El pavo indultado

La memoria del sabor

Llegué a Lima dispuesto a probarlo todo y casi todo fue llegando; una experiencia detrás de otra. Huecos, carretillas y restaurantes, ceviches y pejesapos al sillao, sánguches de chicharrón y anticuchos, sushis, rolls y tiraditos, arroces chaufa, wantán y aiinomoto, mucho ajinomoto, caldos de gallina, papas con huancaína y sudados, chupes, causas y tacu tacus, chirimpicos y chinguiritos, sangrecita y choclo frito… Fueron tantos encuentros, tantos descubrimientos, tantos recuerdos que podría llenar una colección de álbumes. Cada olor capturado al paso me provocaba, entendía los reclamos de las vitrinas como una llamada personal, casi todo me inquietaba -interprétalo como prefieras, los estímulos pueden venir tanto del asombro como de la duda-, los sabores nuevos me excitaban en la misma medida que me intrigaban las preparaciones.

Me llamaba la atención el tamaño de unos platos que tendían a ser fuentes comunitarias de las que nunca veías el fin, habitualmente construidas sobre monumentales trilogías de hidratos de carbono: arroz, frijol y papa frita, choclo, camote y papa hervida… La mashua, la arracacha, la quinua y las papas andinas se me fueron apareciendo después; el fulminante despertar de la cocina peruana también arrastraba algo de desarraigo y una marcada distancia. Los peruanos dedicados a la cocina vivían el descubrimiento paulatino de lo propio. Un día, me acerqué en el mercado de Surquillo a una señora que vendía granos -cebada, trigo, papa seca, hongos deshidratados, quinua-, y quise saber de variedades, orígenes, tratamientos y calidades de la quinua para un texto que debía escribir, pero supe de realidades. La seño me miró con gesto tirando a resignado, como de hoy me llegó otro rarito, y me dijo: “papá, ustedes son los únicos que se interesan por la quinua”. Nosotros. Los jipis, los que querían comer sano, los vegetarianos y los que buscaban el encuentro con las despensas de la sierra o el altiplano. Los raros.

 

Todo era nuevo y lo veía con la mirada entusiasta y complaciente del recién llegado. Y entendía el entusiasmo del local. Contemplaba el plato y la despensa con la inocencia del que descubre los giros de lo cotidiano y pone cara, forma y sabor al lado oculto de cada plato. Fueron meses marcados por el descubrimiento y las preguntas. ¿Y si mezclo la huancaína de los tallarines con el jugo del lomo saltado?, ¿y si el sudado se hiciera con caldo de pescado en lugar de agua?, ¿y si cambio el orden de los pasos en la preparación del lomo saltado?, ¿y si guisaran la papa, además de hervirla o freírla?, ¿dónde están los locros?, ¿habrá más chupes que el de camarones?, ¿si quito el choclo y el camote del ceviche, seguiría siendo ceviche?, ¿necesita el pescado crudo la compañía de tres rodajas de camote?, ¿no estarán confundiendo tradición con atraso, o tipismo con precariedad? Las preguntas siempre nacen enmarcando el plato, multiplicándose con lo diferente, allanando el camino que lleva del descubrimiento a la aceptación, y de ahí a la comprensión. Apuntaba en libretas y recomponía las notas por las tardes, ordenando las preguntas en las páginas finales. Se me empezaron a acumular las preguntas. Repito algunas, todavía hoy, cuando elegí ser peruano y su cocina está en mi vida.

 

Y en esto me llegaron las primeras navidades en Lima. Me sentía uno más de la fiesta culinaria, pero nadie me había preparado para lo que se venía. Imaginaba una ceremonia culinaria que navegara entre el cerdo asado, puede que una pierna, ojalá un costillar entero, y uno de esos pescados de los que presume el mar peruano, cuidadosamente horneado, o hervido entero y servido limpio, frio y sin cabeza, tal vez con una mayonesa suave adornada con un toque de mostaza. Nada de eso. Tampoco cabrito o cordero. Tocaba revivir la cena del día de Acción de Gracias con la familia de una amiga, y para cuando me di cuenta no había escapatoria: me vi encerrado en los dominios del pavo y en manos de una señora que se revelaría entre sus ejecutoras menos aventajadas.

 

Bastó una mirada a la mesa para ver que la mujer no había sido llamada por los caminos de la cocina. Luego entendí que ninguno de los presentes se atrevería a decírselo: estaban juramentados para llevar el secreto a la tumba. Aquel pavo descomunal, con sus enormes patas, su panza prominente y una piel arrugada y lacia que anticipaba el desenlace, no era más que la parte visible de uno de los mayores desastres culinarios que recuerdo. Tras aquella masa de carne seca y pastosa había muchas horas de trabajo dedicado a subvertir uno a uno todos los principios culinarios, empezando por el del buen gusto. Todo había sido perpetrado: el arroz, las ensaladas, la salsa y, todavía lo recuerdo, el puré de manzana. Nada sabía aquel día a lo que correspondía, ninguna textura era la esperada, ni una sola concesión a la armonía.

 

Comí muy poco y bebí para olvidar, pero mantuve el tipo, o eso creo. Fui tan discreto, ladino y falso como todos los presentes: me sentí limeño de sangre azul. Nunca volví a aquella casa y no se bien en qué quedó la relación de la señora con la cocina, o la de los hijos, hijas, yernos y nueras con el pavo. También fue la última vez que me atreví a enfrentarme con un pavo a mesa puesta.

 

Llegaba de unas navidades diferentes, asomadas como las de todos al lujo de lo infrecuente, que en nuestro caso venían a ser langostinos, un plato de jamón ibérico en años buenos, merluzas al horno y corderos lechales asados. Trasladado a esta parte del mundo, el lujo era sentirse como los norteamericanos de las películas, aunque fuera con el calendario cambiado: Acción de Gracias casi acabando diciembre.

 

Nunca tuve una relación cordial con la carne del pavo. Solo he conseguido disfrutar los prodigiosos pavos que criaba y escabechaba Misericordia Mateos, Seri, en El Mesón de la Villa de Aranda de Duero. A partir de ahí, mi memoria funde a negro. El único pavo que recuerdo en mi casa, apareció cuando yo rondaba los seis o siete años y nunca se acercó a la mesa. Cruzó la puerta por su propio pie, arrastrado del cuello por mi padre, que lo llevaba atado con un cordel, y de la misma forma salió unas horas después, tras una fuerte discusión con mi madre, que cerrada en su determinante negativa a matarlo y todo lo demás (degollarlo, recoger la sangre, desplumarlo y asarlo en el exiguo horno de la cocina familiar), decidió indultarlo y exigió que saliera inmediatamente de casa. Los niños vestíamos entonces pantalón corto y los pavos recorrían Madrid en grupos, arreados con una vara por los vendedores, que solían llevarlos hacia la Plaza Mayor y sus alrededores.

 

Hasta aquel día, mi navidad sólo tenía un fin: llegar a salvo de castigos hasta la noche de Reyes y sus regalos. El resto era puro trámite. Pero llegó aquel pavo, fugaz como un suspiro, y entendí que había algo que merecía la pena en esas cuatro comidas que repetían fórmulas con una semana de distancia: la cena del 24, calcada a la de fin de año y el almuerzo de año nuevo, fotocopiado del día de Navidad. Descubrí el valor de la cocina y un pavo indultado tuvo la culpa.

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