Tiene la pinta de uno de los nuevos modelos de moda: flaco, ojos claros, alto. Está lejos de esa figura histórica del cocinero barrigón, aunque creo que de esos, cada vez quedan menos. Rodolfo Guzmán es hoy el mejor cocinero de Chile, uno de los nombres que figuran en lo alto de la gastronomía mundial. Podría decirse que esa posición se debe a condecoraciones en listas varias, sin embargo afirmar esto sería injusto: Rodolfo es un luchador.
Viene a buscarme al hotel para llevarme a uno de sus lugares preferidos, para compartir almuerzo y larga charla. Después de media hora de viaje, en las afueras de Santiago, llegamos a lo de la Señora María, nada de tres estrellas, es un bodegón al costado de la ruta, uno de esos lugares que se hicieron famosos porque van los que saben comer: los camioneros. Rodolfo se siente como en su casa, me muestra los muchos hornos de barro de donde marcha toda la comida: panes, empanadas gigantes de pino (rellenas de carne), carne asada con ensaladas. El suelo es de tierra, mesas con manteles de hule, sonrisas amables como clima, gallinas que dan vuelta por todos lados. Empecé dándole de comer a los que paraban a comprarnos de nuestra huerta y fuimos creciendo, así nos recibe María. Rodolfo se encuentra cómodo, es el lugar ideal para sacarse los acartonamientos y hablar.
Recordamos mis primeras visitas a Boragó, su restaurante, hace apenas 3 años. Un espacio absolutamente despojado. La explicación de entonces fue clara, lo importante eran los platos, lo que en ellos se servía. Pero en ese tiempo los comensales eran pocos y muchas las deudas que lo agobiaban, aunque el entusiasmo se le notaba. Es que en este proyecto, me cuenta, puse todo y más. Hoy el panorama cambió, figura entre los mejores restaurantes del mundo en The World´s 50 Best y en el puesto octavo, para los 50 Best Latam, con perspectivas de seguir escalando posiciones. Hay lista de espera con clientes de todo el mundo y es difícil encontrar un lugar. Sin embargo, Rodolfo no lo siente así, lo explica con pasión: esto es mi vida, la completo con mi familia, mis hijas. Rodolfo sigue siendo tímido, parece débil: no lo es.
De sus estudios para ser ingeniero ya casi no se acuerda. Aunque lo que armó en su espacio requiere la precisión de un científico. Como uno de esos exploradores de película, desde hace mucho, sale a “patear” Chile, de norte a sur, de este a oeste, del Océano Pacífico (con 5.000 km de costa), a la Cordillera de los Andes, pasando por desiertos y bosques, de hielos a calor. Va buscando ingredientes endémicos a los que pone en valor, al igual que a muchos de sus productores -desconocidos por gran parte de su país-, los que forman parte de sus pueblos originarios, los que le dieron identidad a Chile.
Parte de esta campaña la hace en recolecciones: el grupo, porque va acompañado, me cuenta, sale a caminar por senderos donde exploran y examinan cada hierba, rama, piedra, hongo, fruta, alga, bicho; cada minúsculo objeto del universo chileno, tal como lo hacían los mapuches y pehuenches. Se trata de comprender ese suelo tan distinto a otros suelos, el que lo hace único. A veces es una costa, otras, una montaña. Me pide que lo acompañe y me río, una parte de mí iría gustosa, otra, la que marcan los años, me vuelve a la realidad.
Rodolfo me explica que todo se prueba y luego, se lleva al sector de investigación de Boragó (I+D), para ser analizado e incluido en alguno de los casi 700 platos que van a formar parte de la carta de su restaurante, con una consigna clara, ofrecer un menú endémico, de entorno, que hable de su tierra, de su mar, de su aire, en síntesis su naturaleza, su mundo. Además, con el equipo realiza pruebas y experimentos, como inyectarle a una zanahoria el hongo de la penicilina y lograr un vegetal raro, con pelusa y sabor a queso.
Tarea titánica, lo miro, lo escucho, me sigue sorprendiendo su aparente fragilidad, cuando la tiene tan clara. La tarea de búsqueda no termina en los platos, va más allá. Después del almuerzo, vamos a Boragó, recorremos el sector de trabajo, al lado de una gran biblioteca, donde me muestra unos cuadernos gigantes con anotaciones, son las que hace él y su equipo de pasantes, más de 25 cocineros de todo el mundo que llegan hasta Chile, la otra parte del culo del mundo (la compartimos con la Argentina).
A medida que pasan las hojas, me va mostrando y hablando de ese mapeo de ingredientes únicos: el cochayuyo, alga que semeja grandes cabelleras y que hoy se rescata en preparaciones tan sabrosas como saludables, una frutilla (fresa) blanca que crece en una roca apenas unos días y por la que mueren los japoneses, que reservan casi con un año lugar, para no perdérsela. También, frutos de mar raros, hierbas y flores absolutamente desconocidos. Todo está minuciosamente clasificado. Todo se usará en los diferentes platos queprobaré en pocas horas. Una carta, la de Boragó, que no es un menú para todo el mundo, no es de esos fáciles de entender y de gustar, son pasos con preparaciones complejas, aunque a Rodolfo le resulten simples y me diga que en realidad de lo que se trata es de trasladar a nuestros días aquello que alguna vez fue la comida de todos los días de quienes habitaron su territorio: Chile.