Todo aquello que nos gusta es un verdadero misterio. Para que algo nos parezca rico deben juntarse unas variables extraordinarias que además de ser aleatorias y personales, se construyen ancladas al tiempo y al espacio; eso hace casi imposible que una cosa tenga el mismo gusto dos veces. Tal como el río de Heráclito, no probarás dos veces el mismo vino.
Afirmar que algo nos gusta tiene cierto romanticismo e ingenuidad, nos construimos a través de las palabras y soñamos que permanecen intactas a través del tiempo. Pero aunque pusiéramos una regla muy estricta sobre no cambiar lo que nos agrada (para no cambiar a quienes somos), fracasaríamos en el corto o mediano plazo. La vida es un laberinto en el que hay que aprender a divertirse mientras estás perdido.
Así las modas, que saben perfectamente cómo funciona el mecanismo del aburrimiento, utilizan una herramienta a la cual muchos sommeliers miramos de reojo, y que la realidad suele construir a fuerza de repetición, la sobrevaluada ‘tendencia’.
Voy a dar unos ejemplos. La tendencia de los vinos naranjos fue el secreto a voces peor guardado de la historia. Cuando parecía que eran el grial secreto de los conocedores del vino, resulta que por debajo se cocinaba una hermosa estrategia de venta que en tan solo dos o tres años logró convencer a muchos de que ese estilo era su favorito. Ojo, me encantan los naranjos, solo intento desmenuzar cuánto de mi gusto está influenciado por una estrategia y cuánto hay de realidad. Hoy la nueva tendencia son los pet-nat, esos casi-espumantes de los que todo el mundo habla y que supuestamente son ‘el furor’ de las cartas gastronómicas. Ahora, yo me pregunto, y hablando con otros colegas lo confirmo, si los pet-nat’s fueran tal furor, ¿no estaría el público consumiendo también espumantes en las comidas? ¿No sería esa la consecuencia natural del fenómeno? ¿Gente que le gusta tanto el estilo que al no encontrar en el mercado se volcaría por su primo hermano, el espumante?
Preguntas sin respuesta. Lo que yo creo también es que ese supuesto desprecio del público por los vinos complejos, concentrados y con madera, en contraposición a las nuevas modas, no es tal, que el público general los sigue amando y que si pudiéramos contabilizar la cantidad de amantes del pet-nat serían una abrumadora minoría al lado de los que siguen aclamando el vino con doce meses de barrica.
Así, en este mismo sentido, se produjo la caída del merlot. No es que esté negando la mayor apertura hacia estilos nuevos de la gente. Sin dudas los grandes blancos y tintos ligeros han venido corriendo la trinchera hasta llegar a lo impensable. Pero justamente de eso se trata, de la amplitud de pensamiento con la que incorporamos en vez de reemplazar.
La lógica del mercado necesita que uno gane, tiende a repetir el guión del más joven y fuerte que finalmente vence al viejo decadente. Pero, me pregunto, ¿no va esto en contra de nuestra propia cultura vitivinícola? ¿Cuánto mejor es incorporar estilos que desplazarlos? Asumir que no se está en un lugar u otro, sino que es la coordenada la que define lo único e irrepetible de una situación, el vino que acompañe será entonces el resultado de una sensible lectura, o de una azarosa casualidad, algo tan vivo, tan inesperado, y sin dudas más interesante que pertenecer al club de los ‘conocedores de tendencias’.
Volví a ver Entre Copas (Sideways), la película que en 2004 arrastró al merlot al acantilado y lo tiró por la borda como quien se deshace de un mal hábito. Recomiendo que vuelvan a verla. Para mi sorpresa, la película es ‘educadora’ pero no en un sentido literal, digamos que expresa más un espíritu de época provocado por años de construcción de un discurso sobre el vino que necesitaba liberar cadenas de los tobillos mentales de quienes consumían; y a su vez lo capitaliza muy bien poniendo al pinot noir californiano del lado de la libertad y al merlot francés del lado del grillete. Sin embargo no dice que el merlot o que el viejo estilo sea algo nefasto. Como en un aikido hollywoodense, lo coloca sutilmente en el lugar que Francia mismo se ocupó de darle, el del prestigio y el honor.
Miles, nuestro protagonista, guarda un Cheval Blanc del 61 (año en el que se perdieron muchas cosechas de merlot en Burdeos), obviamente para una ocasión especial que no encuentra. En el diálogo sobre la dificultad de abrir semejante vino aparece la contradicción -“Deberías abrirlo rápido, porque su tiempo ha pasado”-, le dice Jack, y culminan con una frase que va a llevarse hasta una de las escenas claves:
“Quizás, abrirlo sea la ocasión en sí”.
