Parrillas en Buenos Aires

La memoria del sabor

Visito lo que queda del Mercado de Liniers, que para el público habitual es una pequeña parte de lo que había, pero al extraño como yo le deja los ojos como platos, la boca abierta y cara de alelado. Se llevaron a Cañuelas, 67 kilómetros adentro de la provincia de Buenos Aires, la venta de ganado y una parte de la industria que la rodea. Las pasarelas desde las que se seleccionaban las reses, los corrales y apartaderos quedaron a oscuras, como también se muestran los edificios con aire de administración de fundo decimonónico; hoy escenarios lúgubres habitados por el fantasma porteño de la carne.

 

Como no es domingo, no encuentro los caballos, los espectáculos gaucheros, la música, las empanadas y todas esas cosas que fascinan al turista del decorado de cartón piedra. En lugar de la foto del paseo de domingo, encuentro una acumulación de carnicerías, una junto a otra, las medias vacas colgadas ante la puerta de los negocios tentando al minorista. Los especialistas se te meten por los ojos, como usando la diferencia para destacarse en el paisaje. Están los comerciantes de achuras, los toreros, los vendedores de tripas para embutir… los nombres de los oficios se me escapan entre los hilos del relato. A su alrededor, los talleres de las ocupaciones y las industrias periféricas, empezando por la producción de embutidos.

 

Me fascina el espectáculo, pero no puedo dejar de imaginar como fue esto hace veinte años, cuando todo se concentraba aquí. En el bullicio que llenaría estas calles hoy medio oscuras, en la llegada del ganado, las compras y ventas concretadas en las pasarelas que todavía sobrevuelan los corrales, en la salida de los canales, la aparición de los intermediarios, los compradores directos, la vida del comercio, los bares, las parrillas, las tabernas, las risas y las pendencias… en la vida que debió respirar una ciudad que se sigue volcando cada día en el jolgorio y el negocio de la carne.

 

Me guía César Sagario, tercera generación de productores de embutidos y primera en desdoblarse en busca de un mercado que habite la diferencia. Todo cambia suficientemente deprisa en este tiempo con más incertidumbres que certezas, y afectan a todos los sectores, incluidos los clientes de Corte Charcutería, su segundo negocio, el que me interesa. Llegué a Buenos Aires con la primera luz del día y a poco antes de las 9 estaba frente a la puerta, esperando que abrieran y empezaran a servir desayunos. Lo conozco de otras veces y tengo fijación con este espacio -mitad tienda, mitad, comedor, en parte reducto de aficionados cerveceros- donde encuentro lo que necesito para un desayuno que arme los cimientos del día; o un almuerzo, o una merienda…

 

Mis desayunos no son los de Capel, pero abundan en la diferencia del que prefiere la sal desde que se amanece y este me dibuja una sonrisa que rodea el cuerpo. Prescindo de conveniencias y voy directo al grano: pan de campo, buen paté de hígado de cerdo, manteca, un platito con lonchas de buen lardo bien curado, una muestra de la sobrasada de César, en espera la llegada de la nueva partida que cura esta vez con un pimentón llegado de Mallorca (solo el color anuncia la evolución), lo que llaman cabeza de oreja -una tarrina de láminas de oreja extendiéndose alrededor de un trozo de magro que se me antoja portentosa-, bondiola… También un pescado curado que llaman jamón de surubí, y un logrado embutido dominado por la carne de trucha. Hay sitio para el pescado en su banco de pruebas.

 

El tercer negocio de César es Corte Comedor, cerca de su vitrina charcutera, esta vez compartido con socios entre los que está el uruguayo Santiago Garard, en otro tiempo vinculado a La Huella, al otro lado del estuario. Ocupa un galpón actual, luminoso y con las paredes ilustradas de blanco, una parte dedicada a carnicería barrial y otra para los usuarios de la parrilla. Encuentro más cocina cuando mira a lo vegetal, además de las referencias hoy al uso: una chistorra que deberá caminar hacia la suavidad y la ligereza que le aporte un poco de grasa añadida, la infaltable molleja, un vacío que se hace notar y la ceja del ojo de bife, que se me presenta como un prodigioso descubrimiento -disculpen la ignorancia-, tierno, sabroso, suave y contundente. Todo a la vez, por si alguien buscaba aristas.

 

También hay un bife madurado que no se ajusta a lo que espero y merece un pensamiento. La maduración de la carne nació para aportar ternura al corte, ayudarle a perder agua y en consecuencia fortalecer el sabor. Es normal que se madure la carne, pero no la escasa reflexión que acompaña el proceso. La chuleta que me ofrecen mantiene un sabor cuerdo -está bien madurada- pero la textura se acerca a la de un jamón curado -está demasiado madurada- y la sequedad ocupa el lugar de la ternura. Prefiero la ceja del bife: veinte días y a la parrilla.

 

Buena sorpresa la de Hierro, una parrilla que se desdobla en Buenos Aires -ahora también en Palermo- y acaba de dar el salto a Fuengirola, en España. Buena presencia de la oferta vegetal -Don Julio abrió un sendero que muchos recorren hoy-, carne de buena factura, cuidada en una parrilla acostumbrada a manejarse entre buenos tratos, sin excesos en cocciones y maduraciones, los dos grandes corsés que se autoimpone el sector.

 

Me salté La Carnicería y algunos más (El Pobre Luis, El Obrero, Elena, Don Zoilo…). Parte del mercado porteño ha transformado la carne en asunto nocturno, y algunas de las parrillas que me interesan solo abren de noche: el doblete es imposible. Lo intenté y llegué al alba desvelado por el deje agreste y cargante de la grasa mal trabajada. A cambio, visito José El Carnicero, nueva filial de La Carnicería, un día antes de la inauguración formal. Quiere ser serio y racial, pero necesitan tiempo, pruebas y la opinión de alguien que sea honesto y no les dore la píldora -cada vez hay más estómagos agradecidos asaltando este negocio, proclamando negro cuando pensaban blanco- para acabar de encontrar el camino que dicen querer seguir.

 

Visitas relámpago a La Brigada buscando sus achuras de cordero a la parrilla -el resto me interesa poco- y a La Cabrera, por si algo había cambiado, pero sigue en lo suyo que -filiales al margen- es abundar en la intrascendencia. El público brasileño lo llena y se demuestra como un gran negocio. ¿Para qué pedir más? La distancia evita la decepción.

 

Dejo para el final la parrilla que sigo desde hace doce años. Me gusta ir a Don Julio. Me empuja la calidad de su carne de pastura -traducida en el esplendor de la molleja, la entraña y el bife que llegan a ser piezas magistrales-, además del fondo de armario que guarda su bodega, unida a la capacidad de selección y la sensibilidad que rezuma (dicen que invierte tanto en ella que tiene que ser forzosamente buena, y tienen razón, aunque no basta con la decisión -no tan habitual- de reinvertir parte de los beneficios del restaurante en comprar vinos; también hace falta criterio), y para ver la constante evolución del negocio de Pablo Rivero. No importa donde haya llegado, nunca se detiene; siempre un paso más. Esta vez, la primera sorpresa es un menú vegetariano -todavía hay iluminados que no comen carne, pero frecuentan las parrillas empujados por la fama de la marca-, basado en una mirada que se traduce en un monumental camote (boniato) asado al rescoldo, por el que también pasan panes y carnes que siempre disfruto.

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