Quiero un mantel en la mesa

La memoria del sabor

El restaurante es nuevo y moderno, como queriendo ser cosmopolita pero con un tono familiar. Es un comedor de cercanía abierto por el frontal a un amplio prado, de aire campestre y vocación urbana, todo al tiempo. Quitando el prado, representa el espacio al uso para el negocio que busca un buen estar durante la semana, que le acabe pagando las facturas, y el aluvión de los fines de semana para engordar la caja. ¿Qué queremos ser? Todo; que no se escape ni un posible cliente. Llego un mediodía a mitad de la semana, con bastante mesa vacía y una cierta improvisación en el negocio, pero cumple los estereotipos: carta con un poco de todo -pastas, arroces, carnes a la brasa, entradas con raíces, pulpo ¿qué sería del restaurante sin una pata de pulpo en la carta?-, el camarero recién llegado sustituyendo al recién llegado de la semana pasada, el ambiente relajado a falta de los niños del sábado, y las mesas limpias, a cara descubierta, tal como las diseñaron.

 

No hay manteles. ¿Para qué? El nuevo decorador de restaurantes les declaró la guerra. La mesa que diseñaron o eligieron debe destacar por encima de todo; impensable ocultarla bajo un trozo de tela. Pelean a muerte contra la vulgaridad de la mesa vestida y limpia. También luchan contra el silencio, la discreción y el plato bien iluminado, en una historia que habla de otras cosas, entre ellas de una precaria formación técnica. Casi nadie gasta en manteles: además de lo otro, cuestan dinero. Hay que comprarlos, lavarlos, plancharlos, almacenarlos, revisarlos, zurcirlos… Gastos y trabajo, que es otro gasto. Fue una de las primeras víctimas en la cruzada del máximo ahorro impulsada por la colonización de los fondos de inversión. Veremos cuando descubran que pueden ahorrar quitando una púa al tenedor. Cada vez que nos sentamos a comer pagamos más y cada día recibimos menos.

 

El cliente aceptó el cambio sin amagar resistencia. La prensa gastronómica, menos. Pocas personas han encabezado una cruzada tan intensa contra el estriptís vivido en los comedores como mi compañero Carlos Maribona, empecinado en reclamar lo que a algunos nos parece evidente. Estoy con él, aunque no lo repita cada día. Puede que la razón nos asista, pero la práctica nos da la espalda y el universo hostelero mira hacia otro lado. Cuanto más selectivos se hacen nuestros restaurantes, cuanto más invierten en decoración y diseño de interiores, cuanto más se sofistican, más elementales se muestran: menos limpieza en la mesa, menos se ve el plato y más ruidoso es el comedor ¿Qué tal un master en técnicas de insonorización e iluminación en el MACC?

 

El universo de la mantelería es casi infinito. Solo hay que elegir. Tenemos manteles de hilo, lino, algodón, arpillera, hule, clint o plástico, impermeables, ignífugos, de los que alivian las consecuencias del incendio que a veces revienta en la mesa, manteles largos y cortos, de los que llegan hasta los pies de la mesa, a media pierna o sin tiro, apenas para cubrir el expediente, rústicos y sofisticados, bordados, lisos o estampados, para diario o temáticos, incluso navideños. Los tenemos con vuelo en la caída, individuales y de mesa completa, con protector incluido, simples o dobles, planchados o con las marcas de los dobleces, blancos, rojos y a cuadros. Pueden ser rectangulares, cuadrados, redondos u ovalados, impresos en plástico, resinados, de los que llaman antimanchas, de caja plegada, tipo pañuelo, superpuestos, salvamanteles impermeables… Solo tienen que elegir uno y cubrir con él la mesa.

 

La tela del mantel es un compañero de viaje amable y limpio. Evita las superficies pegajosas, los posavasos, la suciedad extendida al pasar un paño húmedo. Viste la mesa, asegura la limpieza, aporta empaque y sobre todo ayuda a amortiguar el sonido. Conforme fueron desapareciendo, el ruido se instaló en el estado natural de nuestros comedores. También necesitamos manteles para poder escucharnos. Y cobran como si los hubiera.

 

Acabo de comer en un restaurante recién inaugurado. La ausencia de manteles ya ni siquiera es anécdota, pero hay algo que rompe esquemas. Los cubiertos se dejan sobre la mesa protegidos por un plato. Con cada plato de comida, otro casi del mismo tamaño con los cubiertos que tocan en cada servicio, que suelen ser los tres, por si acaso. ¿Dónde han quedado el ahorro en detergente y la limpieza del ambiente? El estrambote quiere que la propiedad del restaurante interprete la ausencia de mantel como una situación de riesgo sanitario. No tienen la conciencia tranquila, porque de algún modo la mesa desprotegida les habla de fata de limpieza, y se sienten en la obligación de remediarlo: los cubiertos no deben tocar la superficie de la mesa, que luego van a la boca. ¿Y si nos devolvieran el mantel?

 

Convierten el plato auxiliar en un recurso sanitario, como hacen cuando eligen una servilleta de papel en su lugar, un recurso tan habitual en América Latina y tan esperpéntico: requiebros de cocina humilde en mesas que cuestan entre cincuenta y cien dólares la pieza. Cada cubierto que llega a la mesa se deposita sobre una servilleta o llega envuelto en ella. Eliminaron los manteles, dicen, para ser más ecologistas y no contaminar con el detergente de la lavandería, pero casi cada vez que te sientas a la mesa talan un bosque en Finlandia para hacer el papel que proteja tus cubiertos de la suciedad de la mesa. Decididamente, los fondos de inversión cambiaron la hostelería para siempre.

 

Las servilletas que protegen los cubiertos son igual de precarias que las que te ofrecen para limpiarte la boca y llegado el caso los dedos. Apostaría que vienen directamente de la bodeguita de la esquina o el almacén chino del polígono industrial. Con los manteles van desapareciendo las servilletas de tejido, cada día más escasas, cada vez más chicas, menos gratas a la mano y la boca, cuando no son de papel y se amontonan sobre la mesa. La mayor falta de respeto hacia el comensal está representada por una servilleta de papel arrugada a un costado del plato, que el camarero recoge con la mano y… bueno, todo lo que sucede a partir de ahí se llama contaminación cruzada y es uno de los mayores estropicios de la historia de la hostelería. No me sean cerdos: el negocio consiste en atender al cliente, no en maltratarle rodeándole de escombros. ¡Devuélvannos el mantel!

 

¿Cómo limpian ahora las mesas? ¿Cada cuanto las desinfectan? ¿De verdad que lo hacen cada vez que la ocupan en el mismo servicio? ¿Hasta qué punto? ¿Con un paño húmedo que arrastra las bacterias de otras mesas? ¿La limpian como las migas que cayeron en el asiento de la silla o las que acabaron en el suelo? Quiero un mantel en la mesa.

NOTICIAS RELACIONADAS