Tanto prestigio y honor contradice la velocidad de la época. La gente necesitaba un protagonismo accesible, algo que simule estar al alcance de todos, la sensación de poder tomar el propio destino con las manos fue mucho más tentadora que la de mirar el brillo de los demás por la ventana. La película termina (¡Spoiler Alert!!) abriendo el corte de merlot, cabernet sauvignon y cabernet franc en un local de comida rápida, junto a una hamburguesa y en vaso de plástico. Y esa, quizás, sea la declaración de libertad más contundente sobre el mundo del vino de la época.
Miles, luego de rendirle culto, elige construirle al vino un escenario acorde a su situación emocional, eso lo hace fabuloso. No se introduce en el mundo del vino, sino que introduce al Cheval Blanc en el suyo. Quizás sea ese simple gesto dramático lo que convierte la película en joya.
Hay un diálogo que parece ser el mejor ejemplo de cómo se construyen las tendencias y las modas. Nada mejor que introducir en un significante vacío, todo aquello de lo que queremos hablar. Y mal que me pese, estoy convencida de que el vino es un significante vacío, y que ese hermoso hueco parecido al misterio de desear, es lo que finalmente permite que lo llenemos.
Jack y Miles recorren las rutas de California de la misma manera que hoy se puede transitar la ruta 40, tratando de ver en los terroir de Argentina trajes diferentes en los que quepa nuestra propia identidad. No se trata de elegir, se trata de incorporar, y si entendemos ese simple movimiento, sabremos que nuestros gustos contienen siempre la película que nos aloja.
-“Puedo hacerte una pregunta personal ¿por qué tienes una obsesión con el pinot?”
-“No lo sé, es difícil cultivar. Tiene la cáscara delgada, es temperamental, madura temprano. Es una sobreviviente, no como el cabernet que puede crecer en cualquier lado, aún cuando la descuidan. El pinot necesita cuidado y atención constante, es más, solo puede crecer en rincones muy específicos y escondidos del mundo. Solo los agricultores más pacientes y cuidadosos la pueden cuidar, solo aquellos que se toman el tiempo para entender el potencial del pinot pueden sacarle su expresión más completa. Y además, su sabor es el más inolvidable, brillante, emocionante, sutil y antiguo del planeta. Los cabernets pueden ser poderosos y exultantes también, pero me parecen prosaicos, por alguna razón, cuando los comparo”.
Miles, describe así el pinot, retratando en el mismo acto su propia sensibilidad, su identificación y el reconocimiento de su fragilidad ante la vida. Como espectadores que venimos sosteniendo el peso angustiante de su separación y queremos desesperadamente verlo saltar de su pozo depresivo, nos hace creer que dentro de ese mar oscuro de sensaciones de fracaso, se encuentra la luz que lo llevará a encontrar el nuevo rumbo.
Una generación completa vio esa escena, ¿cómo arrancar de la mente semejante poesía asociada al pinot noir? Es ridículo pensar que el merlot no tiene profundidad. El monólogo es maravilloso porque pone hechos muy profundos en un vino más liviano, pero para luego hundir en el subtexto al merlot por anciano y pasado de moda.
El hecho que todo se haya vuelto más superficial no es algo distinto a los sabores que percibimos, necesitamos liviandad porque es muy pesada la conciencia de una humanidad que todo lo destruye. El pinot noir también es eso, la posibilidad de una liviandad en los paladares junto a la sensación de que la complejidad no nos ha abandonado en la superficialidad de la comida basura y los enlatados. Pero no seamos ingenuos, el merlot no puede ser el chivo expiatorio de una sociedad materialista que necesita liviandad para que le entren más cosas en la boca.
El merlot subsiste gracias a su compleja historia de viajes por el mundo y estilos enraizados en vignerons que pasan horas de equilibrista en las bodegas. Entonces, ¿es necesario pensar que es el estilo lo que hace al vino?, ¿o lo maravilloso es su infinita posibilidad de resignificación del deseo y del gusto en las personas? ¿Qué importa si es merlot o es pinot noir?, ¿qué importa si es malbec o chardonnay?, lo importante es la permanencia en el cambio, entender que el vino no es el fin sino el medio, y que el movimiento no nos dejará atrapar al deseo, pero sí nos llevará a nuestro destino.