Oropesa es un pueblo de pan. Suena a fábula en formato Hansel y Gretel, con casas de mazapán, ventanas de frutas escarchadas y cubiertas de corteza de pan de trigo. No es real, pero no falta a la verdad. Oropesa es un pueblo instalado a veintisiete kilómetros de Cuzco junto a la ruta del barroco andino, tiene ochenta y tres hornos de pan censados, casi todos activos, que hornean para tres o cuatro familias cada uno. La pandemia redujo el número, pero el pan sigue siendo el epicentro vital de este pueblo que va por los seis mil habitantes largos. Buenaventura Martínez, titular de uno de los hornos más antiguos de Oropesa (1863), estimaba hace unos años que el setenta por ciento de las familias amasan su propio pan; de una forma u otra, las tres cuartas partes de los vecinos de Oropesa andan metidos en harina.
Mi pueblo de Castilla (la otra, la del pan candeal, el clima mesetario, el cordero como compañero de mesa y el vino con denominación de origen), tiene cinco veces más habitantes, la séptima parte de hornos, la décima parte de panaderos y veinte veces más despachos de pan. Aquí sería absurdo; lo normales el autoabastecimiento. Mi pueblo y Oropesa tienen el pan como el centro de una fiesta eterna, aunque aquí, en las afueras de Cuzco, el pan se celebra casi en silencio. La venta de lo que hornean no se concreta tanto en el pueblo como en los mercados y las calles de Cuzco, a menudo sobre una acera. Lo llaman chuta y forma piezas grandes, redondeadas, de unos cincuenta centímetros de diámetro y unos diez de alto. Nacen en obradores humildes alimentados con leña y la venta es callejera. Cada uno exhibe la marca del panadero en medio de la corteza.
Viví el encuentro con la chuta en dos fases. Primero el espectáculo de unas piezas que me hicieron pensar en las hogazas gallegas o asturianas, amasadas en casa para toda la semana, y después la sorpresa de una miga blanda, inconsistente y dulce. No sé como eran antes, pero debieron ser muy diferentes, porque para cuando llegué a Oropesa casi todo había cambiado alrededor de la chuta. El trigo seguía creciendo a menos de treinta kilómetros de distancia, pero ya no lo compraban a los vecinos. Cerraron los viejos molinos de agua y todo se encadenó para abrir la puerta a un tiempo nuevo, aunque no mejor. Como fermento, empleaban la borra de la chicha que se hacía junto a los obradores, tejiendo un bucle continuo, pero dejaron de hacer chicha, casi de beberla, y se pasaron a las levaduras industriales. El azúcar agregado a la masa cobró un papel protagonista. Una megaempresa de alimentación limeña abastece ahora a los panaderos del pueblo. Cada saco de harina exhibe la mima marca y llega con la correspondiente bolsa de azúcar y la levadura necesaria para hacer fermentar la masa. El resultado muestra un estado intermedio entre el pan y el bizcocho; por la textura y por el marcado dulzor que tamiza los sabores. El uso de azúcar es casi general en los panes andinos, pero en la chuta se multiplica.
Antes de eso había disfrutado la genial elementalidad de la chapla en Ayacucho el mollete de Cajamarca, la sorpresa de la marraqueta tacneña o el pan royal de Ayabaca, la tibia ligereza de los panes de agua piuranos o el emocionante pan de anís de Junín que encontré una madrugada de invierno, como una aparición entre la llovizna y la niebla, en una esquina del mercado de Huancayo. Además, la singularidad del pan de tres puntas arequipeño, también llamado de tres cachetes, “en forma de v y con pliegue”, como me lo describió un día Apolinario Torres, factótum de Don Apolinario, la panadería que acabo tomando el nombre del callejón donde hacían cola los clientes: Pan de Ripacha. Cerró por defunción en el año 19 y me dicen que ha reabierto, parece que en manos de uno de sus nueve hijos. Los panes de tres puntas parecen pequeños panes candeales, de miga breve y compacta y corteza ligeramente rubia y crujiente. La sierra peruana rinde culto al pan, pero pocas de sus formas llegan a Lima, donde el tolete sufrió de muerte prematura y el pan francés -desayuno y sanguches- sobrevivía casi en solitario hasta el advenimiento de las masas madre.
Lima debió la primera capital de la región que se volcó en los nuevos panes de masa madre, de manos de El Pan de la Chola. El turismo gastronómico de la época lo tenía entre sus objetivos básicos. en un acontecimiento. De repente, la masa madre se convirtió en religión y los centros de culto se multiplicaron. Las nuevas panaderías prosperan en Lima, multiplicándose al mismo ritmo que los cafés de especialidad. Idéntico proceso se vive en todas las capitales latinoamericanas. Países que vivían ajenos al pan se han lanzado a la nueva religión con el fundamentalismo del nuevo converso; proclamas de pureza y autenticidad incluidas. En pocos años, el pan pasó de ser el emblema de una secta marginal a estar en el centro de una nueva ceremonia que entroniza, como ya sucedió en Europa, conceptos tan reales y al mismo tiempo tan equívocos como las masa madre, el pan artesano o el pan de leña.
El advenimiento excluye prácticamente los panes blancos y ha multiplicado los panes ácidos, a veces extremadamente ácidos, las masas abizcochadas, las texturas planas y pastosas… el pan que no proporciona casi nada de lo que solía aportar el pan. Visito un obrador recién abierto en Miraflores, cerca de casa. Se han apuntado a todo, acidez marcada, formas cuadradas, como de pan de molde, con una corteza tan leve que parece no estar y texturas casi de brioche. Otra oportunidad fallida. Tampoco estos piensan en hacer buen pan blanco. Siempre nos queda La P’tite France en Surquillo.