La revolución, en casa

La memoria del sabor

El restaurante está en el centro de la batalla por la sostenibilidad. A nadie se le escapa que una parte del futuro de la despensa depende del marco de la relación que se establezca entre las cocinas profesionales y los grandes protagonistas de esta historia, que siempre serán los productores. Sostenibilidad, responsabilidad y compromiso, vinculadas sobre todo a producto y productor, son tres de las palabras que hoy ocupan buena parte del discurso gastronómico.

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Los restaurantes, las cocinas y los cocineros levantan la bandera del compromiso con la despensa y los productores como santo y seña de una revolución invocada para sacarnos de la crisis y cambiarlo todo: compraremos productos de calidad, estimularemos la biodiversidad, recuperaremos las señas de identidad, cuidaremos el medio ambiente y mejoraremos la vida de nuestros empleados. Perseguir utopías también abre la puerta a los cambios; “seamos realistas, pidamos lo imposible” gritaban los muros de París en Mayo del 68. En cualquier caso, la responsabilidad es el argumento que define la búsqueda de un futuro que se nos ha echado tan encima que podría llegar a atropellarnos, y obligará a los restaurantes a cambiarlo casi todo, empezando por la concepción del negocio, el modelo de relación con los trabajadores, su nivel de compromiso con el producto y, consecuencia de lo anterior, la política de precios.

Pienso en ello mientras hablo con el propietario de un restaurante de Bogotá. Tiene un local listo para abrir y se queja de que no encuentra personal. “¿No será un problema de tarifas?”, aventuro. “No señor, se les paga lo debido”, argumenta con esa cortesía tan colombiana en la que solo ha faltado cambiar señor por su merced. “¿Cuánto es lo debido?”, insisto. La respuesta es concisa y contundente: “el salario base”.

Me asombra más su convencimiento que la respuesta en sí. Tiene claro que lo debido en Bogotá es que un cocinero ingrese el equivalente a 270,6 dólares mensuales (incluida la ayuda al transporte) por jornadas que pueden llegar a 12 y 14 horas diarias, seis días por semana. No es exclusivo de Colombia; sucede en toda la región. En Ecuador, ese salario mínimo es de 400 dólares y también acostumbra a pagarse en la hostelería. Supera en mucho al colombiano, pero eso apenas significa nada en un país sin moneda propia, donde todo se paga en dólares y, seguramente por eso, el coste de vida es más alto de lo que corresponde. El segundo de cocina de un restaurante pintón de Quito puede ingresar entre 600 y 700 dólares mensuales. La duración de su jornada de trabajo y las responsabilidades que asume aumentan la precariedad de sus ingresos.

Al cambio actual, el salario base peruano es de 235,4 dólares y, como no, se suele aplicar a la mayor parte del sector. En los restaurantes de lujo la cifra subía antes de la pandemia a unos 303 dólares, mientras en los sectores medios o medio bajos de la hostelería raramente se alcanza la cifra mínima. En Chile, uno de los países con mayor coste de vida de la región, es de 438,36 dólares si tienes entre 18 y 65 años y 282,56 cuando pasas de 65; además de viejos, apaleados. También son los sueldos que aplican los restaurantes, explicando que al final de la factura los camareros (meseros, mozos, garzones) añadan, a lápiz y de su puño y letra, el cálculo del 10 % del importe correspondiente al servicio, sumándolo al total. No hay otra si quieren asegurar la propina que dará de comer a los suyos o pagará el transporte a casa. Imposible ignorar que la mayor parte de los ingresos de los camareros los aporta directamente el cliente.

En el camino para salir de la pandemia, la restauración pública latinoamericana se enfrenta a mil historias en las que pocas veces había pensado, entre las que destaca la falta de empleados. Acabado marzo de 2020 liquidaron las plantillas, pensando que todo volvería a ser igual cuando se les antojara recuperarlas, pero muchos no responden hoy a sus llamadas. Sucede lo mismo en Estados Unidos y Europa, casi siempre tan lejos y de vez en cuando tan cerca. Los empresarios retuercen la realidad y cargan contra los antiguos empleados: nadie quiere trabajar, sentencian victimizándose mientras lanzan la mancha de la ignominia sobre las espaldas del trabajador. Tienen razón en lo primero, ninguna en lo segundo. Muchas ofertas de empleo quedan sin candidatos en una región en la que el desempleo es endémico; pocos quieren trabajar a cambio de tan poco. Debería ser diferente, pero el tiempo del Covid 19 ha dejado al descubierto un modelo de relación laboral que hace aguas. Biden se lo explicaba hace unos meses a los empresarios estadounidenses: “Les voy a contar un secreto: paguen mejor”.

Cocineros y camareros tuvieron tiempo para encontrar nuevos caminos. Unos volvieron al pueblo o al viejo barrio para abrir su propio negocio, humilde y primario pero suyo, y otros cayeron en que vendiendo comida a domicilio (aunque sea poca) podían ingresar lo mismo que en el restaurante, dedicándole mucho menos tiempo y haciéndolo desde casa. No son pocos los que se han pasado a la construcción, revelada con el final del confinamiento como la actividad más próspera de unas cuantas economías latinoamericanas. El dinero sucio del oro y la madera ilegales, de la producción y exportación de clorhidrato de cocaína, la trata de personas y por encima de todo la corrupción institucionalizada, siguen necesitando la legitimidad de un lavadero que reparta títulos de propiedad.

Los restaurantes no nacen para lavar dinero ni pertenecen a las mafias; solo luchan para sobrevivir. Atraviesan un proceso largo y penoso en el que muchos quedaron en el camino y los que siguen están abonados al sufrimiento. Liquidaron la mayoría de sus plantillas, los propietarios asumieron trabajos que no recordaban haber hecho desde el primer aprendizaje, y tuvieron que inventar formas y propuestas que sintonizaran con los miedos que trae la contracción del mercado. Más allá de todo, se vieron obligados a replantear las líneas maestras del negocio, asumiendo que el cambio de tiempo también exige transformaciones profundas, aunque todavía no llegan a entender que las revoluciones que no empiezan por cambiar tu propia casa nunca llegan a serlo.

Es muy difícil cambiar el mundo, pero hay que empezar por algún lado. Los dos primeros pasos son los más simples: sueldos dignos para los empleados y respeto a los proveedores. Imposible salir de la crisis si pretendemos hacerles pagar los platos rotos. Nunca han sido responsables del futuro del negocio y no van a serlo ahora; ni participan de la gestión, ni definen las estrategias comerciales, ni comparten los beneficios cuando los hay. Frente a la consigna que recorre los comedores de las grandes ciudades -es hora de que todos arrimemos el hombro y compartamos lo sacrificios- hay un principio incuestionable: los negocios los sacan adelante los empresarios y cuando se hunden la responsabilidad es exclusivamente suya. Si están incapacitados para sostenerse por cuenta propia o transformar el modelo de gestión para salir adelante, deberían dedicarse a otra cosa. A veces, cerrar es la opción más razonable.