anunciar que dejaba el puesto de directora del certamen. Lo ocupó en los últimos quince años, aunque su presencia se hizo notar desde el primer día de la primera edición. Hablar de cada uno de los veinticinco años que ha vivido el congreso, es hablar de Roser y su gente, y también del papel de Javier Yurrita.

 

Las de Roser Torras y San Sebastián Gastronomika son historias de éxito que han tomado forma de la mano. Veinticinco años de vida ocupando un lugar indispensable, seguramente definitivo, en el crecimiento de la cocina. Aquí y en la mitad del mundo. Mostrando los avances y las ideas del tiempo en que la cocina se hizo total, proporcionando escaparate a los profesionales y los negocios que dieron forma al advenimiento de la cocina global. Para muchos, la visibilidad abrió la puerta de la notoriedad. El reconocimiento les instaló en esa forma del éxito que se concreta en el nacimiento y la consolidación de la alta cocina como comunidad total, una suerte de masonería culinaria que domina los ritmos culinarios de nuestro tiempo.

 

El logro de Roser Torras derivó en las conquistas de la cocina. Perfiló la consagración de un universo culinario que cambiaría los límites del negocio y las formas de la profesión. Todo eso, lo bueno y lo no tan bueno, lo que gusta y también una parte de los que a menudo disgusta, nació aquí, en este escenario en el que a media mañana del segundo lunes de octubre del año 23 se escenifica al mismo tiempo la inauguración del congreso gastronómico más antiguo del mundo, el anuncio de la retirada de Roser Torras de la dirección del certamen, el traspaso del testigo a Benjamín Lana, el homenaje a Ferran Adriá, y de una forma no declarada el reconocimiento general al grupo de cocineros guipuzcoanos que abrieron una ventana que nunca volvió a cerrarse, la que de verdad empujaría a cambiarlo todo, en el hermético muro de una cocina férreamente reglamentada, estática y aristocrática. La presencia de un Juan Mari Arzak ya jubilado, el papel activo de Pedro Subijana subido al escenario en cada oportunidad que le dan, los Arbelaitz, Eusebio e Hilario, recorriendo los pasillos de paisano, más relajados de lo que nunca estuvieron mientras ejercieron.

 

Estoy sentado entre el público que esa mañana abarrota de nuevo el auditorio del Kursaal, mayoritariamente joven, en buena parte estudiantes, también muchos jóvenes profesionales que empiezan a concretar sus propios negocios o abrirse paso en la maraña del nuevo marco culinario que dibujan y retuercen los grupos de inversión.

 

Asisten a una ceremonia que no tendrá repetición. Tienen delante suyo la muestra del éxito, el reflejo del triunfo de los estandartes de una generación que lo cambió todo y definió las claves del futuro, sin ni siquiera preguntarse como sería o como debía ser; simplemente hicieron que la cocina fuera libre. Me pregunto como lo estarán viendo estos jóvenes que nunca lo vivieron. Puede que el desfile de figuras les sirva para fijar sus metas vitales y profesionales en el estrellato total o no, solo busquen las ideas que les ayuden a avanzar por su cuenta y ver hasta donde son capaces de llegar. Ensayar el futuro o perseguir la consagración y blandir un arma de doble filo; lo normal es que corte y siempre deja cicatrices.

 

Los aplausos suenan durante esa hora larga que dura el acto. Algunos de los presentes merecían muchos más, y con el auditorio puesto en pie, como reclamó José Andrés al día siguiente. Presentí más fetichismo que conocimiento de una historia que se escapa por los resquicios de la inmediatez. Otro detalle que debería hacernos pensar.

 

Se mostraba una de las mil caras del éxito, la más notoria, la de las conquistas de la élite, la del cocinero devenido en master del universo, el negocio del oropel, los brillos, los documentales de Netflix y el papel couché.

 

Nunca hay homenajes a la cocina y los cocineros de la vida real; los profesionales del día a día, los del esfuerzo, los equilibrios y a veces la precariedad; la cocina que forma la realidad de las nuevas generaciones de profesionales; la que empuja al cocinero anónimo a poner los pies en el suelo, a entender que el éxito real no está tanto en un lugar sobre el escenario o en un asiento reservado en la primera fila del auditorio. El triunfo real está más en el ser que en el llegar, en alcanzar la condición de cocinero y de persona por delante de lo circunstancial, que puede ser el brillo opaco de la fama.

 

Tres semanas antes, en esta misma ciudad, no sé bien si en este mismo auditorio, se estrenaba el documental ‘Pachacútec, la escuela improbable’, de Mario Carranza. Una mirada que habla de cocina y del éxito culinario. Lo vi a distancia gracias a la puerta digital que me abrió el propio director y me hizo pensar. No sé si seré el único en llegar a esta conclusión, pero el documental se me presenta como una reflexión o una oportunidad para reflexionar sobre el éxito. La película narra la historia de una escuela de que la que fui parte activa durante seis años, a través de tres chicos que han conquistado horizontes con los que soñaban. Uno dirige un restaurante en Luxemburgo, otra es pastelera en Lima, la última cocina en uno de los establecimientos de Acurio Restaurantes en Asia. Crecí junto a alguno de los tres y participé de la vida real de una escuela a la que los chicos y las chicas llegaban soñando con ser Gastón y nos tocó enseñarles a ser ellos mismos.

 

Muchos de esos chicos han capturado el logro más absoluto: poder vivir de lo que les gusta, convertir sus emociones en parte de su vida. Me parece la cara más hermosa del triunfo. El éxito no necesita quimeras: la persecución de la celebridad también es una fuente de frustraciones.

 

Pero lo que me importa en este momento es Roser, todavía en el escenario, todavía recibiendo aplausos, flores y parabienes. Roser es un personaje que siempre pensé indispensable para entender el momento que vive la cocina española y su proyección en el mundo. Apenas había referencias, pero Roser y su gente llegaban un paso más lejos que cualquier otro: transmitir en directo una demostración de cocina desde el bakstage, servir una muestra de cada plato que se preparaba en el escenario a un tercio de los asistentes, guardar las confidencias de toda la alta cocina de nuestro tiempo, llevar la cocina al nivel de los intereses del mercado, aglutinar la comunidad culinaria a su alrededor…

 

Mi relación con Gastronomika fue tardía, vino casi con el cambio de nombre y el protagonismo de Roser. Si no es por ella no creo que hubiera llagado. Por ella y por el Pau Albornà, que aportó una visión joven, decidida, comprometida con la batalla de las ideas y al mismo tiempo con la recuperación de la memoria. Él me arrastró hasta allí la primera vez. Once años después de la marcha de Pau, Gastronomika se enfrenta a su futuro. Ojalá no sea el de la repetición de caras y discursos que han dejado de aportar para empezar a restar. Escribo definitivamente hastiado del ojo que todo lo ve de Rasmus Munk y sus compromisos, tan forzados como fuera de lugar ¿Pretende concienciar al pagano de mil pavos por sesión (dos mil la pareja) o solo quieres proporcionarle una coartada moral? ¿No deberíamos esperar a que cambie al menos el color del ojo o la forma de la lengua para tenerlo de nuevo en un congreso? ¿De verdad que su éxito es el éxito de la cocina?

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