Ferran Adrià estuvo en Madrid Fusión y participó activamente. Creo que lo vi los tres días (dos y medio, esta vez fue media jornada menos) de un lado para otro. Primero en Dreams, esa recién estrenada ágora de debate sobre lo tecnológico, lo científico y alguna cosa más que dirigía y planificaba Toni Massanés, el jefe de la Fundación Alicia. Un gran formato con un espacio que se dejaba notar todavía demasiado pequeño: en algunos momentos rebosaba asistencia. El Adrià andaba revoltoso y en la primera jornada se metió como espectador-agitador en dos o tres mesas redondas, entre ellas una pergeñada alrededor de la normativa creada en Francia para distinguir la cocina fait maison de la otra, la que viene de fuera a los platos del restaurante. No es un tema que preocupe a la alta cocina, pero intervine desde hace no poco tiempo en las cocinas fórmula y en algunas no tan manidas, con claras pretensiones de aparentar.
Los que venimos de cocinas en las que se guisaba mirando más al tendido que a la cazuela, agradecemos que nos indiquen lo que no se hizo en casa, para evitar reincidir en lo sufrido: salimos a los restaurantes escapando del recuerdo de algunas cocinas caseras. Allí estábamos Joan Roca, el jaenero Pedro Sánchez, Nandu Jubany, Albert Boronat y un servidor para hablar del tema, cuando encontramos a Ferran en medio del público y pasó lo que era de esperar: se desató el torbellino. Habló más que todos nosotros juntos y alargó el encuentro, al que se sumó Pedro Subijana, hasta que casi nos apagaron la iluminación de la capital. Planteó preguntas, recitó cifras, reclamó atención sobre nuevos temas, ofreció otras líneas de análisis… Ferran Adrià en plena forma.
Unas horas después, a mitad de la mañana del segundo día, presentaba el programa del Macc (Madrid Culinari Campus) con un Andoni Adúriz que tal vez por primera vez en su vida se quedó en el anuncio de un prólogo. El torbellino Adrià lo opacó todo. Venía con ganas: de contar, de explicar, de formular, de reivindicar y me pareció que de debatir. Veo su participación activa en el Macc como un reto, en cualquier caso un deseo íntimo. Parece que la aplicación del método sapiens a la formación hostelera va a concentrar su atención durante los próximos tiempos. Le vi en plena forma. Mantiene su prodigiosa memoria y suelta datos uno tras otro, como si lo llevara tatuados en el forro de la chaqueta. Da ganas de apuntarse al Macc, aunque sea para limpiar encerados.
Su nombre se me vino a la cabeza a lo largo del congreso. Antes de su turno del martes, un cocinero francés con tres estrellas Michelin hizo una demostración de la modernidad más viejuna del momento (tu quoque, fili mi?). Llegados los quince minutos de ponencia, me sobrevino un ruego que pasaría a ser jaculatoria: ¡Por favor, que resucite El Bulli! La repetí en más de una ponencia. Por ejemplo, cuando vi a Junghyun Park -el coreano de a 600 por cabeza en Atomix, New Yotk- que se exhibía bajo el lema “La síntesis hacia el equilibrio”, con una ponencia y una cocina que se acercaban al perfil del electrocardiograma de un moribundo. Si no fuera porque el autor se movía por su propio pie, hubiera jurado que él y su cocina llegaron a Madrid embalsamados.
Otra vez Disfrutar (tres chicos que consagraron El Bulli) y un breve paso de Albert Adriá (Enigma), el responsable de buna parte de lo que pasó en el restaurante de aquel binomio mítico -Soler & Adrià- en Cala Montjoi, salvaron la cara de la modernidad culinaria. También estuvo Dabiz Muñoz, que se me antoja otro de los últimos cocineros de vanguardia -revisen el significado del término; vanguardia es arriesgar con lo que nunca hizo nadie- pero no le gusta meterse en demostraciones, y se quedó en hablar de lo suyo sentado en un taburete. Hubo más cosas en la parte que vi en directo y en diferido -el congreso se hace grande y acabas recurriendo a las grabaciones de las ponencias para ver a posteriori lo que te llama la atención- como Joan Roca y su reivindicación de los bancos de semillas, la siempre atractiva y sugerente cocina de Pedro Sánchez en Bagá, la leche de tigre clarificada con leche de vaca y metida en lata de Diego Oka en La Mar by Gastón Acurio en Miami, y tirando para casa, la descomunal cabeza de rape asada de Nacho Ovalle (La Calma)… Hubo más intervenciones interesantes, pero la consigna se me quedó grabada en medio de la frente: ¡Por favor, que resucite El Bulli!
Sé que nunca volverá, que es imposible que suceda, que resulta absurdo llegar a pensarlo, pero ojalá volviera El Bulli y con él todo lo que significó. La creación real, el desarrollo de técnicas e ideas, la imaginación haciéndose fuerte en la cocina, traducida en sorpresa una vez puesta al alcance del comensal, la libertad, la reflexión a fondo, la ruptura de paradigmas, la entronización de las quimeras, la búsqueda del más difícil todavía, el desconcierto como elemento vital del hecho culinario, la diversidad como elemento distintivo, la subversión de valores, ideas y procesos, y mil cosas más que necesitaría demasiado espacio para relatar. Desde El Bulli (hoy sería elBulli) se cambió todo.
El egoísmo manda sobre el deseo. Me aburro, me aburro comiendo, me aburro terriblemente escuchando a los camareros, me aburro -cada vez más- escuchando las letanías de los cocineros, repitiendo tópicos que un día pudieron ser verdades, pero hace tiempo que a fuerza de repetirlos quedaron vacíos de contenido, me aburro de tanta cocina dando eternamente vueltas alrededor de la mima idea, me aburro con la vacuidad culinaria convertida en norma, me aburro y se me pone cara de idiota en tantos comedores que me da miedo visitar otros.
Lo pensaba viendo al francés y al coreano: ojalá volviera El Bulli. Para que otros cocineros pudieran ir a comer y volver a pensar, o simplemente copiar sus platos, o preguntarse como están hechos, o hacer estadías y aprender técnicas, o sentirse en la obligación de buscar caminos nuevos, o imitar preparaciones, como ese chef que triunfa quince años después versionando las viejas propuestas de El Bulli. Bueno no tan viejas, tal vez rabiosamente modernas: el tiempo esta vez las hizo casi tan nuevas como el primer día. El Bulli encabezó una revolución trascendental -por favor, no le digan cocina molecular, como en las escuelas de cocina con más pretensiones que realidades, y tampoco tecno emocional; dejen las etiquetas para las conversaciones con el cuñao- que también fue una evolución que lo cambió todo. No fue la última revolución, pero ojalá siguiera viva. Esta cocina, la de nuestro tiempo, necesita más locura y menos delirios de grandeza.